Falun no sabía exactamente a quién representaba Clinton, pero suponía que tenía algo que ver con lo militar. Había leído a Jan Guillou. No hizo preguntas. Sin embargo, después de tantos años de silencio por parte del arrendatario de sus servicios, se sentía bien pudiendo volver a la acción.
Su trabajo consistiría en abrir una puerta. Era experto en forzar puertas, pero, aunque llevaba una pistola de cerrajería, le costó cinco minutos forzar las cerraduras de la puerta del apartamento de Mikael Blomkvist. Luego Falun esperó en la escalera mientras Jonas Sandberg atravesaba el umbral.
– Estoy dentro -dijo Sandberg a través de su manos libres.
– Bien -contestó Fredrik Clinton-. Estate tranquilo y ten cuidado. Descríbeme lo que ves.
– Me encuentro en el vestíbulo. A la derecha hay un armario y un estante para sombreros, y a la izquierda un cuarto de baño. El resto del piso está conformado por un solo espacio de unos cincuenta metros cuadrados. Hay una pequeña cocina americana a la derecha.
– ¿Alguna mesa de trabajo o…?
– Parece ser que trabaja en la mesa de la cocina o en el sofá… Espera.
Clinton aguardó.
– Sí. Hay una carpeta en la mesa de la cocina con el informe de Björck. Parece el original.
– Bien. ¿Hay alguna otra cosa interesante en la mesa?
– Libros. Las memorias de P. G. Vinge. Lucha por el poder de la Säpo, de Erik Magnusson. Una media docena de libros sobre ese mismo tema.
– ¿Algún ordenador?
– No.
– ¿Algún armario de seguridad?
– No… no veo ninguno.
– Vale. Tómate tu tiempo. Repasa metro a metro el apartamento. Mårtensson me acaba de informar de que Blomkvist continúa en la redacción. Llevas guantes, ¿no?
– Por supuesto.
Marcus Erlander pudo conversar un rato con Annika Giannini cuando ninguno de los dos estaba ocupado hablando por el móvil. Entró en la habitación de Lisbeth Salander, le dio la mano y se presentó. Luego saludó a Lisbeth y le preguntó cómo se sentía. Lisbeth Salander no dijo nada. Marcus se dirigió a Annika Giannini.
– Si me lo permites, me gustaría hacerte unas preguntas.
– Vale.
– ¿Puedes contarme lo que pasó?
Annika Giannini describió lo que había vivido y cómo había actuado hasta que se atrincheró en el baño con Lisbeth. Erlander pareció pensativo. Miró de reojo a Lisbeth Salander y luego nuevamente a su abogada.
– Entonces, ¿crees que se acercó a esta habitación?
– Lo oí intentando bajar la manivela.
– ¿Estás segura de eso? Es fácil imaginarse cosas cuando uno está asustado o alterado.
– Lo oí. Y él me vio. Me apuntó con el arma.
– ¿Crees que intentó dispararte a ti también?
– No lo sé. Metí la cabeza para dentro y bloqueé la puerta.
– Muy bien hecho. Y mucho mejor que te llevaras a tu clienta al cuarto de baño. Esta puerta es tan fina que, si hubiese disparado, lo más seguro es que las balas la hubiesen agujereado sin ningún problema. Lo que intento comprender es si iba a por ti por ser quien eres o si sólo reaccionó así porque tú lo miraste. Tú eras la persona que estaba más cerca de él en el pasillo.
– Cierto.
– ¿Te dio la sensación de que te conocía o de que, tal vez, te reconoció?
– No, no creo.
– ¿Es posible que te reconociera de la prensa? Has aparecido en relación con varios casos conocidos.
– Tal vez. Pero no sabría decírtelo.
– ¿Y era la primera vez que lo veías?
– Bueno, subimos juntos en el ascensor.
– No lo sabía. ¿Hablasteis?
– No. Lo miraría medio segundo como mucho. Llevaba un ramo de flores en una mano y un maletín en la otra.
– ¿Os cruzasteis las miradas?
– No. El miraba al frente.
– ¿Entró antes o después que tú?
Annika hizo memoria.
– Creo que entramos más o menos a la vez.
– ¿Parecía desconcertado o…?
– No. Estaba allí quieto con sus flores.
– ¿Y luego qué pasó?
– Salí del ascensor. Él salió al mismo tiempo y yo entré a ver a mi clienta.
– ¿Viniste directamente hacia aquí?
– Sí… No. Bueno, me acerqué a la recepción y me identifiqué, porque el fiscal ha prohibido que mi clienta reciba visitas.
– ¿Y dónde se hallaba el hombre en ese momento?
Annika Giannini dudó.
– No estoy del todo segura. Supongo que me siguió. Sí, espera… Salió del ascensor justo antes que yo, pero luego se detuvo y me sostuvo la puerta. No puedo jurarlo, pero creo que también se dirigió a la recepción. Lo que pasa es que yo caminaba más rápidamente que él.
«Un jubilado asesino muy educado», pensó Erlander.
– Sí, él también estuvo en la recepción -reconoció Erlander-. Habló con la enfermera y le dejó el ramo de flores. ¿Eso no lo viste?
– No. No recuerdo nada de eso.
Marcus Erlander reflexionó un instante, pero no se le ocurrió ninguna pregunta más. Una sensación de frustración le reconcomía por dentro. No era la primera vez: ya la conocía y había aprendido a interpretarla como una llamada de su instinto.
El asesino había sido identificado como Evert Gullberg, de setenta y ocho años, ex auditor financiero y tal vez asesor empresarial y jurista fiscal. Un señor de avanzada edad. Un hombre sobre el que hacía poco tiempo que la Säpo había iniciado una investigación porque era un loco que escribía cartas amenazadoras a gente famosa.
Su experiencia policial le había demostrado que existía una gran cantidad de locos, personas patológicamente obsesionadas que perseguían a los famosos y que buscaban amor instalándose en cualquier pinar situado ante el chalet de la estrella de turno. Y cuando ese amor no era correspondido, podía convertirse de inmediato en un implacable odio. Había stalkers que venían desde Alemania o Italia para cortejar a una cantante de veintiún años de un conocido grupo de pop y que luego se enfadaban porque ella no quería iniciar una relación con ellos. Había fanáticos de la justicia que se comían el coco con injusticias reales o ficticias y que podían actuar de una forma bastante amenazadora. Había auténticos psicópatas y obsesionados seguidores de teorías conspirativas que tenían la capacidad de ver mensajes ocultos que pasaban desapercibidos para el resto de los mortales.
Tampoco faltaban ejemplos de cómo alguno de estos chalados podía pasar de la fantasía a la acción. ¿Acaso el asesinato de Anna Lindh no fue cometido por el impulso sufrido por una persona así? Tal vez sí. O tal vez no.
Pero al inspector Marcus Erlander no le gustaba en absoluto la idea de que un enfermo mental, ex jurista fiscal o lo que coño fuera, hubiera podido colarse en el hospital de Sahlgrenska con un ramo de flores en una mano y una pistola en la otra para ejecutar a una persona que, de momento, estaba siendo objeto de una amplia investigación policial: la suya. Un hombre que en los registros oficiales figuraba como Karl Axel Bodin pero que, según Mikael Blomkvist, se llamaba Zalachenko y era un maldito agente ruso desertor, además de un asesino.
En el mejor de los casos, Zalachenko no era más que un testigo y, en el peor, un criminal implicado en una cadena de asesinatos. Erlander había tenido ocasión de someterlo a dos breves interrogatorios y en ninguno de ellos creyó, ni por un segundo, en la autoproclamación de inocencia de Zalachenko.
Y el asesino de Zalachenko había manifestado su interés por Lisbeth Salander o, al menos, por su abogada. Había intentado entrar en su habitación.
Y luego intentó suicidarse pegándose un tiro en la cabeza. Según los médicos, su estado era tan malo que lo más probable era que lo hubiese conseguido, aunque su cuerpo aún no se había dado cuenta de que ya era hora de apagarse. Había razones para suponer que Evert Gullberg jamás comparecería ante un juez.
A Marcus Erlander no le gustaba la situación. Nada de nada. Pero no tenía pruebas de que el disparo de Gullberg fuera una cosa distinta de lo que daba la impresión de ser. En cualquier caso decidió jugar sobre seguro. Miró a Annika Giannini.