Sonaba como el inicio de una típica aventura del superdetective Kalle Blomkvist. Christer Malm nunca había tenido del todo claro si Mikael Blomkvist era paranoico por naturaleza o si poseía un don paranormal. Tras los acontecimientos de Gosseberga, Mikael se había vuelto extremadamente cerrado y, en general, de difícil trato. Cierto que eso no resultaba nada extraño cuando Mikael andaba metido en alguna intrincada historia -Christer le conoció esa misma reservada obsesión y ese mismo secretismo con lo del asunto Wennerström-, pero ahora resultaba más evidente que nunca.
En cambio, Christer Malm no tuvo ninguna dificultad en constatar que, en efecto, Mikael Blomkvist estaba siendo perseguido. Se preguntó qué nuevo infierno -que, sin duda, acapararía el tiempo, las fuerzas y los recursos de Millennium- se les venía encima. Christer Malm consideró que no era un buen momento para que Blomkvist hiciera una de las suyas ahora que la redactora jefe de la revista les había abandonado por Gran Dragón y que la estabilidad de la revista, conseguida con no poco esfuerzo, se hallaba bajo amenaza.
Pero por otro lado, hacía por lo menos diez años -a excepción del desfile del Festival del orgullo gay- que Christer Malm no participaba en una manifestación, y ese domingo del uno de mayo no tenía nada mejor que hacer que complacer a Mikael. Se levantó y, despreocupadamente, siguió a la persona que estaba persiguiendo a Mikael Blomkvist. Algo que no formaba parte de las instrucciones. No obstante, ya en Långholmsgatan, perdió de vista al hombre.
Una de las primeras medidas que Mikael tomó en cuanto supo que su teléfono estaba pinchado fue mandar a Henry Cortez a comprar móviles de segunda mano. Cortez encontró una partida de restos de serie del modelo Ericsson T10 por cuatro cuartos. Mikael abrió anónimas cuentas de tarjetas prepago en Comviq. Él se quedó con uno y el resto lo repartió entre Malin Eriksson, Henry Cortez, Annika Giannini, Christer Malm y Dragan Armanskij. Los usarían tan sólo para las conversaciones que en absoluto deseaban que fueran escuchadas. Las llamadas normales se harían desde los números habituales. Eso provocó que todo el mundo tuviera que cargar con dos móviles.
Al salir del Copacabana Mikael se dirigió a Millennium, donde Henry Cortez tenía guardia ese fin de semana. A raíz del asesinato de Zalachenko, Mikael había confeccionado una lista de guardias con el objetivo de que la redacción no permaneciera vacía y de que alguien se quedara a dormir allí por las noches. Las guardias las hacían él mismo, Henry Cortez, Malin Eriksson y Christer Malm. Lottie Karim, Monica Nilsson y el jefe de marketing, Sonny Magnusson, estaban excluidos. Ni siquiera se lo preguntaron. El miedo que Lottie Karim le tenía a la oscuridad era de sobra conocido por todos, de modo que ella nunca jamás habría aceptado pasar la noche sola en la redacción. Monica Nilsson, en cambio, no le temía en absoluto a la oscuridad, pero trabajaba como una loca con sus temas y pertenecía a ese tipo de personas que se van a casa cuando su jornada laboral llega a su fin. Y Sonny Magnusson ya había cumplido sesenta y un años, no tenía nada que ver con el trabajo de redacción y pronto se iría de vacaciones.
– ¿Alguna novedad? -preguntó Mikael.
– Nada especial -dijo Henry Cortez-. Las noticias de hoy sólo hablan, como no podía ser de otra manera, del uno de mayo.
Mikael asintió.
– Voy a quedarme aquí unas cuantas horas. Tómate la tarde libre y vuelve sobre las nueve de la noche.
En cuando Henry Cortez desapareció, Mikael se acercó hasta su mesa y sacó su recién adquirido móvil. Llamó a Gotemburgo, al periodista freelance Daniel Olofsson. Millennium llevaba muchos años publicando textos de Olofsson y Mikael tenía una gran confianza en su capacidad periodística para recabar material de base para una investigación.
– Hola, Daniel. Soy Mikael Blomkvist. ¿Estás libre?
– Sí.
– Necesito que alguien me haga un trabajo de investigación. Puedes facturarme cinco días, pero no necesito que escribas nada. O, mejor dicho, si te apetece escribir algo sobre el tema no tenemos ningún problema en publicártelo, pero lo que buscamos es sólo la investigación.
– Shoot.
– Es un poco delicado. Excepto conmigo, no deberás tratar esto con nadie y sólo nos comunicaremos a través de Hotmail. Ni siquiera quiero que digas que estás trabajando para Millennium.
– Suena divertido. ¿Qué andas buscando?
– Quiero que hagas un reportaje sobre el hospital de Sahlgrenska. Lo llamaremos Urgencias y tu cometido será reflejar la diferencia entre la realidad y la serie de televisión. Quiero que visites aquello un par de días y que des cumplida cuenta de las labores que se realizan tanto en urgencias como en la UVI. Habla con los médicos, las enfermeras, el personal de limpieza y todos los demás empleados. ¿Cómo son las condiciones laborales? ¿Qué hacen? Ese tipo de cosas. Con fotos, por supuesto.
– ¿ La UVI? -preguntó Olofsson.
– Eso es. Necesito que te centres en los cuidados de los pacientes gravemente heridos del pasillo 11 C. Quiero saber cómo son los planos del pasillo, quiénes trabajan allí, cómo son y cuál es su curriculum.
– Mmm -dijo Daniel Olofsson-. Si no me equivoco, el 11 C es donde está ingresada una tal Lisbeth Salander.
Olofsson no se había caído de un guindo.
– ¡No me digas! -exclamó Mikael Blomkvist-. ¡Qué interesante! Averigua en qué habitación se encuentra, cuál es su rutina diaria y qué es lo que hay en las habitaciones colindantes.
– Mucho me temo que este reportaje va a tratar sobre algo totalmente diferente -le comentó Daniel Olofsson.
– Bueno… Como ya te he dicho, lo único que me interesa es la información que puedas sacar.
Se intercambiaron las direcciones de Hotmail.
Lisbeth Salander estaba tendida boca arriba, en el suelo de su habitación del Sahlgrenska, cuando Marianne, la enfermera, abrió la puerta.
– Mmm -dijo Marianne, manifestando así sus dudas sobre los beneficios de tumbarse en el suelo de la UVI. Pero aceptó que era el único sitio que había para que la paciente realizara sus ejercicios.
Tras haberse pasado treinta minutos intentando hacer flexiones, estiramientos y abdominales -tal y como le había recomendado su terapeuta-, Lisbeth Salander estaba completamente empapada en sudor. Tenía una tabla con una larga serie de movimientos que debía realizar a diario para reforzar la musculatura de los hombros y las caderas tras la operación efectuada tres semanas antes. Respiraba con dificultad y no se sentía en forma: se cansaba enseguida y el hombro le tiraba y le dolía al menor esfuerzo. No cabía duda, no obstante, de que estaba mejorando. El dolor de cabeza que la atormentó durante los días inmediatamente posteriores a la operación se había ido apagando y sólo se manifestaba de manera esporádica.
Ella se consideraba de sobra recuperada como para, sin dudarlo ni un segundo, marcharse del hospital o, por lo menos, salir cojeando de allí si fuera posible, lo cual no era el caso. Por una parte, los médicos aún no le habían dado el alta y, por otra, la puerta de su habitación siempre estaba cerrada con llave y vigilada por un maldito gorila de Securitas que no se movía de una silla del pasillo.
Lo cierto era que estaba lo bastante bien como para que la trasladaran a una planta de rehabilitación normal. Sin embargo, tras todo tipo de discusiones, la policía y la dirección del hospital acordaron que, de momento, Lisbeth permaneciera en la habitación 18: resultaba fácil de vigilar, estaba bien atendida y se hallaba situada algo apartada de las demás habitaciones, al final de un pasillo con forma de «L». Por lo tanto, era más sencillo que continuara allí -donde el personal, a raíz del asesinato de Zalachenko, estaba más pendiente de la seguridad y ya conocía el problema de Lisbeth Salander- que trasladarla a otra planta, con todo lo que eso implicaba a la hora de modificar las rutinas diarias.