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– He decidido trasladar a Lisbeth Salander a otra habitación. Hay una en el pequeño pasillo que queda a la derecha de la recepción que, desde el punto de vista de la seguridad, es mucho mejor que ésta. Se ve desde la recepción y desde la habitación de las enfermeras. Tendrá prohibidas todas las visitas salvo la tuya. Nadie podrá entrar sin permiso, excepto si se trata de médicos o enfermeras conocidos del hospital. Y yo me aseguraré de que esté vigilada las veinticuatro horas del día.

– ¿Crees que se encuentra en peligro?

– No hay nada que así me lo indique. Pero en este caso no quiero correr riesgos.

Lisbeth Salander escuchaba atentamente la conversación que mantenía su abogada con su adversario policial. Le impresionó que Annika Giannini contestara de manera tan exacta, tan lúcida y con tanta profusión de detalies. Pero más impresionada aún la había dejado lo fría que la abogada había mantenido la cabeza en esa situación de estrés que acababan de vivir.

En otro orden de cosas, padecía un descomunal dolor de cabeza desde que Annika la sacara de un tirón de la cama y se la llevase al cuarto de baño. Instintivamente deseaba tener la menor relación posible con el personal. No le gustaba verse obligada a pedir ayuda o mostrar signos de debilidad. Pero el dolor de cabeza resultaba tan implacable que le costaba pensar con lucidez. Alargó la mano y llamó a una enfermera.

Annika Giannini había planificado la visita a Gotemburgo como el prólogo de un trabajo de larga duración. Había previsto conocer a Lisbeth Salander, enterarse de su verdadero estado y hacer un primer borrador de la estrategia que ella y Mikael Blomkvist habían ideado para el futuro proceso judicial. En un principio pensó en regresar a Estocolmo esa misma tarde, pero los dramáticos acontecimientos de Sahlgrenska le impidieron mantener una conversación con Lisbeth Salander. El estado de su clienta era bastante peor de lo que Annika había pensado cuando los médicos lo calificaron de estable. También tenía un intenso dolor de cabeza y una fiebre muy alta, lo que indujo a una médica llamada Helena Endrin a prescribirle un fuerte analgésico, antibióticos y descanso. De modo que, en cuanto su clienta fue trasladada a una nueva habitación y un agente de policía se apostó delante de la puerta, echaron de allí a la abogada.

Annika murmuró algo y miró el reloj, que marcaba las cuatro y media. Dudó. Podía volver a Estocolmo para, con toda probabilidad, tener que regresar a la mañana siguiente. O podía pasar la noche en Gotemburgo y arriesgarse a que su clienta se encontrara demasiado enferma y no se hallara en condiciones de aguantar otra visita al día siguiente. No había reservado ninguna habitación; a pesar de todo, ella era una abogada de bajo presupuesto que representaba a mujeres sin grandes recursos económicos, así que solía evitar cargar sus honorarios con caras facturas de hotel. Primero llamó a casa y luego a Lillian Josefsson, colega y miembro de la Red de mujeres y antigua compañera de facultad. Llevaban dos años sin verse y charlaron un rato antes de que Annika le comentara el verdadero motivo de su llamada.

– Estoy en Gotemburgo -dijo Annika-. Había pensado volver a casa esta misma noche, pero han pasado unas cuantas cosas que me obligan a quedarme un día más. ¿Puedo aprovecharme de ti y pedirte que me acojas esta noche?

– ¡Qué bien! Sí, por favor, aprovéchate. Hace un siglo que no nos vemos.

– ¿Te supone mucha molestia?

– No, claro que no. Me he mudado. Ahora vivo en una bocacalle de Linnégatan. Tengo un cuarto de invitados. Además, podríamos salir a tomar algo por ahí y reírnos un poco.

– Si es que me quedan fuerzas -dijo Annika-. ¿A qué hora te va bien?

Quedaron en que Annika se pasaría por su casa sobre las seis.

Annika cogió el autobús hasta Linnégatan y pasó la siguiente hora en un restaurante griego. Estaba hambrienta, así que pidió una brocheta con ensalada. Se quedó meditando un largo rato sobre los acontecimientos de la jornada. A pesar de que el nivel de adrenalina ya le había bajado, se encontraba algo nerviosa, pero estaba satisfecha consigo misma: en los momentos de peligro había actuado sin dudar, con eficacia y manteniendo la calma. Había tomado las mejores decisiones sin ni siquiera ser consciente de ello. Resultaba reconfortante saber eso de sí misma.

Un momento después, sacó su agenda Filofax del maletín y la abrió por la parte de las notas. Leyó concentrada. Tenía serias dudas sobre lo que le había explicado su hermano; en su momento le pareció todo muy lógico, pero en realidad el plan presentaba no pocas fisuras. Aunque ella no pensaba echarse atrás.

A las seis pagó y se fue caminando hasta la vivienda de Lillian Josefsson, en Olivedalsgatan. Marcó el código de la puerta de entrada que su amiga le había dado. Entró en el portal y al empezar a buscar el ascensor alguien la atacó. Apareció como un relámpago en medio de un cielo claro. Nada le hizo presagiar lo que le iba a pasar cuando fue directa y brutalmente lanzada contra la pared de ladrillo en la que acabó estampándose la frente. Sintió un fulminante dolor.

A continuación oyó alejarse unos apresurados pasos y, acto seguido, cómo se abría y se cerraba la puerta de la entrada. Se puso de pie, se palpó la frente y se descubrió sangre en la palma de la mano. ¿Qué coño…? Desconcertada, miró a su alrededor y luego salió a la calle. Apenas si pudo percibir la espalda de una persona que doblaba la esquina de Sveaplan. Se quedó perpleja, completamente parada en medio de la calle durante más de un minuto.

Después se dio cuenta de que su maletín no estaba y de que se lo acababan de robar. Su mente tardó unos cuantos segundos en caer en la cuenta de lo que aquello significaba. No. La carpeta de Zalachenko. Recibió un shocks que se apoderó de su cuerpo desde el estómago y dio unos dubitativos pasos tras el fugitivo ladrón. Se detuvo casi al instante. No merecía la pena; él ya estaría muy lejos.

Se sentó lentamente en el bordillo de la acera.

Luego se puso en pie de un salto y comenzó a hurgarse el bolsillo de la americana. La agenda. Gracias a Dios. Antes de salir del restaurante la había metido allí en vez de hacerlo en el maletín. Contenía, punto por punto, la estrategia que iba a seguir en el caso Lisbeth Salander.

Volvió corriendo al portal y marcó el código de nuevo. Entró, subió corriendo por las escaleras hasta el cuarto piso y aporreó la puerta de Lillian Josefsson.

Eran ya casi las seis y media cuando Annika se sintió lo bastante repuesta del susto como para llamar a Mikael Blomkvist. Tenía un ojo morado y un corte en la ceja que no cesaba de sangrar. Lillian Josefsson se lo había limpiado con alcohol y le había puesto una tirita. No, Annika no quería ir a un hospital. Sí, le gustaría mucho tomar una taza de té. Fue entonces cuando volvió a pensar de manera racional. Lo primero que hizo fue telefonear a su hermano.

Mikael Blomkvist todavía se hallaba en la redacción de Millennium, junto a Henry Cortez y Malin Eriksson, recabando información sobre el asesino de Zalachenko. Con creciente estupefacción, escuchó lo que le acababa de ocurrir a Annika.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– Un ojo morado. Estaré bien cuando haya conseguido tranquilizarme.

– ¿Un puto robo?

– Se llevaron mi maletín con la carpeta de Zalachenko que me diste. Me he quedado sin ella.

– No te preocupes, te haré otra copia.

Se calló repentinamente y al instante sintió que se le ponía el vello de punta. Primero Zalachenko. Ahora Annika.

– Annika… luego te llamo.

Cerró el iBook, lo introdujo en su bandolera y sin mediar palabra abandonó a toda pastilla la redacción. Fue corriendo hasta Bellmansgatan y subió por las escaleras.

La puerta estaba cerrada con llave.

Nada más entrar en el piso, se percató de que la carpeta azul que había dejado sobre la mesa de la cocina ya no se encontraba allí. No se molestó en intentar buscarla: sabía perfectamente dónde estaba cuando salió de casa. Se dejó caer lentamente en una silla junto a la mesa de la cocina mientras los pensamientos no paraban de darle vueltas en la cabeza.