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– No, claro que no. Me refiero a los ingredientes de sadismo sexual de su relación.

– ¿Quiere decir que ella es sádica?

– Yo…

– Tenemos la declaración que la policía le tomó a Miriam Wu. No existía ninguna violencia en su relación.

– Se dedicaban al sexo BDSM y…

– Ahora creo de verdad que se ha pasado leyendo los tabloides. En determinadas ocasiones Lisbeth Salander y su amiga Miriam Wu se entregaban a unos juegos sexuales en los que Miriam Wu ataba a mi clienta y la satisfacía sexualmente. No es ni especialmente raro ni está prohibido. ¿Es por eso por lo que quiere encerrar a mi clienta?

Peter Teleborian hizo un gesto de rechazo con la mano.

– Si me lo permite, le hablaré de mi vida personal: cuando estaba en el instituto me emborraché varias veces. Con dieciséis años cogí una cogorza de campeonato. He probado las drogas. He fumado marihuana y en una ocasión, hará ya unos veinte años, tomé cocaína. Perdí mi virginidad con un compañero de clase cuando tenía quince años, y, con veinte, tuve una relación con un chico que me ataba las manos al cabecero de la cama. Con veintidós años mantuve una relación de varios meses con un hombre que tenía cuarenta y siete… En otras palabras, ¿soy una enferma mental?

– Señora Giannini: está usted frivolizando sobre el tema; sus experiencias sexuales son irrelevantes en este caso.

– ¿Por qué? Cuando leo la evaluación psiquiátrica, por llamarla de alguna manera, que le hizo a Lisbeth Salander me encuentro con que, sacados de su contexto, todos los puntos encajan perfectamente conmigo. ¿Por qué estoy yo sana y Lisbeth Salander es una sádica peligrosa?

– No son ésos los detalles decisivos; usted no ha intentado matar a su padre en dos ocasiones…

– Doctor Teleborian: lo cierto es que no debe usted meterse en con quién se acuesta Lisbeth Salander; eso no es asunto suyo. Como tampoco lo es saber de qué sexo es su pareja o a qué prácticas se entregan en sus relaciones sexuales. Pero, aun así, saca usted de contexto detalles de su vida y los utiliza como pruebas de que ella es una enferma mental.

– La vida escolar de Lisbeth Salander, desde que estaba en primaria, se reduce a una serie de anotaciones en expedientes que hablan de violentos ataques de rabia contra profesores y compañeros de clase.

– Un momento…

De pronto, la voz de Annika Giannini sonó como una rasqueta quitando la capa de hielo de los cristales del coche.

– Mire a mi clienta.

Todos dirigieron la mirada hacia Lisbeth Salander.

– Mi clienta se crió en unas circunstancias familiares terribles, con un padre que, sistemáticamente, durante años, sometió a su madre a graves maltratos.

– Es…

– No me interrumpa. Alexander Zalachenko aterrorizaba a la madre de Lisbeth Salander. Ella no se atrevía a protestar. No se atrevía a ir al médico. No se atrevía a contactar con un centro de acogida de mujeres. La fue destrozando poco a poco y al final la maltrató de forma tan brutal que sufrió daños cerebrales irreparables. La persona que tuvo que asumir la responsabilidad, la única persona que intentó asumir la responsabilidad de la familia, mucho antes de ni siquiera llegar a la pubertad, fue Lisbeth Salander. Y lo tuvo que hacer sola, ya que el espía Zalachenko era más importante que la madre de Lisbeth.

– Yo no puedo…

– Nos encontramos, entonces, con que la sociedad abandona a la madre de Lisbeth y a sus hijas. ¿Le sorprende que Lisbeth tuviera problemas en el colegio? Mírela. Es pequeña y flaca. Siempre ha sido la chica más pequeña de la clase. Era retraída y rara y no tenía amigos. ¿Sabe usted cómo suelen tratar los niños a los compañeros de clase que son diferentes?

Peter Teleborian suspiró.

– Puedo volver a mirar los expedientes del colegio y repasar, unos tras otro, los casos en los que Lisbeth dio muestras de violencia -dijo Annika Giannini-; todos ellos estuvieron precedidos por provocaciones. Reconozco muy bien las señales del acoso escolar. ¿Sabe usted una cosa?

– ¿Qué?

– Yo admiro a Lisbeth Salander. Ella es más dura que yo. Si a mí, con trece años, me hubieran inmovilizado con correas durante un año, sin duda me habría derrumbado por completo. Lisbeth devolvió el golpe con la única arma que tenía a su disposición: su desprecio hacia usted. Ella se niega a hablar con usted.

De repente Annika Giannini alzó la voz. Hacía ya tiempo que su nerviosismo se había disipado. Ahora sentía que controlaba la situación.

– En la declaración que hizo usted esta mañana insistió bastante en sus fantasías; dejó bien claro, por ejemplo, que la descripción de Lisbeth sobre la violación cometida por el abogado Bjurman es una fantasía.

– Correcto.

– ¿En qué basa esa conclusión?

– En mi experiencia de cómo ella suele fantasear.

– Su experiencia de cómo ella suele fantasear… ¿Y cómo sabe usted cuándo fantasea ella? Cuando ella dice que ha pasado trescientos ochenta días, con sus respectivas noches, inmovilizada con unas correas, ¿es, según su opinión, una fantasía, a pesar de que su propio historial demuestre que su afirmación es cierta?

– Eso es otra cosa. No existe ni el menor atisbo de prueba forense que demuestre que Bjurman violara a Lisbeth Salander. Quiero decir que unas agujas en los pezones y esa violencia tan grave de la que habla habrían necesitado, sin duda, un traslado urgente en ambulancia al hospital… Es obvio que eso no pudo haber tenido lugar.

Annika Giannini se dirigió al juez Iversen.

– He pedido que se me facilitara un proyector para hacer una presentación visual de un DVD…

– Ahí lo tiene -dijo Iversen.

– ¿Podemos correr las cortinas?

Annika Giannini abrió su PowerBook y conectó los cables del proyector. Se volvió hacia su clienta.

– Lisbeth, vamos a ver una película. ¿Estás preparada?

– Ya lo he vivido -dijo Lisbeth secamente.

– ¿Y me das tu consentimiento para que la enseñe?

Lisbeth Salander asintió. No hacía más que mirar fijamente a Peter Teleborian.

– ¿Puedes contarnos cuándo se grabó esta película?

– El 7 de marzo de 2003.

– ¿Y quién la grabó?

– Yo. Usé una cámara oculta, uno de esos equipos estándar de Milton Security.

– ¡Un momento! -gritó el fiscal Ekström-. ¡Esto empieza a parecer un circo!

– ¿Qué es lo que vamos a ver? -quiso saber el juez Iversen, empleando un tono severo.

– Peter Teleborian afirma que lo relatado por Lisbeth Salander es una fantasía. Yo voy a demostrar, en cambio, con un documento gráfico, que es verdadero palabra por palabra. La película tiene noventa minutos; mostraré tan sólo ciertos pasajes. Advierto que contiene algunas escenas desagradables.

– ¿Es esto algún tipo de truco? -preguntó Ekström.

– Hay una buena manera de averiguarlo -respondió Annika Giannini y metió el DVD en el ordenador.

– Ni siquiera te enseñaron las horas en el colegio -dijo a modo de saludo el abogado Bjurman con desabrido tono.

Al cabo de nueve minutos, el juez Iversen golpeó la mesa con la maza justo en el momento en que el abogado Nils Bjurman quedaba inmortalizado para la posteridad al introducir violentamente un consolador en el ano de Lisbeth Salander. Annika Giannini había puesto el volumen bastante alto. Los gritos medio apagados que Lisbeth dejaba escapar a través de la cinta adhesiva que cubría su boca resonaron en toda la sala.

– ¡Quite la película! -dijo Iversen con un tono de voz muy alto y firme.

Annika Giannini pulsó la tecla de stop. Se encendieron las luces. El juez Iversen se había sonrojado. El fiscal Ekström se había quedado petrificado. Peter Teleborian estaba lívido.

– Abogada Giannini, ¿qué duración ha dicho que tiene esa película? -preguntó el juez Iversen.

– Noventa minutos. La violación propiamente dicha tuvo lugar repetidamente a lo largo de unas cinco o seis horas; no obstante, mi clienta recuerda de forma muy vaga la violencia de las últimas horas.