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– No está mal para empezar -dijo el hombre-. He aquí una pregunta sencilla: ¿Quién es Simon Winter?

Leroy se sintió confuso y se lamió el sudor de los labios.

– No conozco ese nombre.

Una punzada de dolor lo recorrió como un rayo y lo hizo lanzar una exclamación en la oscuridad, un grito que surgió desde lo más profundo, sólo para acabar en forma de un gorgoteo gutural cuando el hombre le ordenó:

– ¡No haga ruido!

Tenía la pierna en llamas. El cuchillo había penetrado los vendajes y herido la carne. Leroy intentó inclinarse hacia delante, retorciéndose contra el confinamiento que suponían la cinta aislante y la silla de ruedas.

– Dios mío -dijo-. No me haga esto. Por favor, no lo haga.

– ¿Quién soy, señor Jefferson?

– Por favor, por favor, haré lo que sea, pero no vuelva a hacer eso…

– No he hecho más que empezar, señor Jefferson. Vamos a probar otra vez. ¿Quién es Simon Winter y qué sabe de mí?

Leroy dejó que las palabras le salieran impulsivamente de la boca, un torrente de pánico, casi como si ya estuviera sintiendo la quemazón en la pierna mientras el cuchillo iba seccionando tendones y nervios.

– ¡Oiga, no lo sé! ¡No he oído ese nombre en mi vida!

Por un momento el hombre guardó silencio, y Leroy buscó el cuchillo en la oscuridad. Sintió al hombre moverse a su lado, tocando la pierna lesionada, y se apresuró a añadir:

– Es la verdad. No tengo ni idea… ¡No me haga más daño!

– Está bien -dijo la voz tras una pausa-. No pensé que tuviera necesariamente que conocer la respuesta a esa pregunta. -Hubo otro silencio-. Señor Jefferson, debe usted de tener la paciencia de una araña. Teje su tela y espera a que su presa se entregue ella sola. -La voz titubeó y añadió-: ¿No es así, señor Jefferson?

Él respondió al punto:

– Sí. Exacto. Lo que usted diga.

Una risita leve y cortante surcó la oscuridad.

– ¿Quién soy, señor Jefferson?

– Por favor, no lo sé. No quiero saberlo, y aunque lo supiera, no se lo diría a nadie.

– ¿Cree que soy un delincuente como usted, señor Jefferson?

– No, sí, no lo sé…

– ¿Cree que soy una especie de parásito que mata y roba para pagarse una asquerosa adicción a las drogas? ¿Cree que soy como usted?

– No, no he querido decir eso.

– Entonces, ¿quién soy, señor Jefferson?

Leroy respondió con un sollozo, una súplica lastimera mezclada con el dolor que le subía en oleadas desde la pierna martirizada.

– No lo sé, no lo sé…

El hombre empezó a moverse por el apartamento, trazando círculos a su alrededor, y Leroy giró la cabeza intentando seguir aquella forma como si se desplazase a través de las sombras del cuarto de estar. Al cabo de un momento la voz preguntó, en un tono sereno, de ligera curiosidad:

– Dígame, si fuera a morir esta noche, aquí mismo, dentro de los dos próximos segundos, señor Jefferson, ¿se detendría el mundo siquiera un instante para dar cuenta de su desaparición?

– Oiga, por favor, le diré lo que quiera, pero no sé de qué me está hablando. Está diciendo cosas absurdas. No le entiendo, no entiendo nada.

– Yo he formado parte de grandes cosas, señor Jefferson. He estado en algunos de los momentos más grandiosos que ha presenciado el siglo veinte. Acontecimientos inolvidables. Ocasiones increíbles.

La voz vació la habitación de todo su contenido salvo el miedo. Leroy distinguió la silueta del hombre cuando éste pasó por delante de la luz débil y difusa que se colaba al azar por una ventana de la habitación, procedente de alguna farola.

– ¿Quién soy, señor Jefferson?

Él negó con la cabeza en la oscuridad.

– ¡Por favor, no me pregunte eso! ¡No sé quién es usted!

Una vez más, la voz emitió una risita ronca en la densa atmósfera de la habitación. Parecía provenir de varios sitios al mismo tiempo, y Leroy giró la cabeza a un lado y a otro, intentando distinguir dónde se encontraba el hombre. De nuevo le entraron ganas de gritar, pero no serviría de nada. Se sentía confuso y muy asustado. Apenas entendía lo que le preguntaba aquel hombre, utilizaba un lenguaje que superaba su experiencia. Pero claro, lo mismo sucedía con el dolor de la pierna, que palpitaba y lo acuciaba, a la par que los latidos de su corazón y el miedo que lo embargaba.

– Está bien -dijo el hombre.

Continuó moviéndose de un lado al otro, deteniéndose a veces detrás de la silla de ruedas. Leroy se giraba nervioso.

– Vamos a hablar de su acuerdo con el estado de Florida. ¿Qué clase de acuerdo es, señor Jefferson?

– Tengo que contarles lo que sé sobre varios delitos.

– Bien. Muy útil. ¿Qué delitos, señor Jefferson?

– Allanamientos, robos. En Miami Beach se cometen muchos.

– Bien. Continúe.

– ¡Eso es todo! Un montón de delitos menores, unos cuantos robos, ya le digo. Puede que también delatar a algún que otro traficante de coca, eso es lo que quieren de mí.

La voz pasó por detrás de él.

– No, eso no tiene mucho sentido, señor Jefferson.

– Le estoy diciendo la verdad…

El hombre lanzó una carcajada.

– Me insulta usted, señor Jefferson. Insulta a la verdad.

De pronto sintió la presión del cuchillo contra la mejilla y le entraron ganas de chillar. Pero el hombre le susurró al oído:

– No grite. Ni chille. No haga nada que pueda incitarme a poner fin a esto.

Leroy se tragó el terror y afirmó con la cabeza.

Transcurrió un segundo antes de que el hombre volviera a hablar.

– ¿Es usted muy fuerte, señor Jefferson? Recuerde, no grite. Lo recuerda, ¿verdad?

Leroy asintió.

– Bien -repuso el hombre. Y acto seguido le pasó la punta del cuchillo por la mejilla abriendo un profundo surco en la piel.

Leroy se mordió el labio con fuerza para no gritar. Por la comisura se le coló el sabor salado de la sangre.

– No me mienta, señor Jefferson. Desprecio profundamente que me mientan.

La voz no elevó el tono en ningún momento, permaneció grave y fría.

Jefferson pensó que debería decir algo, pero estaba absorto en la hoja del cuchillo, que le hacía cosquillas en la otra mejilla.

– Uno siempre debería emplear su rabia de modo constructivo, señor Jefferson.

La punta del cuchillo se le hundió de nuevo en la piel y fue atravesando la mejilla lentamente, separando la carne. El dolor se multiplicó, y por un instante creyó que iba a desmayarse.

El hombre suspiró y se situó a un costado de la silla de ruedas. Durante un momento su perfil quedó recortado por un débil haz de luz aleatorio. Su cabello blanco brilló, casi como si fuera eléctrico.

– Existe una gran diferencia entre ser viejo y ser una persona con experiencia, señor Jefferson. -El hombre se inclinó sobre él-. Ahora recapacite sobre lo que ha ocurrido. He tenido mucha paciencia con usted. No le estoy pidiendo algo que no pueda darme. Lo único que exijo es un poco de información sincera.

– Lo estoy intentando, por favor, lo estoy intentando…

– A mí no me parece que lo esté intentando con suficiente ahínco, señor Jefferson.

– Lo haré. Se lo prometo.

– ¿Quién está informado acerca de Der Schattenmann, señor Jefferson?

– Por favor, no conozco ese nombre.

– ¿Quién lo está buscando? ¿Es la policía, señor Jefferson? ¿O esa fiscal joven y atractiva? A los viejos ya los conozco; ¿pero quién más? ¿Cómo es que usted está implicado en todo esto? ¿Me vio aquella noche, señor Jefferson? Quiero saberlo, y quiero saberlo ahora. No son preguntas irrazonables, pero aun así usted persiste en eludirlas. Debido a eso, me ha obligado a hacerle un par de cicatrices, una en cada mejilla. Las heridas se le curarán, pero las cicatrices quedarán ahí para recordarle los males de la obstinación. Y también me ha obligado a pincharle en la rodilla herida. ¿Acaso cree que no podría destrozársela del todo, señor Jefferson? Quizá podría empezar a hurgar con la hoja del cuchillo en todas esas suturas que están curándose. ¿Qué sensación le produciría eso?