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Alguien había entrado en su casa. Alguien estaba borrando las huellas de Zalachenko.

Tanto la suya como la copia de Annika habían desaparecido.

Bublanski todavía tenía el informe.

¿O no?

Mikael se levantó y se acercó al teléfono, pero al poner la mano en el auricular se detuvo. Alguien había estado en su casa. De repente, se quedó mirando el aparato con la mayor de las sospechas y, tras buscar en el bolsillo de la americana, sacó su móvil. Se quedó parado con él en la mano.

¿Les resultaría fácil pincharlo?

Lo dejó junto al teléfono fijo y miró a su alrededor.

«Son profesionales.» ¿Les supondría mucho esfuerzo meter micrófonos ocultos en una casa?

Volvió a sentarse en la mesa de la cocina.

Miró la bandolera de su iBook.

¿Tendrían mucha dificultad en acceder a su correo electrónico? Lisbeth Salander lo hacía en cinco minutos.

Meditó un largo rato antes de volver al teléfono y llamar a su hermana a Gotemburgo. Tuvo mucho cuidado en emplear las palabras exactas.

– Hola… ¿Cómo estás?

– Estoy bien, Micke.

– Cuéntame lo que pasó desde que llegaste al Sahlgrenska hasta que te robaron.

Tardó diez minutos en dar cumplida cuenta de su jornada. Mikael no comentó las implicaciones de lo que ella le contaba, pero fue insertando preguntas hasta que se quedó satisfecho. Mientras representaba el papel de hermano preocupado, su cerebro estaba en marcha en una dimensión completamente distinta reconstruyendo los puntos de referencia.

A las cuatro y media de la tarde Annika decidió quedarse en Gotemburgo y llamó por el móvil a una amiga que le dio una dirección y el código del portal. A las seis en punto el atracador ya la estaba esperando en la escalera.

El móvil de su hermana estaba pinchado. Era la única explicación posible.

Lo cual, por consiguiente, significaba que él también estaba siendo escuchado.

Suponer cualquier otra cosa habría sido estúpido.

– Pero se han llevado la carpeta de Zalachenko -repitió Annika.

Mikael dudó un momento. Quien hubiera robado la carpeta ya sabía que la habían robado. Resultaba natural contárselo a Annika Giannini por teléfono.

– Y también la mía -dijo.

– ¿Qué?

Le explicó que fue corriendo a casa y que, al entrar, la carpeta azul ya había desaparecido de la mesa de la cocina.

– Bueno… -dijo Mikael con voz sombría-. Es una verdadera catástrofe. La carpeta de Zalachenko ya no está. Era la parte de más peso de las pruebas.

– Micke… Lo siento.

– Yo también -dijo Mikael-. ¡Mierda! Pero no es culpa tuya. Debería haber hecho pública la carpeta el mismo día en que la encontré.

– ¿Y qué vamos a hacer ahora?

– No lo sé. Es lo peor que nos podía pasar. Esto da al traste con nuestro plan. Ahora ya no tenemos la más mínima prueba ni contra Björck ni contra Teleborian.

Hablaron durante dos minutos más antes de que Mikael terminara la conversación.

– Quiero que mañana mismo regreses a Estocolmo -dijo.

– Sorry. Tengo que ver a Salander.

– Ve a verla por la mañana. Vente por la tarde. Tenemos que sentarnos y reflexionar sobre lo que vamos a hacer.

Nada más colgar, Mikael se quedó inmóvil sentado en el sofá y mirando al vacío. Luego, una creciente sonrisa se fue dibujando en su rostro. Quien hubiera escuchado esa conversación sabía ahora que Millennium había perdido el informe de Gunnar Björck de 1991 y la correspondencia mantenida entre Björck y el loquero Peter Teleborian. Sabía que Mikael y Annika estaban desesperados.

Si algo había aprendido Mikael al estudiar la noche anterior la historia de la policía de seguridad, era que la desinformación constituía la base de todo espionaje. Y él acababa de difundir una desinformación que, a largo plazo, podría llegar a ser de incalculable valor.

Abrió el maletín de su portátil y sacó la copia que le había hecho a Dragan Armanskij pero que todavía no había tenido tiempo de entregarle. Era el único ejemplar que quedaba. No pensaba deshacerse de él. Todo lo contrario: tenía la intención de hacer cinco copias de inmediato y distribuirlas adecuadamente para ponerlas a salvo.

Luego consultó su reloj y llamó a la redacción de Millennium. Malin Eriksson estaba todavía allí, aunque a punto de cerrar.

– ¿Por qué te fuiste con tanta prisa?

– ¿Podrías quedarte un ratito más, por favor? Ahora mismo voy para allá; hay un tema que quiero tratar contigo antes de que te vayas.

Llevaba unas cuantas semanas sin poner una lavadora. Todas sus camisas estaban en la cesta de la ropa sucia. Cogió su maquinilla de afeitar y Lucha por el poder de la Säpo, así como el único ejemplar que quedaba del informe de Björck. Caminó hasta Dressman, donde compró cuatro camisas, dos pantalones y diez calzoncillos que se llevó a la redacción. Se dio una ducha rápida mientras Malin Eriksson esperaba y se preguntaba de qué iba todo aquello.

– Alguien ha entrado en mi casa y ha robado el informe de Zalachenko. Han atacado a Annika en Gotemburgo y le han robado su ejemplar. Tengo pruebas de que su teléfono está pinchado, lo que tal vez quiera decir que el mío, posiblemente el tuyo y quizá todos los teléfonos de Millennium estén también pinchados. Y sospecho que si alguien se ha tomado la molestia de entrar en mi casa, sería muy estúpido por su parte no aprovechar la ocasión y colocarme unos cuantos micrófonos.

– Vaya -dijo Malin Eriksson con una tenue voz. Miró de reojo su móvil, que estaba en la mesa que tenía ante ella.

– Tú sigue trabajando como de costumbre. Utiliza el móvil pero no reveles nada importante. Mañana pondremos al corriente a Henry Cortez.

– Vale. Se fue hace una hora. Dejó una pila de informes de comisiones estatales sobre tu mesa. Bueno, ¿y tú qué haces aquí?…

– Pienso quedarme a dormir en Millennium esta noche. Si hoy han matado a Zalachenko, robado los informes y pinchado el teléfono de mi casa, el riesgo de que no hayan hecho más que ponerse en marcha y de que, simplemente, todavía no hayan tenido tiempo de entrar en la redacción es bastante grande. Aquí ha habido gente todo el día. No quiero que la redacción se quede vacía durante la noche.

– Crees que el asesinato de Zalachenko… Pero el asesino era un viejo caso psiquiátrico de setenta y ocho años.

– No creo ni por un segundo en una casualidad así. Alguien está borrando las huellas de Zalachenko. Me importa una mierda quién fuera ese viejo y la cantidad de cartas locas que les haya podido escribir a los ministros. Era una especie de asesino a sueldo. Llegó allí con el objetivo de matar a Zalachenko… y tal vez a Lisbeth Salander.

– Pero se suicidó; o, al menos, lo intentó. ¿Qué sicario hace algo así?

Mikael reflexionó un instante. Su mirada se cruzó con la de la redactora jefe.

– Una persona que tiene setenta y ocho años y que quizá no tenga nada que perder. Está implicado en todo esto y cuando terminemos de investigar vamos a poder demostrarlo.

Malin Eriksson contempló con atención la cara de Mikael. Nunca lo había visto tan fríamente firme y decidido. De repente, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Mikael vio su reacción.

– Otra cosa: ahora ya no estamos metidos en una simple pelea con una pandilla de delincuentes, sino con una autoridad estatal. Esto va a ser duro.

Malin asintió con la cabeza.

– Jamás me habría imaginado que esto pudiera llegar tan lejos. Malin: si quieres abandonar, no tienes más que decírmelo.

Ella dudó un momento. Se preguntó qué habría contestado Erika Berger. Luego negó con la cabeza con cierto aire de desafío.