Annika Giannini se volvió hacia Lisbeth Salander.
– ¿Son tus tatuajes una manifestación de odio hacia ti misma? -preguntó.
– No -contestó Lisbeth Salander.
Annika Giannini se volvió a dirigir a Teleborian.
– ¿Me está usted diciendo que yo, que llevo pendientes y que, de hecho, tengo un tatuaje en un sitio bastante íntimo, represento un peligro para mí misma?
Holger Palmgren no pudo reprimir una risita que acabó convirtiendo en carraspeo.
– No, no es eso… Los tatuajes también pueden formar parte de un ritual social.
– ¿Quiere decir que los tatuajes de Lisbeth Salander no se incluyen en este ritual social?
– Usted misma puede observar que sus tatuajes son grotescos y que cubren una parte considerable de su cuerpo. No se trata del típico fetichismo estético ni de una forma normal de decorar su cuerpo.
– ¿Cuál es el tanto por ciento?
– ¿Perdón?
– ¿A partir de qué porcentaje de superficie corporal tatuada deja de ser un fetichismo estético y se convierte en una enfermedad mental?
– Está usted tergiversando mis palabras.
– ¿Ah, sí? Entonces, ¿por qué, según su opinión, es un ritual social completamente aceptable si se trata de mí u otros jóvenes, pero cuando se trata de mi clienta juega en su contra a la hora de evaluar su estado psíquico?
– Como ya he dicho, un psiquiatra debe intentar adquirir una visión global. Los tatuajes son sólo un indicio, uno de los muchos que debo considerar a la hora de evaluar su estado.
Annika Giannini guardó silencio unos segundos y le clavó la mirada a Peter Teleborian. Empezó a hablar muy despacio.
– Pero, doctor Teleborian, usted empezó a amarrar a mi clienta cuando tenía doce años y estaba a punto de cumplir trece. En esa época no llevaba ningún tatuaje, ¿a que no?
Peter Teleborian dudó unos segundos. Annika retomó la palabra.
– Supongo que no la amarró usted a la camilla porque pronosticara que en el futuro ella tendría la intención de hacerse tatuajes.
– No, claro que no. Sus tatuajes no tienen nada que ver con el estado en que se encontraba en 1991.
– Y con eso volvemos a la pregunta que le formulé al principio: ¿alguna vez Lisbeth Salander se hizo daño a sí misma para que usted se viera obligado a mantenerla amarrada a una camilla durante un año? ¿Se cortó, por ejemplo, con una navaja, una cuchilla de afeitar o algo parecido?
Por un momento, Peter Teleborian pareció inseguro.
– No, pero teníamos motivos para creer que constituía un peligro para sí misma.
– Motivos para creer… ¿Quiere decir que la amarró por una simple conjetura…?
– Realizamos nuestras evaluaciones.
– Llevo ya cinco minutos haciendo la misma pregunta. Usted afirma que el comportamiento autodestructivo de mi clienta fue lo que provocó que, de los dos años que la atendió, usted la tuviera inmovilizada más de uno. ¿Sería tan amable de darme, de una vez por todas, algún ejemplo de ese supuesto comportamiento autodestructivo del que ella dio muestras con tan sólo doce años?
– Bueno, la chica estaba, por ejemplo, extremadamente malnutrida. Eso se debía, entre otras cosas, a que se negaba a comer. Sospechamos que era anoréxica. Tuvimos que alimentarla a la fuerza en varias ocasiones.
– ¿Por qué?
– Porque se negaba a comer, naturalmente.
Annika Giannini se dirigió a su clienta.
– Lisbeth, ¿es correcto que te negaste a comer en Sankt Stefan?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Porque ese cabrón me ponía psicofármacos en la comida.
– Ajá. Así que el doctor Teleborian te quería dar una medicación… ¿Y por qué no querías tomarla?
– No me gustaban los medicamentos que me daba. Me producían cansancio y me dejaban sin fuerzas. No podía pensar y estaba como atontada la mayor parte del tiempo. Resultaba desagradable. Y ese cabrón se negó a informarme de lo que contenía ese medicamento.
– De modo que te negaste a tomarla…
– Sí. Entonces empezó a meterme esa mierda en la comida. Y dejé de comer. Cada vez que me ponía algo en la comida me negaba a comer durante cinco días.
– Entonces, ¿pasaste hambre?
– No siempre. A veces, algunos cuidadores me pasaban a escondidas algún que otro bocadillo. Recuerdo en especial a uno que me daba de comer por las noches. Lo hizo en varias ocasiones.
– ¿Quieres decir que el personal de Sankt Stefan, al ver que estabas hambrienta, te dio de comer para que no pasaras hambre?
– Fue sólo cuando estuve en guerra con ese cabrón por lo de la medicación.
– ¿Así que existía una razón completamente lógica para que te negaras a comer?
– Sí.
– Entonces, ¿no se debía a que no quisieras comida?
– No. A menudo pasé hambre.
– ¿Es correcto afirmar que estalló un conflicto entre tú y el doctor Teleborian?
– Sí, podríamos llamarlo así…
– Acabaste en Sankt Stefan porque rociaste gasolina sobre tu padre para luego prenderle fuego.
– Sí.
– ¿Por qué lo hiciste?
– Porque maltrataba a mi madre.
– ¿Alguna vez se lo contaste a alguien?
– Sí.
– ¿A quién?
– Se lo conté a los policías que me interrogaron, a la comisión de asuntos sociales, a la comisión tutelar de menores, a varios médicos, a un pastor y a ese cabrón.
– ¿Cuándo dices «ese cabrón» te refieres a…?
– Ese de ahí.
Señaló al doctor Peter Teleborian.
– ¿Por qué lo llamas cabrón?
– Cuando llegué a Sankt Stefan intenté explicarle le ocurrido.
– ¿Y qué te dijo el doctor Teleborian?
– No quiso escucharme. Me dijo que eran fantasías. Y que como castigo me iba a amarrar a la camilla hasta que dejara de fantasear. Y luego me intentó meter los psicofármacos.
– ¡Tonterías! -dijo Peter Teleborian.
– ¿Por eso no hablas con él?
– No le dirijo la palabra desde el día en que cumplí trece años; ése fue el regalo de cumpleaños que me hice a mí misma. Esa noche también estuve amarrada.
Annika Giannini se volvió a dirigir a Peter Teleborian.
– Doctor Teleborian, parece ser que la razón por la que mi clienta se negaba a comer era que ella no aceptaba que usted le administrara aquellos psicofármacos.
– Es posible que ella lo vea así.
– ¿Y usted cómo lo ve?
– Tenía una paciente extraordinariamente difícil. Sigo manteniendo que su comportamiento indicaba que era peligrosa para sí misma, pero es posible que se trate de una cuestión de interpretación. En cambio, sí que era violenta y mostraba una conducta psicótica. No cabía duda de que resultaba peligrosa para los demás. De hecho, llegó a Sankt Stefan porque había intentado matar a su padre.
– Ya llegaremos a ese punto. Durante dos años usted fue el responsable de su tratamiento. Lisbeth permaneció trescientos ochenta y un días, con sus respectivas noches, inmovilizada en una camilla. ¿Podríamos decir que ésa fue su forma de castigarla cada vez que mi clienta no hacía lo que usted le decía?
– Eso es un auténtico disparate.
– ¿Ah, sí? Veo que, según su historial, casi todas las inmovilizaciones tuvieron lugar durante el primer año… trescientas veinte de un total de trescientas ochenta y una ocasiones. ¿Por qué dejó de amarrarla?
– La paciente evolucionó y se volvió más equilibrada.
– ¿No se debió a que sus métodos fueron tachados de excesivamente brutales por el resto del personal?
– ¿Qué quiere usted decir?
– ¿Acaso el personal no presentó quejas contra, entre otras cosas, la alimentación forzosa de Lisbeth Salander?
– Como es lógico, siempre existen diferentes opiniones. Eso no tiene nada de extraño. Pero alimentarla a la fuerza se convirtió en una carga porque ella se resistía con mucha violencia…
– Porque se negaba a tomar psicofármacos que le producían cansancio y apatía. No tenía ningún problema con la comida cuando no contenía drogas. ¿No habría sido un método de tratamiento más razonable esperar un poco antes de recurrir a esas medidas de fuerza?