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– ¿Cuáles?

– Mientras tú has estado trabajando en la historia de Zalachenko, se nos ha acumulado un montón de trabajo…

– ¿Y quieres decir que no he estado muy disponible para echaros una mano?

Malin Eriksson asintió.

– Tienes razón. Lo siento.

– No lo sientas. Todos sabemos que cuando te obsesionas con un reportaje no existe nada más. Pero eso a los demás no nos vale. Al menos a mí. Erika Berger me tenía a mí como apoyo. Yo tengo a Henry y él es un as, pero está tan metido en tu historia como tú. Y aunque contemos contigo, la verdad es que nos faltan dos personas en la redacción.

– De acuerdo.

– Y yo no soy Erika Berger. Ella tenía una experiencia que yo no tengo. Yo estoy aprendiendo todavía. Monica Nilsson se deja la piel. Y Lottie Karim también. Pero no tenemos tiempo ni de parar para ponernos a pensar.

– Esto es algo temporal. En cuanto comience el juicio…

– No, Mikael: en cuanto comience el juicio nada… cuando comience el juicio esto será un auténtico infierno. ¿O ya no te acuerdas del caso Wennerström? Lo que sucederá es que en unos tres meses no te vamos a ver el pelo porque tú estarás de gira por los platós.

Mikael suspiró. Asintió lentamente.

– ¿Y qué propones?

– Si queremos que Millennium sobreviva al próximo otoño, hay que contratar a más gente. Por lo menos a dos personas, tal vez más. No tenemos capacidad para hacer lo que estamos haciendo y…

– ¿Y?

– Y yo no estoy segura de querer seguir haciéndolo.

– Lo entiendo.

– Te lo digo en serio. Como secretaria de redacción soy un hacha, y si encima tengo a Erika Berger como jefa, esto es pan comido. Quedamos en que probaría con el cargo durante el verano… Vale, ya lo he probado. No soy una buena redactora jefe.

– ¡No digas tonterías! -exclamó Henry Cortez.

Malin negó con la cabeza.

– De acuerdo -contestó Mikael-. Te entiendo. Pero ten en cuenta que estamos pasando por una situación extrema.

Malin sonrió.

– Considéralo una queja del personal -dijo ella.

La unidad operativa del Departamento de protección constitucional consagró el viernes a intentar analizar la información que les había proporcionado Mikael Blomkvist. Dos de los colaboradores se habían trasladado a un local provisional de Fridhemsplan, adonde llevaron toda la documentación. Era poco práctico, ya que el sistema informático interno se hallaba en el edificio de jefatura, algo que implicaba que tuvieran que andar yendo y viniendo unas cuantas veces al día. Aunque sólo se trataba de un paseo de diez minutos, les suponía cierto fastidio. A la hora de comer ya contaban con un amplio material que daba fe de que tanto Fredrik Clinton como Hans von Rottinger habían estado vinculados a la policía de seguridad durante los años sesenta y también a principios de los setenta.

Von Rottinger procedía del servicio de inteligencia militar, y durante varios años trabajó en la oficina que coordinaba Defensa con la policía de seguridad. Fredrik Clinton había hecho carrera en las Fuerzas Aéreas y empezado a trabajar para el Departamento de control de personal de la policía de seguridad en 1967.

Sin embargo, los dos salieron de allí a principios de la década de los setenta: Clinton en 1971 y Von Rottinger en 1973. Clinton se marchó a la industria privada como asesor y Von Rottinger fue contratado por el órgano internacional de energía atómica para ponerse al frente de las comisiones de investigación. Lo destinaron a Londres.

Hasta bien entrada la tarde, Monica Figuerola no pudo acudir al despacho de Edklinth para comunicarle que las carreras profesionales de Clinton y de Von Rottinger desde que abandonaron la DGP /Seg eran, con toda seguridad, inventadas. La de Clinton se hacía difícil de rastrear. Ser asesor de una industria privada podía significar prácticamente cualquier cosa, y un asesor no tiene ninguna obligación de dar cuenta de sus actividades privadas ante el Estado. De sus declaraciones de la renta se deducía que ganaba un buen dinerito; por desgracia, sus clientes parecían ser, en su mayor parte, empresas anónimas establecidas en Suiza o países similares. De manera que resultaba imposible probar que aquello no era más que una mentira.

Von Rottinger, sin embargo, nunca puso los pies en ese despacho de Londres donde presuntamente estuvo trabajando: en 1973, el edificio de oficinas donde se suponía que trabajaba había sido derribado y sustituido por una ampliación de la King's Cross Station. Sin duda, alguien metió la pata cuando se inventó la tapadera. A lo largo del día, el equipo de Figuerola se dedicó a entrevistar a varios colaboradores jubilados de aquel órgano internacional de energía atómica. Ninguno de ellos había oído hablar de un tal Hans von Rottinger.

– Bueno, pues ya lo sabemos -concluyó Edklinth-. Sólo nos queda averiguar a qué se dedicaban en realidad.

Monica Figuerola hizo un gesto afirmativo.

– ¿Y qué hacemos con Blomkvist?

– ¿Qué quieres decir?

– Le prometimos tenerlo al corriente de todo lo que encontráramos sobre Clinton y Rottinger.

Edklinth reflexionó.

– Vale. De todos modos lo acabará averiguando… Es mejor llevarnos bien con él. Puedes informarle. Pero utiliza tu sentido común.

Monica Figuerola se lo prometió. A continuación, dedicaron un par de minutos a hablar del fin de semana: dos de sus colaboradores continuarían trabajando. Ella se lo tomaría libre.

Luego fichó, salió y se fue al gimnasio de Sankt Eriksplan, donde pasó dos frenéticas horas recuperando el tiempo perdido. Llegó a casa a eso de las siete de la tarde; se duchó, preparó una cena ligera y encendió la tele para ver las noticias. A las siete y media ya se sentía inquieta y se puso un chándal para salir a correr. Se detuvo delante de la puerta y escuchó a su cuerpo. Maldito Blomkvist. Cogió el móvil y llamó a su T10.

– Hemos obtenido alguna información sobre Rottinger y Clinton.

– Cuéntame -pidió Mikael.

– Si te pasas a verme, te lo contaré.

– Mmm -dijo Mikael.

– Acabo de cambiarme para ir a correr y quitarme un poco de encima la tensión acumulada -dijo Monica Figuerola-. ¿Me voy o te espero?

– ¿Te parece bien si paso sobre las nueve?

– Estupendo.

A eso de las ocho de la tarde del viernes, Lisbeth Salander recibió una visita del doctor Anders Jonasson. Se sentó en la silla destinada a las visitas y se recostó.

– ¿Me vas a reconocer? -preguntó Lisbeth Salander.

– No. Esta tarde no.

– Vale.

– Hoy hemos hecho la evaluación de tu estado y hemos avisado al fiscal de que estamos dispuestos a darte el alta.

– De acuerdo.

– Querían trasladarte a la prisión de Gotemburgo esta misma noche.

– ¿Tan rápido?

Él asintió.

– Por lo visto, los de Estocolmo están presionando. Les he dicho que mañana por la mañana tenía que hacerte unas pruebas finales y que no te daré de alta hasta el domingo.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Me ha irritado que sean tan insistentes.

Por raro que pueda parecer, Lisbeth Salander sonrió. Si le dieran un par de años, sin duda podría convertir al doctor Anders Jonasson en un buen anarquista. Por lo menos tenía talento para la desobediencia civil.

– Fredrik Clinton -dijo Mikael Blomkvist, contemplando desde la cama el techo de la habitación de Monica Figuerola.

– Como enciendas ese cigarro te lo apagaré en el ombligo -lo amenazó Monica Figuerola.

Mikael se quedó mirando, sorprendido, el cigarrillo que había sacado del bolsillo de su americana.

– Perdón -dijo-. ¿Puedo salir al balcón?

– Sólo si te lavas los dientes después.

Asintió y se envolvió con una sábana. Ella lo siguió hasta la cocina y abrió el grifo para llenar un gran vaso de agua fría. Se apoyó contra el marco de la puerta, junto al balcón.