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– ¿Y cómo se manifestó ese interés?

– Me dio la sensación de que él hizo otra evaluación distinta a la del doctor Teleborian. En una ocasión me contó que había decidido cambiar su tratamiento. No me di cuenta hasta más tarde de que se refería a lo que aquí se ha venido llamando «inmovilización». Caldin decidió, simplemente, que ella no fuera inmovilizada; que no había razones para hacerlo.

– Entonces, ¿se puso en contra del doctor Teleborian?

– Perdone, pero está usted hablando de oídas -objetó Ekström.

– No -dijo Holger Palmgren-. No hablo de oídas; le pedí que me redactara un escrito para ver cómo se podría volver a integrar a Lisbeth Salander en la sociedad. Y el doctor Caldin me lo entregó. Todavía lo conservo.

Le dio un papel a Annika Giannini.

– ¿Puedes contarnos lo que pone aquí?

– Es una carta del doctor Caldin dirigida a mí. Está fechada en octubre de 1992, o sea, cuando Lisbeth Salander ya llevaba veinte meses en Sankt Stefan. En la carta el doctor Caldin escribe expresamente que (cito) «mi decisión de que no se inmovilice a la paciente ni se la alimente a la fuerza ha tenido también como resultado visible que ella esté tranquila. No hay necesidad de psicofármacos. Sin embargo, la paciente se muestra extremadamente cerrada y poco comunicativa, y necesita más medidas de apoyo». Fin de la cita.

– O sea, que deja bien patente que se trata de una decisión suya.

– Correcto. También fue el doctor Caldin en persona el que tomó la decisión de que Lisbeth se integrara en la sociedad a través de una familia de acogida.

Lisbeth asintió. Se acordaba del doctor Caldin de la misma manera que se acordaba de todos los detalles de su estancia en Sankt Stefan. Se había negado hablar con él: era un loquero, otro más de la lista de batas blancas que querían hurgar en sus sentimientos. Pero fue amable y bondadoso. Ella estuvo en su despacho y lo escuchó cuando él le contó lo que opinaba de ella.

A Caldin pareció dolerle cuando ella se negó a dirigirle la palabra. Al final, Lisbeth lo miró a los ojos y le explicó su decisión:

– Jamás hablaré contigo ni con ningún otro loquero. No escucháis lo que digo. Podéis tenerme encerrada aquí hasta el día en que me muera. No va a cambiar nada. No hablaré con vosotros.

Lleno de asombro, el doctor Caldin la miró a los ojos. Luego asintió con la cabeza como si se hubiese dado cuenta de algo.

– Doctor Teleborian… Constato que fue usted quien encerró a Lisbeth Salander en una clínica psiquiátrica. Fue usted el que aportó al tribunal ese informe que constituyó la única base para que se tomara esa decisión. ¿Es correcto?

– Es correcto en lo que se refiere a los hechos. Pero yo opino que…

– Luego tendrá tiempo de sobra para expresar su opinión. Cuando Lisbeth Salander estaba a punto de cumplir dieciocho años, usted volvió a intervenir en su vida e intentó de nuevo que la encerraran en una clínica.

– En aquella ocasión no fui yo el que hizo la evaluación médica forense…

– Cierto: el informe fue redactado por un tal doctor Jesper H. Löderman, quien, casualmente, era uno de sus doctorandos por aquel entonces. Usted fue el director de su tesis; por lo tanto, que el informe fuese aprobado dependía de usted.

– No hay nada que no fuera ético ni correcto en esas evaluaciones. Se hicieron respetando todas las reglas del juego.

– Ahora Lisbeth Salander tiene veintisiete años y, por tercera vez, nos encontramos con que intenta convencer al tribunal de que ella está psíquicamente enferma y de que debe ser ingresada en un centro psiquiátrico.

El doctor Peter Teleborian inspiró profundamente. Annika Giannini venía bien preparada; lo había sorprendido con una serie de insidiosas preguntas en las que había conseguido tergiversar sus respuestas. Ella, además, no se había dejado seducir por sus encantos e ignoró por entero su autoridad. Él estaba acostumbrado a que la gente asintiera de forma aprobatoria cuando hablaba.

¿Qué es lo que sabe?

Miró de reojo al fiscal Ekström, pero se percató de que de ése era mejor no esperar ninguna ayuda. Tenía que capear el temporal él sólito.

Se recordó a sí mismo que, a pesar de todo, él era toda una autoridad.

Da igual lo que ella diga. Lo que cuenta es mi evaluación.

Annika Giannini cogió el informe psiquiátrico forense de la mesa.

– Echemos un vistazo a su último informe. Dedica bastante energía a analizar la vida espiritual de Lisbeth Salander. Una buena parte de este informe se ocupa de las interpretaciones que usted ha hecho sobre su persona, su comportamiento y sus hábitos sexuales.

– Intenté ofrecer una visión general.

– Muy bien. Y partiendo de esa visión general llega usted a la conclusión de que Lisbeth Salander sufre de esquizofrenia paranoide.

– Bueno, no quería ceñirme a un diagnóstico demasiado exacto.

– Pero usted no llegó a esa conclusión hablando con Lisbeth Salander, ¿a que no?

– Sabe usted muy bien que su clienta se niega a contestar cuando yo o cualquier otra autoridad intentamos hablar con ella. Ese comportamiento resulta, ya de por sí, bastante elocuente. Se puede interpretar como que los rasgos paranoicos de la paciente se manifiestan con tanta intensidad que es incapaz, literalmente, de llevar una sencilla conversación con una persona de cierta autoridad. Piensa que todo el mundo quiere hacerle daño y se siente tan amenazada que se encierra en su impenetrable caparazón y se queda muda.

– Advierto que se expresa usted con sumo cuidado. Ha dicho que ese comportamiento «se puede interpretar como…».

– Sí, es verdad: me expreso con prudencia. La psiquiatría no es una ciencia exacta y debo tener cuidado con mis conclusiones, si bien es cierto que los psiquiatras no hacemos suposiciones a la ligera.

– Tiene usted mucho cuidado en cubrirse las espaldas, cuando lo que sucede, en realidad, es que no ha intercambiado ni una sola palabra con mi clienta desde la noche en que cumplió trece años, puesto que ella, con gran coherencia por su parte, se niega a hablar con usted.

– No sólo conmigo. No es capaz de entablar una conversación con ningún psiquiatra.

– Eso significa, tal y como escribe usted aquí, que sus conclusiones se basan en su experiencia profesional y en la observación de mi clienta.

– Correcto.

– ¿Y qué conclusiones se pueden sacar observando a una chica que está sentada y cruzada de brazos y que se niega a hablar?

Peter Teleborian suspiró y, con un gesto en su rostro, dio a entender que le resultaba muy cansado tener que explicar obviedades. Sonrió.

– De una paciente que permanece callada sólo se puede sacar la conclusión de que se trata de una paciente que es buena en el arte de permanecer callada. Eso es, ya de por sí, un comportamiento perturbado, pero yo no baso mis conclusiones en eso.

– Esta tarde llamaré a declarar a otro psiquiatra. Se llama Svante Branden, es médico jefe de la Dirección Nacional de Medicina Forense y especialista en psiquiatría forense. ¿Lo conoce usted?

Peter Teleborian volvió a sentirse seguro. Sonrió. Había dado por hecho que Giannini iba a llamar a otro psiquiatra para intentar cuestionar sus conclusiones. Era una situación para la que ya venía preparado; podría confrontar, palabra por palabra y sin ningún tipo de problema, cada objeción que se le hiciera. Sería incluso más fácil tratar el tema con un compañero de profesión en una distendida disputa entre colegas que con alguien como Annika Giannini, que no tenía ninguna clase de inhibición y que estaba dispuesta a burlarse de sus palabras.

– Sí. Es un psiquiatra forense de reconocido prestigio. Pero debe entender, señora Giannini, que hacer una evaluación de este tipo es un proceso académico y científico. Usted puede estar en desacuerdo con mis conclusiones, y hasta es posible que otro psiquiatra interprete un comportamiento o un acontecimiento de una manera distinta a como lo haría yo. Se trata de diferentes puntos de vista o, tal vez, incluso, de hasta qué punto conoce un médico a su paciente. Quizá él llegue a una conclusión completamente distinta sobre Lisbeth Salander. No sería nada raro dentro de la psiquiatría.