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Erika Berger se encogió de hombros.

– A mí me da igual a quién nombréis. Pero debe ser una persona que defienda claramente las ideas del periódico.

– Te entiendo. Lo que quería decirte es que creo que debes darle a Holm cierto margen de actuación. Lleva mucho tiempo trabajando en el SMP y ha sido jefe de Noticias durante quince años. Sabe lo que hace. Puede resultar arisco, pero es una persona prácticamente imprescindible.

– Ya lo sé. Morander me lo contó. Pero por lo que respecta a la cobertura de noticias me temo que tendrá que mantenerse a raya. Al fin y al cabo, me habéis contratado para darle un nuevo aire al periódico.

Borgsjö movió pensativamente la cabeza.

– De acuerdo. Resolveremos los problemas a medida que vayan surgiendo.

Annika Giannini estaba tan cansada como irritada cuando, el miércoles por la noche, subió al X2000 en la estación central de Gotemburgo para regresar a Estocolmo. Se sentía como si durante el último mes hubiese vivido en el X2000. Apenas había visto a su familia. Fue a por un café al vagón restaurante, se acomodó en su asiento y abrió la carpeta que contenía las anotaciones de la última conversación mantenida con Lisbeth Salander. Algo que también contribuía a su cansancio e irritación.

«Me oculta algo -pensó Annika Giannini-. La muy idiota no me está diciendo la verdad. Y Micke también me oculta algo. Sabe Dios en qué andarán metidos.»

También constató que, ya que su hermano y su clienta no se habían comunicado entre sí, la conspiración -en el caso de que existiera- debía de ser un acuerdo tácito que les resultaba natural. No sabía de qué se trataba, pero suponía que tenía que ver con algo que a Mikael Blomkvist le parecía importante no sacar a la luz.

Temía que fuera una cuestión de ética, el punto débil de su hermano. Él era amigo de Lisbeth Salander. Annika conocía a su hermano y sabía que su lealtad hacia las personas a las que él definió una vez como amigos sobrepasaba los límites de la estupidez, aunque esos amigos resultaran imposibles y se equivocaran de cabo a rabo. También sabía que Mikael podía tolerar muchas tonterías pero que existía un límite tácito que no se podía traspasar. El punto exacto en el que se situaba ese límite parecía variar de una persona a otra, pero ella sabía que, en más de una ocasión, Mikael había roto por completo su relación con algunos íntimos amigos por haber hecho algo que él consideraba inmoral o inadmisible. En situaciones así se volvía inflexible: la ruptura no sólo era total y definitiva sino que también quedaba fuera de toda discusión. Mikael ni siquiera contestaba al teléfono, aunque la persona en cuestión lo llamara para pedirle perdón de rodillas.

Annika Giannini entendía lo que pasaba en la cabeza de Mikael Blomkvist. En cambio, no tenía ni idea de lo que acontecía en la de Lisbeth Salander; a veces pensaba que allí no sucedía nada en absoluto.

Según le había comentado Mikael, Lisbeth podía ser caprichosa y extremadamente reservada para con su entorno. Hasta el día que la conoció pensó que eso sucedería en una fase transitoria y que sería cuestión de ganarse su confianza. Pero, tras todo un mes de conversaciones, Annika constató que, en la mayoría de las ocasiones, sus charlas resultaban bastante unidireccionales, si bien era cierto que, durante las dos primeras semanas, Lisbeth Salander no se había encontrado con fuerzas para mantener un diálogo.

Annika también pudo advertir que había momentos en los que Lisbeth Salander daba la impresión de hallarse sumida en una profunda depresión y de no tener el menor interés en resolver su situación ni su futuro. Parecía que Lisbeth Salander no entendía que la única posibilidad con la que contaba Annika para procurarle una defensa satisfactoria dependía del acceso que ella tuviera a toda la información. No podía trabajar a ciegas.

Lisbeth Salander era una persona mohína y más bien parca en palabras. Lo poco que decía lo expresaba, no obstante, con mucha exactitud y tras largas y reflexivas pausas. Las más de las veces no contestaba a las cuestiones, y en otras ocasiones respondía, de pronto, a una pregunta que Annika le había hecho días atrás. En los interrogatorios policiales, Lisbeth Salander permaneció sentada en la cama mirando al vacío y sin abrir la boca. No intercambió ni una palabra con los policías. Con una sola excepción: cuando el inspector Marcus Erlander le preguntó acerca de lo que sabía sobre Ronald Niedermann; Lisbeth lo observó y contestó con toda claridad a cada pregunta. En cuanto Erlander cambió de tema, Salander perdió el interés y volvió a fijar la mirada en el vacío.

Annika ya se esperaba que Lisbeth no le dijera nada a la policía: por principio no hablaba con las autoridades. Cosa que, en este caso, resultaba positiva. A pesar de que Annika, de vez en cuando, incitaba formalmente a su clienta para que respondiera a las preguntas de la policía, en su fuero interno estaba muy contenta con el profundo silencio de Salander. La razón era muy sencilla: se trataba de un silencio coherente. Así no la pillarían con mentiras ni razonamientos contradictorios que podrían causar una mala impresión en el juicio.

Pero aunque Annika ya se esperaba ese silencio, se sorprendió de que fuera tan inquebrantable. Cuando se quedaron solas, le preguntó por qué se negaba a hablar con la policía de esa forma tan ostensible.

– Tergiversarán todo lo que yo diga y lo emplearán en mi contra.

– Pero si no explicas nada, te condenarán.

– Bueno… Pues que lo hagan. No soy yo la que ha montado todo este lío. Si quieren condenarme, no es mi problema.

Sin embargo, aunque en más de una ocasión Annika prácticamente tuvo que sacarle las palabras con sacacorchos, Lisbeth le fue contando, poco a poco, casi todo lo ocurrido en Stallarholmen. Todo menos una cosa: no le había explicado por qué Magge Lundin acabó con una bala en el pie. Por mucho que Annika se lo preguntara y le diese la lata, Lisbeth Salander no hacía más que mirarla con descaro mientras le mostraba su torcida sonrisa.

También le había hablado de lo acontecido en Gosseberga. Pero sin decir ni una palabra de por qué había seguido a su padre. ¿Fue hasta allí para matarlo -tal y como sostenía el fiscal- o para hablar con él y hacerle entrar en razón? Desde el punto de vista jurídico la diferencia resultaba abismal.

Cuando Annika sacó el tema de su anterior administrador, el abogado Nils Bjurman, Lisbeth se volvió aún más parca en palabras. Su respuesta más frecuente era que no había sido ella la que le disparó y que eso tampoco formaba parte de los cargos que se le imputaban.

Y cuando Annika llegó al mismísimo fondo de la cuestión, lo que había desencadenado toda la serie de acontecimientos -el papel desempeñado por el doctor Teleborian en 1991-, Lisbeth se convirtió en una tumba.

«Así no vamos bien -constató Annika-. Si Lisbeth no confía en mí, perderemos el juicio. Tengo que hablar con Mikael.»

Lisbeth Salander estaba sentada en el borde de la cama mirando por la ventana. Podía ver la fachada del edificio situado al otro lado del aparcamiento. Llevaba así, sin moverse y sin que nadie la molestara, más de una hora, desde que Annika Giannini, furiosa, se levantara y saliera de la habitación dando un portazo. Volvía a tener dolor de cabeza, aunque era ligero e iba remitiendo. Sin embargo, se sentía mal.

Annika Giannini la irritaba. Desde un punto de vista práctico entendía que su abogada le diera siempre la lata sobre detalles de su pasado. Era lógico y comprensible que Annika Giannini necesitara todos los datos. Pero no le apetecía lo más mínimo hablar de sus sentimientos ni de su modo de actuar. Consideraba que su vida era asunto suyo y de nadie más. Ella no tenía la culpa de que su padre fuera un sádico patológicamente enfermo y un asesino. Tampoco de que su hermano fuera un asesino en masa. Y menos mal que no había nadie que supiera que él era su hermano, algo que, con toda probabilidad, también se usaría en su contra en la evaluación psiquiátrica que tarde o temprano le realizarían. No había sido ella la que asesinó a Dag Svensson y a Mia Bergman. No había sido ella la que nombró un administrador que resultó ser un cerdo y un violador.