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– ¿Quién soy, señor Jefferson?

Por fin supo cuál era la respuesta a aquella pregunta: la muerte.

Pero decidió que no iba a dar a aquel hombre y su cuchillo la satisfacción de responder. En vez de eso, Leroy Jefferson habló con una voz firme que traspasó la barrera del miedo:

– Amigo, no conozco a toda esa gente. Puede que le dijeran lo que usted quería saber. Puede que no. Eso era asunto de ellos. Pero sí sé una cosa: que yo no voy a decirle una mierda.

Y a continuación, en silencio, se rindió al implacable dolor que acabaría con su vida.

21 Odio

Simon Winter se dijo: «Podría haberle cazado.» Pero al segundo siguiente pensó: «Y él podría haberme cazado a mí.»

– Partida en tablas -susurró en voz alta.

El viejo policía se hundió en un sillón, pensativo, en medio de las filas de libros y revistas de la Biblioteca de Miami Beach. Las luces fluorescentes y el zumbido del aire acondicionado proporcionaban a la sala cierta independencia del achicharrante calor del día. Para ser una biblioteca, había menos respeto por el silencio de lo que cabía esperar. Se oían unos zapatos fuertes taconear contra el suelo de linóleo; un anciano roncaba con un periódico abierto descuidadamente sobre las rodillas; de vez en cuando se oían voces que rasgaban la quietud del aire cuando una anciana intentaba explicar algo a otra, desafiando la mermada capacidad auditiva que afligía a las dos. La sala tenía un ajetreo que habría irritado a cualquier erudito serio, pero dicho ajetreo tenía una finalidad diferente, pues la biblioteca era tanto un lugar donde se almacenaba información como un mundo fresco y bien iluminado en el que algunos de los ancianos que vivían en la playa podían reunirse y pasar unas horas despreocupados, rodeados por seguridad.

Y aquélla, así lo reconoció, era más o menos la misma razón por la que él se encontraba allí. En las veinticuatro horas transcurridas desde que la Sombra huyera de su apartamento, Winter había decidido varias cosas. En primer lugar, por el momento iba a guardar silencio sobre aquella nueva amenaza que pesaba sobre él. En segundo lugar, sabía que iba a tener que trabajar más intensamente y más deprisa.

Se había rodeado de textos sobre el Holocausto, de los cuales comprensiblemente, había muchos reunidos en la Biblioteca de Miami Beach. Estaba invadido por la frustración. Era incapaz de sacudirse la convicción de que en algún punto del pasado existía una información que abriría la puerta que conducía al presente. Simplemente, no tenía idea de cómo dar con aquella pieza de la historia. Todos los libros que tenía amontonados junto a él, esparcidos sobre una mesita y apilados a sus pies, le decían muchísimo acerca de los nazis. Le decían lo que habían hecho los nazis y cómo lo habían hecho, y por qué y a quién. Le parecía extraño crear, como lo habían hecho ellos, un mundo dedicado de manera tan total al terror que éste se convirtió en una cosa común y corriente, y se preguntó si aquél no sería uno de sus grandes males. Pero dicha observación no lo ayudó en nada en su búsqueda de la Sombra; no le decía nada acerca de lo que él creía necesitar: un poco de luz que penetrara en la psicología de aquel hombre. Ninguno de aquellos libros lo ayudó en dicha búsqueda. Algunos, es verdad, pretendían examinar la personalidad que había debajo de aquellos hombres de uniforme negro. Había explicaciones políticas que describían cómo habían terminado por sumarse al partido nazi, cómo decidieron participar en las acciones de las SS, cómo llegaron a justificar el asesinato y el genocidio. Dichas explicaciones políticas se enlazaban con perfiles psicológicos, pero ninguno de ellos tocaba ni de lejos el alma de la Sombra, porque, tal como habían señalado Frieda Kroner y el rabino Rubinstein, él nunca había sido un nazi, se suponía que había sido una de sus presas. Y sin embargo se las arregló para de alguna manera dar la vuelta a aquella ecuación y emerger de acontecimientos que habían dejado huella en todo el que había tenido relación con ellos. Él era algo enteramente distinto, un jugador singular del juego del mal.

Simon cerró otro grueso libro de historia con un golpe que reverberó por toda la sala.

«Si no logro entender a este hombre, aunque sólo sea un poco, volverá a escapárseme -se dijo-. No es un tipo que en su vida haya cometido dos veces el mismo error.»

Se hundió un poco más en su sillón y apoyó la cabeza entre las manos. De pronto se imaginó a sí mismo de pie frente a su apartamento, junto al querubín de la trompeta, la noche anterior, y se preguntó qué le había hecho pensar que pasaba algo raro.

¿La suerte? ¿El instinto? ¿El sexto sentido de un detective entrado en años?

Winter exhaló el aire despacio.

No había habido ningún ruido. Ninguna pisada. Ninguna respiración atormentada.

No había una sola luz encendida que hubiera debido estar apagada. Ni ninguna ventana abierta que hubiera debido estar cerrada. Había encontrado la puerta de atrás desencajada sólo después de haberse convencido de que la Sombra se hallaba dentro.

Aquella noche había sido como cualquier otra. La oscuridad abrazaba el calor. La ciudad continuaba vibrando igual que todas las noches.

Lo único que estaba fuera de lugar era que un hombre con un cuchillo le estaba esperando, y que si no se hubiera visto súbitamente invadido por una antigua sensación de peligro y miedo, ya no estaría buscando a la Sombra. Se preguntó de dónde le habría venido dicha sensación, y no lo supo, pero sí supo que sería necio pensar que iba a volver a tener la suerte de que acudiera a su rescate como había hecho la noche anterior.

«Deberías estar muerto, Simon Winter», se dijo.

De pronto levantó la vista y escudriñó la sala repleta de ancianos que leían libros, revistas, periódicos. Algunos simplemente estaban sentados, perdidos en ensoñaciones de tiempos lejanos. Sus ojos se agrandaron y experimentó una súbita punzada de miedo.

«¿Estás aquí? ¿Estoy persiguiéndote yo, o me persigues tú a mí?»

Luchó contra el impulso de levantarse y echar a correr, cobró ánimo para sus adentros y se obligó a examinar a todas las personas que tenía al alcance de la vista. El hombre del sombrero que leía atentamente el Herald. El viejo marchito que parecía estudiar el techo. Otro hombre, de calcetines bancos y mocasines negros y pantalón corto, que pasó caminando despacio por su lado llevando un par de novelas de detectives, una en cada mano.

Winter se levantó a medias y miró a su espalda, a la gente que había en otros asientos, en otras mesas, parcialmente oculta por las pilas de libros y los cubículos de lectura. Luego volvió a acomodarse en su sillón y se tomó unos instantes para recobrar el dominio de sí mismo.

Sonrió.

«¿Cómo has dado conmigo?»

Conocía la respuesta: a través de Irving Silver.

«Pero ¿qué te ha dicho? Lo suficiente para que hayas decidido matarme.»

«Pero ¿qué es lo que sabes sobre mí en realidad? No estuviste suficiente tiempo dentro del apartamento, ¿verdad? No había señales de que hubieras podido descubrir quién soy en realidad. Los cajones no estaban saqueados. La ropa estaba sin tocar. No encontraste el arma, y sigues sin saber que la tengo y que pienso utilizarla, y que en otro tiempo, hace mucho, era un experto con ella, y que dudo que me fallara si tuviera que recurrir a la antigua camaradería que había entre ambos. No, ibas a matarme meramente porque pensabas que yo representaba una amenaza, y te resultaba más fácil hacer eso que otra cosa.»

Simon Winter afirmó con la cabeza. Cabrón engreído.

«Pero no te resultó tan fácil como creías, y ahora seguramente andas un poco preocupado, y eso es algo que me va a venir muy bien a mí. Y probablemente querrás saber más cosas de mí, ¿no es cierto? Bueno, pues puede que te resulte más difícil de lo que crees. Así que, al menos de momento, estás a oscuras. Quizá no tanto como yo, pero de todas maneras estás tanteando en la oscuridad, y eso puede que te fuerce a asumir ciertos riesgos que normalmente no asumirías.»