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– Conforme, señoría -dijo Alter.

– Aplazaré toda sentencia sobre el acuerdo hasta que reciba informes de ustedes que detallen el grado de colaboración del señor Jefferson. Ésa es la espada que usted le pondrá en el cuello, señorita Martínez. Pero, asimismo, entiendo que a cambio de dicha colaboración el señor Jefferson podrá beneficiarse de una irrisoria fianza en efectivo y después de una de esas preciosas tarjetas que lo sacan a uno del calabozo, ¿no es así, señor Alter?

– Ése es el arreglo.

El juez soltó un resoplido.

– Espero que lo merezca, señorita Martínez.

El magistrado se reclinó en su sillón de cuero mientras el alguacil entonaba:

– El Estado contra Leroy Jefferson.

Espy se volvió para regresar a la mesa de la acusación y vio que un funcionario de prisiones entraba a Jefferson en una silla de ruedas por una puerta lateral. Jefferson la miró ceñudo, pero a Tommy Alter lo saludó con un apretón de manos.

– ¿Tenemos acuerdo? -preguntó el juez.

– Así es, señoría -respondió Espy Martínez-. Debido a que el señor Jefferson ha aceptado prestar una cooperación sustancial en varios casos no relacionados con éste, y debido a que la acusación ha reunido información que indica que él no fue el responsable del homicidio del que se le acusó inicialmente, se ha elaborado un acuerdo.

– ¿Así lo entiende usted, señor Alter?

– Sí, señoría.

– Muy bien, señorita Martínez. Haga el favor de leer los cargos.

Espy leyó deprisa, pasando apresuradamente por la agresión, el robo, resistencia a la autoridad con violencia y varias acusaciones más, cargos secundarios preparados para meter paja en el alegato pero que no iban a cambiar la verdadera índole del acuerdo. La idea era que él se declarase culpable repetidas veces hasta que el significado auténtico del arreglo quedara confuso. Observó cómo volaban los dedos de la estenógrafa del tribunal. Cuando terminó, el juez hizo un gesto a Leroy Jefferson. Alter maniobró con la silla de ruedas para situarla en el centro de la sala.

– Muy bien, señor Jefferson. Para que conste, haga el favor de decir su nombre y su dirección.

– Leroy Jefferson. Apartamentos King. Número trece.

– ¿Cuánto tiempo lleva viviendo ahí?

– Un par de años.

– Señor Jefferson, ¿está tomando actualmente alguna sustancia narcótica?

– Sólo la que me dan para el dolor de la pierna.

– ¿Qué estudios tiene?

– Fui al instituto.

– ¿Hasta qué curso?

– Obtuve el diploma.

– No me diga. ¿Sufre alguna discapacidad o atrofia mental que le impida comprender el arreglo que ha firmado su abogado con el Estado?

– ¿A qué se refiere?

– Que si está usted enfermo, señor Jefferson. ¿Tiene alguna tara en la cabeza? ¿Entiende el acuerdo?

– Ya he hecho otros acuerdos, señoría. Sé lo que son.

– Bien. ¿Entiende que si no cumple su parte del trato puedo rescindir ese acuerdo y condenarlo a pasar más de cien años en prisión? Quiero que no le quede ninguna duda de que eso es lo que pienso hacer.

– Voy a ayudarles lo mejor que pueda.

– Bien. Pero entenderá que para obtener beneficio de ese acuerdo, la fiscalía debe quedar satisfecha de su colaboración.

– Quedará satisfecha, lo prometo.

– Bien. Se declara culpable porque es culpable, ¿correcto, señor Jefferson?

– Sí. Pero yo no hice lo que ellos dijeron que había hecho cuando me detuvieron. No tuve nada que ver con ese asesinato…

– Entiendo.

– Debería demandarlos por haberme disparado.

– Hable con su abogado, señor Jefferson. Pero, personalmente, soy de la opinión de que tiene usted suerte de estar de pie hoy aquí.

– No estoy de pie, señoría.

El juez sonrió, pillado en la paradoja.

– Muy cierto. De acuerdo, señor Jefferson. Cuando la oficial lea los cargos, usted debe decir la palabra «culpable». Señorita Martínez, imagino que tendrá planes para el señor Jefferson.

– Sí, señoría.

– Bien, puede sacarlo del calabozo cuando crea conveniente. Funcionaria, comience a leer. Y usted, señor Jefferson, una cosa…

– ¿Sí, señoría?

– No quiero volver a verlo. No la cague. Ahora tiene una oportunidad, no la desaproveche. Porque la alternativa es pasar un período muy largo en un lugar muy desagradable, y pienso enviarlo a él sin vacilar. ¿Entiende eso, señor Jefferson?

El otro afirmó con la cabeza.

– Bien, oigamos cómo se declara culpable.

La funcionaria empezó a leer, y Leroy empezó a contestar. Espy lanzó una breve mirada a su espalda, hacia la sala atestada de gente. Sus ojos se posaron en el trío de ancianos y vio que estaban rodeados por una docena de jubilados más, todos con la vista clavada en ella o en Leroy Jefferson, pendientes de todo lo que se decía. Recorrió la sala con la mirada y se detuvo en otros acusados, testigos, policías y abogados, sentados o apoyados contra la pared, todos aguardando a que ella terminara con su caso para poder empezar ellos con los suyos. Espy pensó que el sistema judicial era como el mar: su pequeña ola había crecido y había roto contra la playa, y ahora comenzaba a disolverse y regresar rápidamente hacia el océano mientras otra olita iba tomando forma para atacar la costa a su vez. Oyó el último «culpable», se volvió y vio que procedían a llevarse a Jefferson de la sala. Recogió los papeles y los metió en su maletín, consciente de que la cámara había vuelto a enfocarla y experimentando una sensación extraña, como si no fueran aquéllos los únicos ojos que la seguían. Pero no hizo caso de dicha sensación.

Robinson y Espy iban sentados en el asiento delantero del monovolumen sin distintivos, mientras que Jefferson y Alter ocupaban el trasero. El sol de mediodía llenaba el habitáculo, rebotado en el blanco capó. El aire acondicionado se esforzaba por superar el calor. La bahía se extendía a uno y otro lado reflejando el sol. Robinson miró un momento por el retrovisor y vio que Jefferson se revolvía incómodo en el asiento. Disponía de poco espacio para estirar la pierna, que aún llevaba envuelta en gruesos vendajes; la silla de ruedas viajaba en el maletero.

Robinson sabía que en el carril derecho de la calle Julia Tuttle había un socavón enorme, de modo que lo enfiló directamente. Los gastados amortiguadores sufrieron un golpetazo cuando el neumático derecho se hundió en el agujero. Leroy Jefferson hizo una mueca de dolor.

– Eh, Leroy -dijo Robinson en tono jovial-. ¿Qué número de autobús pasa por la calle que lleva a Liberty City?

– El G-75.

– Exacto. Ése es el que tomaste aquella noche, ¿verdad? Después de ver cómo mataban a Sophie Millstein, ¿eh, Leroy? Lo tomaste para volver a Liberty City. Con todo lo robado en las manos. ¿En qué ibas pensando, Leroy? ¿Qué pensaste de lo que viste?

– No contestes a eso -se apresuró a decir Tommy Alter.

– Va a tener que contestar. Ése es el trato.

Alter titubeó.

– Está bien -resopló-. Adelante.

– No pensé nada -repuso Jefferson.

– No es suficiente, abogado. Me parece que vas a tener que informar a tu cliente de que tiene que ser comunicativo. Expansivo. Descriptivo. Un verdadero poeta, un artesano de la palabra en lo que respecta al asesinato de Sophie Millstein y todo lo que vio aquella noche. Díselo, Tommy. No quiero tener que regresar a la sala del juez.

– Te dirá lo que quieras saber. Cuando lleguemos.

Espy Martínez no dijo nada, pero observó el semblante de Robinson. El inspector afirmó con la cabeza.

– Vale. Puedo esperar unos minutos. Bueno, ¿y qué se siente al ser libre, Leroy? ¿Tienes planes para esta noche? ¿Una pequeña celebración, quizá? ¿Tus amigos vendrán a verte para montar una fiestecita?

– No tengo amigos ni monto fiestas.

– Eh, venga, Leroy. No hay mucha gente lo bastante hábil para salir bien librado después de haberle disparado a un policía. Vas a ser un tío importante en tu barrio. Seguro que serás la admiración de todos. Estoy seguro de que habrá algún tipo de celebración.