El cinismo de Robinson se esparció por el interior del coche. Jefferson se limitó a encogerse de hombros.
– Venga, Leroy. ¿Ni siquiera una fiestecita pequeña? Podrás invitar a tus amigos de la beneficencia.
– Ya se lo he dicho, no son amigos míos.
– Bueno, ¿y qué me dices de una fiesta para uno?
– ¿A qué se refiere?
– Me refiero a que sé que tienes un pequeño alijo tan bien escondido que no logramos encontrarlo cuando estuvimos registrando tu apartamento. Debajo de una tabla suelta o detrás de un ladrillo flojo. Está en ese apartamento, ¿verdad, Leroy? Está allí quietecito, esperando pacientemente, como un amigo de confianza, ¿eh? Quiero decir, ¿para qué necesita uno amigos teniendo ese alijo? Por eso estabas tan ansioso de salir, ¿eh? Vas a colocarte otra vez. Eso te quitará el dolor, seguro.
– Está loco.
– Puede ser, puede ser. Tenlo en cuenta, Leroy. Puede que esté un poco loco.
De repente Robinson dio un brusco volantazo hacia la derecha y se salió al tosco arcén que bordeaba la carretera levantando una rociada de tierra y polvo. Los cuatro pasajeros dieron un violento bote y gritaron al tiempo que el monovolumen derrapaba. El conductor aceleró pisando el arcén de grava y coral. La grava del firme hizo que el coche se bamboleara y cabeceara, lanzando pedruscos como balas. Martínez apretó los labios y se agarró con fuerza mientras Robinson zigzagueaba entre dos coches y regresaba a la carretera. A su espalda un conductor demostró su irritación y susto con la mano pegada al claxon.
– Venga, Walter, ¿qué intentas demostrar? -exigió Alter-. Limítate a conducir.
Robinson no contestó. Jefferson tenía algo que simplemente lo ponía furioso; quizá fuera la sensación de que aquel sospechoso se estaba burlando de todos, o quizá la manera satisfecha y frustrante en que Jefferson le sonreía. Robinson tuvo una idea grotesca: Jefferson estaba preparado para matar a Sophie Millstein. Había cometido muchos robos con allanamiento, pese a que no se podían probar. Estaba preparado para empezar una escalada de violencia, para dar el salto del robo al robo a mano armada, y de ahí al homicidio. A la anciana la habría matado, sin duda, pero no tuvo que hacerlo porque allí había otro que se le adelantó. Aquello parecía una especie de gran broma cósmica, lo más gracioso que había visto en su vida. Robinson exhaló el aire despacio, hizo rechinar los dientes y dirigió el coche hacia la rampa de salida haciendo rugir el motor para enfilar hacia la jefatura central.
Tomaron asiento en una de las ubicuas salas de interrogatorios y comenzaron despacio, deteniéndose en los detalles, demorándose en todos los elementos de la noche en que murió Sophie Millstein. El planteamiento de Robinson era simple: quería obligar a Jefferson a que hiciera memoria y, al mismo tiempo, quería relajarlo y agotarlo. Incluso con la presencia de Tommy Alter, el cual vigilaba sin mucha atención las respuestas de su cliente, Robinson pensaba que tal vez cometería un desliz en alguna pregunta, que tal vez lograra extraerle una respuesta que pudiera, de forma inadvertida, vincular a Jefferson con todos los allanamientos sin resolver que precedieron al asesinato de Sophie Millstein. O por lo menos algo que él pudiera desarrollar más tarde hasta convertirlo en una prueba para apoyar una acusación. Sería estupendo, pensó, presentarse una mañana en la casa de Jefferson con una orden de detención nuevecita por unos delitos que no formaban parte del acuerdo.
Por consiguiente, el inspector adoptó un estilo tedioso, meticuloso, pensado para aburrir a todos los presentes en la sala. Le preguntó por el tiempo, le preguntó por los autobuses. Le pidió que describiera la ropa que llevaba puesta y que recordara dónde había comprado las zapatillas deportivas y por qué había comprado aquella marca, y por qué lo apodaban Hightops, y cómo se había introducido en el negocio de la cocaína, y todas las preguntas que se le ocurrieron que sólo ocasionalmente guardaban alguna peregrina relación con el caso en cuestión.
Prolongó aquello durante horas, dejando que el dibujante de la policía permaneciera sentado en un rincón, esperando su turno. El dibujante era un veterano y sabía muy bien lo que estaba pasando, así que se lo tomó con calma. De vez en cuando Tommy Alter interrumpía, impacientado a medida que transcurrían las horas, marcadas por el reloj de pared que había en la sala de interrogatorios. Al final se levantó y dijo que iba por un café y un periódico, y preguntó si alguien necesitaba algo.
– Yo quiero comer algo -dijo Jefferson.
Robinson se sacó la cartera y dijo:
– Tommy, ¿por qué no le traes a tu cliente un emparedado y un refresco de la cafetería que hay al otro lado de la calle? Mira, mejor trae un emparedado para cada uno. Señorita Martínez, a lo mejor le apetece acompañarle y echarle una mano.
Espy hizo ademán de protestar, pero comprendió que probablemente Robinson tenía un motivo para pedirle que acompañara a Alter, y que dicho motivo seguramente era retrasar su vuelta lo más posible, de modo que asintió.
– ¿Vas a continuar con el mismo rollo? -preguntó Alter.
– Sí. Quiero repasarlo todo despacio.
– Bien. Volvemos dentro de unos minutos. Leroy, no contestes a ninguna pregunta con la que no te sientas cómodo.
– Vale.
Alter salió, seguido por Espy Martínez. Al cabo de unos segundos de silencio, Robinson empezó a formular preguntas más contundentes.
– Dime, Leroy, cuando cometías un allanamiento, ¿siempre te subías al autobús?
Jefferson se echó atrás en la silla, ligeramente distraído, jugueteando con un paquete de cigarrillos. Era obvio que se sentía bastante seguro y un tanto aburrido. Se encogió de hombros.
– No tenía coche.
– ¿El mismo autobús todas las veces?
– Me llevaba adonde quería ir.
– ¿No tenías miedo de que pudiera reconocerte el conductor?
– Qué va. Cambian mucho de conductores. Y yo lo cogía en noches distintas. Y siempre tenía mucho cuidado, ¿sabe?, de salir cuando conducía el del turno de noche y marcharme cuando llegaba el del turno siguiente.
– Eso es muy inteligente.
– No soy tan idiota como algunos drogatas.
– ¿Por qué el mismo vecindario todas las veces?
– Porque allí viven viejos. Las casas son viejas. Las cerraduras son viejas. No había nadie que pudiera tener una pistola y darme un susto. Yo ni siquiera llevaba la mía.
Robinson asintió comprensivo.
– Claro. Tiene su lógica. Bien, cuéntame cómo es que escogiste la casa de Sophie Millstein.
– Ah, eso fue muy fácil. Me había fijado en ella en otro viaje. Bajé por el callejón que había detrás. No tenía mucha luz. Con esas puertas correderas, lo único que hay que hacer es sacarlas de las guías, y da igual la cerradura que tengan. Y entras.
– Bien, háblame de aquella noche.
– No era demasiado tarde, ¿sabe? Puede que las doce. Yo estaba justo en la parte de atrás, escondido al lado de los cubos de basura. Todo estaba tranquilo y en silencio. No había luces encendidas excepto en la planta de arriba, y estaban viendo la televisión con el volumen muy alto, lo cual iba a servirme para amortiguar cualquier ruido que hiciera.
– ¿Sabías que ella estaba dentro?
Jefferson negó con la cabeza.
– No había luces, ni ruidos ni nada. Pensé que la casa estaba vacía.
Robinson asintió de nuevo. «Ya -se dijo-. Claro que pensaste que estaba vacía. ¡Y una mierda!» Pero se limitó a tomar nota mentalmente de aquella mentira y prosiguió.
– Así que estabas en la parte de atrás. ¿Cuánto tiempo te quedaste allí?
– Una media hora, quizás un poco más. Con esas cosas no me daba ninguna prisa. Hay muchos tíos, sabe, que se lanzan rompiéndolo todo y entran sin más. Yo era más cuidadoso, no quería que me pillaran.
– ¿Y qué ocurrió?
– Tío, apareció un tipo que me dio un susto de muerte. Justo estaba empezando a prepararme, ya sabe, fisgando un poco, cuando capté un movimiento a un lado. Me quedé petrificado. No moví ni un pelo. Ya estaba agachado, ¿sabe?, teniendo cuidado. El tipo ese debía de estar observando, como a unos tres metros de mí. No sé cuánto tiempo llevaría allí, porque era tan silencioso que ni siquiera le oí respirar. Pensé que tenía que haberme visto, pero luego supuse que no porque estaba vigilando el apartamento y no esperaba que hubiera nadie más haciendo lo mismo. Donde estaba yo era como un agujero negro, sin ninguna luz, muy bien escondido.