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– Bueno -dijo Malin-, han matado a Zalachenko a la una y cuarto.

Miró a Mikael.

– Acabo de hablar con una enfermera de Sahlgrenska. Dice que el asesino es un hombre mayor, de unos setenta años, que, unos minutos antes del asesinato, había acudido al hospital para dejarle un ramo de flores a Zalachenko. Le pegó varios tiros en la cabeza y luego trató de suicidarse. Zalachenko está muerto. El asesino sigue vivo y lo están operando ahora mismo.

Mikael respiró aliviado. Desde que escuchara la noticia en el Kaffebar había tenido el corazón encogido: una sensación de pánico ante la posibilidad de que hubiese sido Lisbeth Salander la que empuñó el arma, se había apoderado de él. Algo que, a decir verdad, habría complicado sus planes.

– ¿Sabemos el nombre de la persona que disparó? -preguntó.

Malin negó con la cabeza justo cuando el teléfono volvía a sonar. Cogió la llamada y, por la conversación, Mikael dedujo que se trataba de un freelance de Gotemburgo que Malin había mandado al Sahlgrenska. Se despidió de ella con un gesto de mano y se dirigió a su despacho.

Tuvo la sensación de que era la primera vez en muchas semanas que pisaba su lugar de trabajo. Sobre la mesa había un montón de correo que, resuelto, echó a un lado. Llamó a su hermana.

– Giannini.

– Hola. Soy Mikael. ¿Te has enterado de lo que ha pasado en Sahlgrenska?

– ¿A mí me lo preguntas?

– ¿Dónde estás?

– En el Sahlgrenska. Ese cabrón me apuntó con la pistola.

Mikael se quedó mudo durante varios segundos hasta que asimiló lo que su hermana acababa de decirle.

– ¿Qué? ¿Estabas allí? ¡Joder!…

– Sí. Ha sido el peor momento de mi vida.

– ¿Estás herida?

– No. Pero intentó entrar en la habitación de Lisbeth. Atranqué la puerta y me encerré con ella en el cuarto de baño.

De repente, Mikael sintió que el mundo se tambaleaba bajo sus pies. Su hermana había estado a punto de…

– ¿Cómo se encuentra Lisbeth? -preguntó.

– Sana y salva. Bueno, lo que quiero decir es que hoy, por lo menos, no ha sufrido ningún daño.

Mikael respiró algo más aliviado.

– Annika, ¿sabes algo del asesino?

– Nada de nada. Era un hombre mayor, pulcramente vestido. Me pareció algo aturdido. No lo había visto jamás, pero subí con él en el ascensor unos minutos antes del asesinato.

– ¿Y es verdad que Zalachenko está muerto?

– Sí. Oí tres disparos y, por lo que he podido pillar por aquí, los tres fueron derechos a la cabeza. Esto ha sido un auténtico caos… miles de policías evacuando la planta donde había ingresadas personas gravemente heridas y enfermas que no podían ser desalojadas. Cuando llegó la policía, alguien quiso interrogar a Salander antes de darse cuenta del estado en el que en realidad se encuentra. Tuve que levantarles la voz.

El inspector Marcus Erlander vio a Annika Giannini a través del vano de la puerta de la habitación de Lisbeth Salander. La abogada tenía el móvil pegado a la oreja, de modo que esperó a que terminara de hablar.

Dos horas después del asesinato todavía reinaba en el pasillo un caos más o menos organizado. La habitación de Zalachenko estaba precintada. Inmediatamente después de que se produjeran los disparos, los médicos intentaron administrarle los primeros auxilios, pero desistieron casi en el acto. Zalachenko ya no necesitaba ningún tipo de asistencia. Le llevaron los restos mortales al forense. El examen del lugar del crimen ya estaba en marcha.

Sonó el móvil de Erlander. Era Fredrik Malmberg, de la brigada de investigación.

– Hemos identificado al asesino -dijo Malmberg-. Se llama Evert Gullberg y tiene setenta y ocho años.

Setenta y ocho años. Un asesino ya entradito en años.

– ¿Y quién diablos es Evert Gullberg?

– Un jubilado. Residente en Laholm. Figura como jurista comercial. Me han llamado de la DGP /Seg y me han comunicado que acaban de abrirle una investigación.

– ¿Cuándo y por qué?

– El cuándo no lo sé. El porqué se debe a que ha tenido la mala costumbre de enviar absurdas y amenazadoras cartas a una serie de personas públicas.

– Como por ejemplo…

– El ministro de Justicia.

Marcus Erlander suspiró. Un loco. Un fanático obsesionado con la justicia.

– Esta misma mañana unos cuantos periódicos han llamado a la Säpo para comunicar que han recibido cartas de Gullberg. El Ministerio de Justicia también telefoneó después de que ese Gullberg amenazara explícitamente con matar a Karl Axel Bodin.

– Quiero copias de esas cartas.

– ¿De la Säpo?

– Sí, joder. Súbete a Estocolmo y búscalas tú mismo si hace falta. Las quiero ver en mi mesa en cuanto vuelva a la comisaría. Y eso sucederá dentro de una o dos horas.

Meditó un segundo y luego añadió una pregunta.

– ¿Te ha llamado la Säpo?

– Sí, ya te lo he dicho.

– Quiero decir, ¿fueron ellos los que te llamaron a ti, y no al revés?

– Sí. Eso es.

– Vale -dijo Marcus Erlander antes de colgar.

Se preguntó qué diablos les pasaba a los de la Säpo: de repente se les había ocurrido contactar, por propia iniciativa, con la policía abierta. Por lo general resultaba casi imposible sacarles nada.

Wadensjöö abrió bruscamente la puerta de la habitación que Fredrik Clinton usaba para descansar en la Sección. Clinton se incorporó con sumo cuidado.

– ¿Qué coño está pasando? -gritó Wadensjöö-. Gullberg ha matado a Zalachenko y luego se ha pegado un tiro en la cabeza.

– Ya lo sé -dijo Clinton.

– ¿Que ya lo sabes? -exclamó Wadensjöö.

Wadensjöö estaba rojo como un tomate, como si su intención fuera tener un derrame cerebral de un momento a otro.

– Pero ¿es que no te das cuenta de que se ha pegado un tiro en la cabeza? ¡Ha intentado suicidarse! ¿Es que se ha vuelto completamente loco o qué?

– Pero entonces, ¿sigue vivo?

– Por ahora sí, pero tiene graves daños cerebrales.

Clinton suspiró.

– ¡Qué pena! -dijo con tristeza en la voz.

– ¿¡Pena!? -exclamó Wadensjöö-. Pero si es un enfermo mental… ¿No entiendes que…?

Clinton no le dejó terminar la frase.

– Gullberg tenía cáncer de estómago, de intestino grueso y de vejiga. Llevaba ya varios meses moribundo; como mucho le quedaban un par de meses.

– ¿Cáncer?

– Hace ya seis meses que andaba con esa pistola, firmemente decidido a usarla en cuanto el dolor fuese inaguantable y antes de convertirse en un humillado vegetal de hospital. De este modo se le ha presentado la oportunidad de realizar una última aportación a la Sección. Se ha ido por la puerta grande.

Wadensjöö se quedó prácticamente sin habla.

– Tú sabías que pensaba matar a Zalachenko…

– Claro que sí. Su misión era asegurarse de que Zalachenko nunca tuviese ocasión de hablar. Y, como bien sabes, resulta imposible razonar con él o amenazarlo.

– Pero ¿no te das cuenta del escándalo en el que se puede convertir todo esto? ¿Estás tan perturbado como Gullberg?

Clinton se levantó con no poca dificultad. Lo miró directamente a los ojos y le dio una pila de copias de fax.

– Se trataba de una decisión operativa. Lloro la muerte de mi amigo, aunque lo más probable es que dentro de muy poco tiempo yo le siga los pasos. Pero un escándalo… Un ex jurista comercial ha escrito cartas paranoicas, y con evidentes muestras de trastorno, a numerosos periódicos, a la policía y al Ministerio de Justicia. Aquí tienes una: Gullberg acusa a Zalachenko de todo, desde el asesinato de Palme hasta el intento de envenenar a la población sueca con cloro. El carácter de las cartas es manifiestamente enfermizo; algunas partes han sido redactadas con una letra ilegible, con mayúsculas, con frases subrayadas y abundantes signos de exclamación. Me gusta su manera de escribir en el margen.

Wadensjöö leyó las cartas con creciente asombro. Se tocó la frente. Clinton lo observaba.