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– Por favor, estoy intentando ayudar…

– ¿De veras, señor Jefferson? No me siento impresionado. El señor Silver no mintió cuando hablé con él en circunstancias similares, aunque yo no definiría su comportamiento como totalmente extrovertido. Pero es que tenía amigos a los que deseaba proteger, de manera que su actitud reacia era comprensible. Igual que su muerte. Y el señor Stein, bueno, ésa fue una entrevista condenada al fracaso desde el principio, desde el instante mismo en que me vio, igual que con la señora Millstein. Eran personas a las que yo ya conocía, señor Jefferson, personas a las que conocía desde hacía décadas, desde que era más joven que usted. Y murieron, señor Jefferson, igual que siempre. En silencio y obedientemente.

– No sé qué está diciendo. Por favor, suélteme.

– A ellos les hice la misma pregunta, señor Jefferson. Y sabían la respuesta.

– Lo siento. Por favor, lo siento…

– ¿Quién soy, señor Jefferson?

Sollozó una vez más, con la voz apagada a causa del dolor y del miedo. No contestó. Al cabo de un momento oyó a su espalda:

– Tengo más preguntas. Verá, señor Jefferson, sé que, habiendo disparado a un policía, el estado de Florida no estaría dispuesto a proponerle ningún acuerdo a no ser que hubiera una persona realmente especial a la que estuvieran buscando. Alguien que importara de verdad, lo suficiente para empujarlos a hacer algo que seguramente les resulta sumamente desagradable y repugnante. Es decir: dejarlo a usted en libertad. Una tarea antipática, la verdad, dejar libre a un drogadicto que ha estado a punto de asesinar a un policía. Debe de ser un mal trago para cualquier policía y fiscal. Así que me da en la nariz que no va a ayudarlos para resolver unos cuantos delitos insignificantes. No, seguro que se trata de alguien mucho más importante, ¿no es así?

– Por favor.

– Mucho más importante, ¿correcto?

– ¡Sí, lo que usted diga!

– Y ese alguien, naturalmente, soy yo. He sido yo siempre, pero ellos no lo sabían.

El hombre pareció hacer una inspiración profunda.

– Y bien, señor Jefferson, ahora quiero la verdad. ¿Sabe?, nadie ha conseguido nunca rechazarme, en todos los años que llevo haciendo preguntas. Nadie al que haya preguntado, ¡nadie!, ha dejado de contestarme. Un récord notable, ¿no le parece? Siempre me ha resultado muy fácil. La gente es muy vulnerable. Quieren vivir, y cuando uno puede quitarles eso, tiene en sus manos todo el poder que necesita. ¿Sabe una cosa, señor Jefferson? Siempre me han contestado. En aquella época, a altas horas de la noche. A lo lejos se oían las sirenas de los ataques aéreos y las calles eran bombardeadas. Una ciudad de muerte. No se diferenciaba tanto del barrio en el que vive usted, lo cual resulta curioso e interesante, ¿no cree? Lo lejos que hemos llegado, y en cambio no ha sido tanto, ¿verdad? Sea como sea, señor Jefferson, siempre me han dicho lo que yo quería saber. ¿Dónde estaba el dinero? ¿Y las joyas? ¿Y dónde estaban sus parientes? ¿Y sus vecinos? ¿Y sus amigos? ¿Dónde estaban escondidos los demás? Siempre me dijeron algo que yo necesitaba saber, y eso que eran personas inteligentes, señor Jefferson. Más inteligentes que usted. Cultas. Con recursos. Pero yo las atrapé, igual que lo he atrapado a usted. Y me dijeron lo que yo quería, igual que va a hacer usted.

Leroy oyó su propia respiración rasposa.

– Examine su situación durante un segundo… -siguió diciendo la voz. Parecía venir de todas partes a la vez, y Leroy se sintió tremendamente desorientado, a la deriva, como si no se encontrara en su propia casa, en la parte de la ciudad que reclamaba como suya, en la que se había hecho mayor y en la que había pasado casi todo el tiempo, y aquél fuera otro lugar, un lugar alejado de la orilla en el que se estaba ahogando-. Ya está lisiado, y ahora yo lo he desfigurado con cicatrices. ¿Qué le queda? -Le apretó el cuchillo contra los labios-. ¿O quizá preferiría quedarse ciego, señor Jefferson? Podría sacarle los ojos. Ya lo he hecho otras veces. ¿Está dispuesto a pasar el resto de su vida siendo un lisiado ciego y mudo? ¿Qué clase de vida sería ésa, señor Jefferson. Sobre todo para una persona de, digamos, su nivel económico y social? Puedo hacerle eso, se lo aseguro…

Leroy vio la hoja del cuchillo delante de su cara, reflejando la tenue luz que entraba en la habitación.

– O quizás otra cosa, algo importante…

De repente el hombre bajó el cuchillo y apretó con fuerza la hoja contra la entrepierna de Leroy.

– ¿No es notable que haya tantas maneras distintas de causar dolor a un hombre? Físicamente. Mentalmente. Emocionalmente… -El cuchillo presionó más, y Leroy creyó que iba a vomitar-. Y hay heridas que provocan esos tres tipos de dolor. ¿No es así, señor Jefferson?

Leroy no se permitió contestar aquella pregunta. El miedo le nublaba el entendimiento. Se sentía atrapado en una red que amenazaba con asfixiarlo por mucho que él se retorciera o se debatiera. Intentó obligarse a pensar con claridad, pero le resultaba difícil con la voz serena y fría de aquel hombre resonando en sus oídos y el cuchillo bailando alrededor de su cuerpo. Leroy Jefferson se sintió atrapado en un torbellino de dolor y terror; sabía muy poco, excepto que si le decía la verdad a aquel hombre, si le decía que sí le había visto, y que le había visto matar a Sophie Millstein, y que les había contado esas cosas a Walter Robinson y a Espy Martínez, y que les había proporcionado un retrato suyo, y que había accedido a testificar contra él en un juicio, aquel hombre lo mataría sin ninguna duda. Y después, probablemente, mataría al detective y a la ayudante del fiscal y a todo el que le había amenazado. Eso lo sabía con una certeza que desafiaba todo el dolor que le recorría el cuerpo de arriba abajo, lo sabía porque reconocía que si fuera él quien intimidase a algún testigo similar con un cuchillo suyo, la rabia, el miedo y la amenaza de la detención lo obligarían a hacer lo mismo, y eso le proporcionaba una certeza que resultaba tan poco grata en aquella habitación pequeña y calurosa como aquel desconocido.

Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas que comenzaban a resbalar y mezclarse con la sangre de las mejillas.

– Y bien, señor Jefferson, ¿quién soy?

Aquella pregunta le resonó en el oído, urgente, aterradora. Aspiró una bocanada de aire entrecortada, procurando contenerse. En aquel segundo supo que nada que dijera iba a cambiar un ápice las cosas. Su visitante iba a matarlo. No había nada que él pudiera decir o hacer para salvar la vida. Lo único que podía conseguir, diciéndole a aquel hombre lo que quería saber, era prolongar su vida tal vez unos pocos minutos. Tal vez unos pocos segundos.

Aquella idea lo sumió en el pánico. Tironeó de la cinta aislante que le sujetaba las manos, pero no pudo romperla. En el silencio de la habitación, notó que el hombre maniobraba a su alrededor, igual que una ráfaga perdida de viento frío en un día caluroso. Tragó saliva. La sequedad que sentía en la boca era como si tuviera un carbón ardiendo en la lengua. Y en aquel segundo, de repente, de manera sorpresiva, una sensación completamente distinta le inundó el corazón.

Leroy sintió una súbita calma, absoluta, que se apoderaba de él.

Comprendió que no tenía escapatoria.

No podía luchar. Sabía que nadie iba a responder a su llamada de auxilio. Y sabía que ninguna mentira y ninguna verdad podrían salvarlo.

Se dijo que debería estar aterrado, pero en cambio se sintió lleno de un sentimiento de aceptación que rayaba en el desafío. En aquel instante comprendió que en su vida había hecho muy pocas cosas que pudieran considerarse buenas o valientes, o siquiera sinceras, y que, ahora que se enfrentaba a la muerte, le entristecía darse cuenta de que nadie iba a ver cómo superaba esas cosas. Le habría gustado que alguien como Walter Robinson o quizás Espy Martínez lo hubiera visto cambiar, en aquel momento, y que se dieran cuenta de que había luchado por protegerlos y hasta incluso les había salvado la vida. Entonces abrigó la esperanza de que cuando lo encontraran entendieran que había muerto siendo algo que no había sido nunca.