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Gullberg negó con la cabeza.

– No, Alexander, tú haces lo que haces porque eres malvado y estás podrido. ¿No querías conocer la postura de la Sección? Pues aquí estoy yo para comunicártela: en esta ocasión no moveremos ni un solo dedo para ayudarte.

Por primera vez, Zalachenko pareció inseguro.

– No tienes elección -dijo.

– Siempre hay una elección -contestó Gullberg.

– Voy a…

– No vas a hacer nada de nada.

Gullberg inspiró profundamente, introdujo la mano en el compartimento exterior de su maletín marrón y sacó un Smith & Wesson de 9 milímetros con la culata chapada en oro. Hacía ya veinticinco años que tenía el arma: un regalo del servicio de inteligencia inglés en agradecimiento por una inestimable información que él le sacó a Zalachenko y que convirtió en moneda de cambio en forma del nombre de un estenógrafo del MI-5 inglés, quien, haciendo gala de un auténtico espíritu philbeano, estuvo trabajando para los rusos.

Zalachenko pareció asombrarse. Luego se rió.

– ¿Y qué vas a hacer con él? ¿Matarme? Pasarás el resto de tus miserables días en la cárcel.

– No creo -dijo Gullberg.

De repente, a Zalachenko le entró la duda de si Gullberg se estaba marcando un farol o no.

– Será un escándalo de enormes proporciones.

– Tampoco lo creo. Saldrá en los periódicos. Pero dentro de una semana nadie recordará ni siquiera el nombre de Zalachenko.

Zalachenko entornó los ojos.

– Maldito hijo de perra -dijo Gullberg con un tono de voz tan frío que Zalachenko se quedó congelado.

Apretó el gatillo y le introdujo la bala en la mitad de la frente en el mismo instante en que Zalachenko empezó a girar su prótesis por encima del borde de la cama. Zalachenko salió impulsado hacia atrás, contra la almohada. Pataleó espasmódicamente unas cuantas veces antes de quedarse quieto. Gullberg vio que en la pared, tras el cabecero de la cama, se había dibujado una flor de salpicaduras rojas. A consecuencia del disparo le empezaron a zumbar los oídos, de modo que, automáticamente, se hurgó el conducto auditivo con el dedo índice que le quedaba libre.

Luego se levantó, se acercó a Zalachenko y, poniéndole la punta de la pistola en la sien, apretó el gatillo otras dos veces. Quería asegurarse de que el viejo cabrón estaba realmente muerto.

Lisbeth Salander se incorporó de golpe en cuanto sonó el primer disparo. Sintió cómo un intenso dolor le penetraba en el hombro. Al oír los dos siguientes, intentó sacar las piernas de la cama.

Cuando se produjeron los tiros, Annika Giannini sólo llevaba un par de minutos hablando con Lisbeth. Al principio se quedó paralizada intentando hacerse una idea de la procedencia del primer y agudo estallido. La reacción de Lisbeth Salander le hizo comprender que algo estaba pasando.

– ¡No te muevas! -gritó Annika Giannini para, acto seguido y por puro instinto, poner su mano contra el pecho de su clienta y tumbarla con tanta fuerza que Lisbeth se quedó sin aliento.

Luego Annika atravesó a toda prisa la habitación y se asomó al pasillo: dos enfermeras se acercaban corriendo a una habitación que estaba dos puertas más abajo. La primera de las enfermeras se paró en seco en el umbral. Annika la oyó gritar «¡No, no lo hagas!» y luego la vio retroceder un paso y chocar con la otra enfermera.

– ¡Va armado! ¡Corre!

Annika se quedó mirándolas mientras éstas abrían una puerta y buscaban refugio en la habitación contigua a la de Lisbeth Salander.

A continuación, vio salir al pasillo al hombre delgado y canoso de la americana de pata de gallo. Llevaba una pistola en la mano. Annika lo identificó como el señor con el que había subido en el ascensor hacía tan sólo unos pocos minutos.

Sus miradas se cruzaron. Él parecía desconcertado. La apuntó con el arma y dio un paso hacia delante. Ella escondió la cabeza, cerró la puerta de un portazo y miró desesperadamente a su alrededor. Justo a su lado tenía una alta mesita auxiliar; la cogió, la acercó a la puerta con un solo movimiento y aseguró con ella la manivela.

Advirtió unos movimientos, volvió la cabeza y vio que Lisbeth Salander estaba de nuevo a punto de salir de la cama. Cruzó la habitación dando unos pasos rápidos, puso los brazos alrededor de su clienta y la levantó. De un tirón le arrancó los electrodos y la goma del suero, la llevó en brazos hasta el cuarto de baño y la sentó en la taza del váter. Dio media vuelta y cerró la puerta. Luego se sacó el móvil del bolsillo y llamó al 112.

Evert Gullberg se acercó a la habitación de Lisbeth Salander e intentó bajar la manivela. Se hallaba bloqueada con algo. No pudo moverla ni un milímetro.

Indeciso, permaneció un instante ante la puerta. Sabía que Annika Giannini se encontraba dentro y se preguntó si llevaría en su bolso una copia del informe de Björck. No podía entrar en la habitación y no contaba con la suficiente energía para forzar la puerta.

Y, además, eso no formaba parte del plan: de Giannini se iba a encargar Clinton. El trabajo de Gullberg era sólo Zalachenko.

Gullberg recorrió el pasillo con la mirada y se percató de que en torno a una veintena de personas -entre enfermeras, pacientes y visitas- habían asomado sus cabezas y lo estaban observando. Levantó la pistola y le pegó un tiro a un cuadro que colgaba de la pared que había al final del pasillo. Su público desapareció como por arte de magia.

Le echó un último vistazo a la puerta cerrada y, con paso decidido, regresó a la habitación de Zalachenko y cerró la puerta. Se sentó en una silla y se puso a contemplar al desertor ruso que, durante tantos años, había estado tan íntimamente ligado a su propia vida.

Se quedó quieto durante casi diez minutos antes de percibir unos movimientos en el pasillo y darse cuenta de que había llegado la policía. No pensó en nada en particular.

Luego levantó la pistola una última vez, se la llevó a la sien y apretó el gatillo.

El desarrollo de los acontecimientos dejó patente el riesgo que conllevaba suicidarse en el hospital de Sahlgrenska. Evert Gullberg fue trasladado de urgencia hasta la unidad de traumatología, donde el doctor Anders Jonasson lo atendió y tomó de inmediato una serie de medidas con el fin de mantener sus constantes vitales.

Era la segunda vez en menos de una semana que Jonasson realizaba una operación urgente en la que extraía del tejido cerebral una bala revestida. Tras cinco horas de intervención, el estado de Gullberg era crítico. Pero continuaba vivo.

Sin embargo, las lesiones de Evert Gullberg eran considerablemente más serias que las que tenía a Lisbeth Salander; se debatió unos cuantos días entre la vida y la muerte.

Mikael Blomkvist se encontraba en el Kaffebar de Hornsgatan cuando oyó por la radio la noticia de que el hombre de sesenta y seis años sospechoso de intentar asesinar a Lisbeth Salander había sido abatido a tiros en el hospital Sahlgrenska de Gotemburgo, aunque su nombre no había sido aún facilitado a los medios de comunicación. Dejó la taza de café, cogió el maletín de su ordenador y salió a toda prisa hacia la redacción de Götgatan. Cruzó Mariatorget y acababa de enfilar Sankt Paulsgatan cuando sonó su móvil. Contestó sin aminorar el paso.

– Blomkvist.

– Hola, soy Malin.

– Me acabo de enterar por la radio. ¿Sabemos quién ha apretado el gatillo?

– Todavía no. Henry Cortez está en ello.

– Estoy en camino. Llegaré en cinco minutos.

Justo en la puerta, Mikael se topó con Henry Cortez, que se disponía a salir.

– Ekström ha convocado una rueda de prensa para las tres de la tarde -dijo Henry-. Voy para allá.

– ¿Qué sabemos? -gritó Mikael tras él.

– Malin -contestó Henry antes de desaparecer.

Mikael entró en el despacho de Erika Berger… mejor dicho, de Malin Eriksson. Ella estaba hablando por teléfono mientras, frenéticamente, apuntaba algo en un post-it amarillo. Le hizo un gesto a Mikael para que esperara. Mikael se dirigió a la cocina y sirvió dos cafés con leche en sendos mugs que tenían los logotipos de los jóvenes democristianos y de los jóvenes socialistas. Al regresar al despacho de Malin, ésta acababa de colgar. Mikael le dio el mug de los jóvenes socialistas.