Y todavía tenía que abordar el tema de Borgsjö.
De pronto, se incorporó en la cama, frunció el ceño y miró a su alrededor. Se preguntó dónde había colocado la carpeta sobre Vitavara AB de Henry Cortez.
Se levantó, se puso la bata y se apoyó en una muleta. Luego abrió la puerta del dormitorio, fue hasta su despacho y encendió la luz. No, no había entrado allí desde… la noche anterior, cuando leyó la carpeta en la bañera. La había dejado en el alféizar de la ventana.
Miró en el baño: la carpeta no estaba en la ventana.
Se quedó parada un buen rato reflexionando.
Salí de la bañera, me acerqué a la cocina para preparar café, pisé el cristal y a partir de ahí ya tuve otras cosas en las que pensar.
No recordaba haber visto la carpeta por la mañana. Pero no la había cambiado de sitio.
De repente, un frío glacial le recorrió el cuerpo. Dedicó los siguientes cinco minutos a buscar sistemáticamente por el cuarto de baño y a revisar las pilas de papeles y periódicos de la cocina y del dormitorio. Al final, no le quedó más remedio que aceptar que la carpeta no estaba.
En algún momento del tiempo transcurrido entre que pisó el cristal y apareció David Rosin por la mañana, alguien entró en el cuarto de baño y cogió el material de Millennium sobre Vitavara AB.
Luego cayó en la cuenta de que guardaba más secretos en la casa. Volvió cojeando apresuradamente al dormitorio y abrió el cajón inferior de la cómoda que estaba junto a la cama. Se le encogió el corazón. Todo el mundo tiene secretos y ella guardaba los suyos en un cajón de su dormitorio. Erika Berger no escribía un diario regularmente, pero hubo épocas en las que sí lo hizo. En ese cajón también estaban las cartas de amor de su juventud.
Allí había, además, un sobre con fotografías que le parecieron divertidas en su momento, pero que no resultaba nada apropiado publicar. Cuando Erika tenía unos veinticinco años fue miembro del Club Xtreme, que organizaba fiestas privadas de citas para los aficionados al cuero y al charol. Si uno miraba las fotos en estado sobrio, se podría pensar que se trataba de una auténtica loca.
Y lo más catastrófico de todo: allí había un vídeo rodado a principios de los años noventa durante unas vacaciones en las que ella y su marido fueron invitados a la casa de verano que el artista del cristal Torkel Bollinger tenía en la Costa del Sol. Durante su estancia en aquel lugar, Erika descubrió que su marido tenía una tendencia marcadamente bisexual y los dos acabaron en la cama con Torkel. Habían sido unas vacaciones maravillosas. Las cámaras de vídeo seguían siendo un fenómeno bastante nuevo, y la película que grabaron como simple diversión no era apta para todos los públicos.
El cajón estaba vacío.
¿Cómo coño he podido ser tan estúpida?
En el fondo del cajón, alguien había pintado con spray las consabidas cuatro letras.
Capítulo 19 Viernes, 3 de junio – Sábado, 4 de junio
Lisbeth Salander terminó su autobiografía a eso de las cuatro de la mañana del viernes y envió una copia a Mikael Blomkvist al foro de Yahoo [La_Mesa_Chalada]. Luego se quedó quieta en la cama mirando fijamente al techo.
Se dio cuenta de que la noche de Walpurgis ya había pasado y de que había cumplido veintisiete años, pero ni siquiera había reflexionado sobre el hecho de que fuera su cumpleaños. Lo había pasado encerrada. Igual que cuando estuvo en la clínica psiquiátrica de Sankt Stefan, y, si las cosas no salían bien, cabía la posibilidad de que tuviera que pasar otros muchos cumpleaños privada de libertad en algún manicomio.
Algo a lo que no estaba dispuesta.
La última vez que estuvo encerrada apenas había llegado a la pubertad. Ahora era adulta y tenía otros conocimientos y otras actitudes. Se preguntó cuánto tiempo le llevaría huir, ponerse a salvo en algún país extranjero y hacerse con una nueva identidad y una nueva vida.
Se levantó de la cama y fue al baño, donde se miró en el espejo. Ya no cojeaba. Se pasó la mano por la cadera: el agujero de la herida de bala había cicatrizado. Giró los brazos de un lado a otro para estirar los hombros. Le tiraba, pero en la práctica estaba recuperada. Se golpeó la cabeza con los nudillos. Suponía que su cerebro no había sufrido mayores daños a pesar de haber sido perforado por una bala revestida.
Había tenido una suerte loca.
Hasta que tuvo acceso a su ordenador de mano no paró de darle vueltas a cómo salir de esa habitación cerrada del hospital de Sahlgrenska.
Luego, el doctor Anders Jonasson y Mikael Blomkvist dieron al traste con todos sus planes entregándole a escondidas su ordenador de mano. Fue entonces cuando leyó los textos de Mikael Blomkvist y reflexionó sobre ellos. Hizo un análisis de las consecuencias, meditó su plan y sopesó las posibilidades. Por una vez en su vida, decidió hacer lo que él le proponía. Iba a poner a prueba al sistema. Mikael Blomkvist la había convencido de que, de hecho, no tenía nada que perder, al tiempo que le ofreció la posibilidad de huir de una manera del todo distinta. Y si el plan fracasara, simplemente tendría que planificar su huida de Sankt Stefan o de algún otro manicomio.
Lo que de verdad le había hecho tomar la decisión de jugar al juego de Mikael fue su sed de venganza. No perdonaba nada.
Zalachenko, Björck y Bjurman estaban muertos. Pero Teleborian vivía.
Y su hermano, Ronald Niedermann, también. Aunque él, en principio, no era problema suyo. Era cierto que él había contribuido a matarla y enterrarla, pero le parecía un personaje secundario. Si algún día me cruzo con él, ya veremos, pero hasta entonces es un problema de la policía.
Aunque Mikael llevaba razón en eso de que detrás de la conspiración tenía que haber otras caras desconocidas que habían contribuido a conformar su vida. Necesitaba los nombres y los números de identificación personal de esos rostros anónimos.
Así que decidió seguir el plan de Mikael. Redactó una árida autobiografía de cuarenta páginas en la que contaba la verdad, desnuda y sin maquillar, de su vida. Tuvo mucho cuidado a la hora de elegir las palabras. El contenido de cada frase era cierto. Había aceptado el razonamiento de Mikael, según el cual los medios de comunicación suecos ya habían dicho sobre ella tantas afirmaciones grotescas que unas cuantas aberraciones más, esta vez verídicas, no mancharían su reputación.
Sin embargo, la biografía era falsa en el sentido de que Lisbeth distaba mucho de contar toda la verdad sobre sí misma y su vida. No tenía por qué hacerlo.
Volvió a la cama y se metió bajo las sábanas. Sentía una irritación que no alcanzaba a definir. Se estiró para coger un cuaderno que Annika Giannini le había dado y que apenas había usado. Abrió la primera página donde había escrito una sola línea:
(x3+y3=z3)
El invierno anterior había pasado varias semanas en el Caribe devanándose los sesos hasta más no poder con el teorema de Fermat. Al volver a Suecia, y antes de verse involucrada en la persecución de Zalachenko, siguió jugando con las ecuaciones. El problema era que tenía la irritante sensación de haber visto la solución… de haber experimentado la solución.
Y de no haberla podido recordar.
El no recordar algo era un fenómeno desconocido para Lisbeth Salander. Había entrado en Internet para probarse a sí misma cogiendo al azar unos códigos HTML que memorizó tras leer de corrido para, acto seguido, reproducirlos con toda exactitud.
No había perdido su memoria fotográfica, lo cual se le antojaba una maldición.
Todo seguía igual en su cabeza.
Excepto el hecho de que creía recordar haber visto una solución al teorema de Fermat, pero no se acordaba de cómo, cuándo ni dónde.
Lo peor era que no tenía ningún tipo de interés en el enigma. El teorema de Fermat ya no la fascinaba. Eso era un mal augurio. Pero así solía funcionar ella: le fascinaban los enigmas, pero en cuanto los resolvía perdía el interés por ellos.