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Esta vez, sin embargo, el mensaje para el anuncio que dictó al empleado era distinto. Nada de rima, poemas o preguntas. Sólo la sencilla frase:

Señor R: Usted gana. Lea el Cape Cod Times.

Ricky volvió a sentarse en la cocina y tomó el bloc. Mordisqueó la punta del bolígrafo y luego se puso a redactar una última carta. Escribió con rapidez:

A quien pueda interesar:

He hecho esto porque estoy solo y no soporto el vacío de mi vida.

Me resultaría imposible causar más daño a ninguna otra persona.

He sido acusado de cosas de las que soy inocente. Pero soy culpable de cometer errores con personas a las que amaba, y eso me ha llevado a dar este paso. Agradecería que alguien enviara por correo los donativos que he dejado. Todos los bienes y fondos restantes de mi patrimonio deberían ser vendidos y lo recaudado entregado a las mismas organizaciones benéficas. Lo que quede de mi casa aquí, en Wellfleet, debería convertirse en zona protegida.

A mis amigos, si los hay, espero que me perdonéis.

A mis familiares, espero que lo entendáis.

Y al señor R, que me ayudó a llegar a esta situación, espero que encuentre muy pronto su propio camino hacia el infierno, porque ahí le estaré esperando.

Firmó esta carta con una rúbrica, la metió en el último sobre y la dirigió al Departamento de Policía de Wellfleet.

Con el tinte y la mochila en la mano, se dirigió hacia el baño del piso superior. Minutos después, tenía un cabello casi negro azabache. Se echó un vistazo en el espejo, le pareció que ofrecía un aspecto algo tonto y se secó con una toalla. Eligió ropas viejas y raídas de verano que guardaba en la cómoda y las metió, junto con una cazadora gastada, en la mochila. Tomó una muda más, doblada con cuidado, y la puso encima. Después volvió a ponerse la ropa que había llevado ese día. En un bolsillo exterior de la mochila metió la fotografía de su difunta esposa. En otro bolsillo metió el último mensaje de Rumplestiltskin, los pocos documentos que revelaban la causa de lo ocurrido y los documentos sobre la muerte de la madre de Rumplestiltskin.

Llevó la mochila y la muda de ropa, las muletas de aluminio y el montón de cartas al coche y los dejó en el asiento del pasajero junto a las gafas de sol y las zapatillas de deporte. Volvió dentro y se sentó tranquilamente en la cocina a esperar que pasaran las horas que quedaban de la noche. Estaba inquieto y un poco intrigado, y de vez en cuando le asaltaba el miedo. Intentó no pensar en nada y tarareó para sí mismo para dejar la mente en blanco. Sin resultado, por supuesto sabía que no podía causar la muerte de otra persona, ni siquiera de alguien a quien no conocía y con quien sólo estaba relacionado a través de lazos de sangre y matrimonio. En eso Rumplestiltskin había tenido razón desde el primer día. Nada en su vida, en su pasado, en todos los pequeños momentos que lo habían convertido en quien era, en quien se había transformado, en quien podría aún llegar a ser, valla algo frente a esta amenaza. Sacudió la cabeza al pensar que R le conocía mejor que él mismo. Lo había calado desde el principio.

Ignoraba a quién podría estar salvando, pero sabía que se trataba de alguien.

«Piensa en eso», se dijo.

Poco después de medianoche, se levantó y se permitió un último recorrido por la casa para recordar cuánto amaba cada rincón y cada crujido de las tablas del suelo.

Le tembló un poco la mano cuando llevó un depósito de gasolina al primer piso, donde lo vertió abundantemente por el suelo.

Roció la ropa de cama.

Utilizó el otro de la misma forma en la planta baja.

En la cocina abrió todas las llaves de la vieja cocina de gas, de modo que la habitación se llenó al instante del olor característico a huevos podridos mientras la cocina siseaba. Se mezcló con el hedor a gasolina que ya le había impregnado la ropa.

Tomó la pistola de bengalas y se dirigió al viejo Honda. Lo puso en marcha y lo alejó de la casa, orientado hacia la carretera con el motor en marcha.

Después se situó frente a las ventanas del salón. El olor a gasolina que rezumaba la casa se mezclaba con el que tenía en las manos y la ropa. Pensó en lo incongruentes que resultaban esos olores fuertes, en contraste con el calor del verano, la madreselva y las flores silvestres más un ligerísimo toque salobre del mar que impregnaban la brisa que se deslizaba inocentemente entre los árboles. Inspiró hondo una sola vez, procuró no pensar en lo que estaba haciendo, apuntó con la pistola, la amartilló y disparó a la ventana central. La bengala formó un arco en medio de la noche y dejó una estela de luz blanca en la oscuridad entre su posición y la casa para atravesar la ventana con un tintineo de cristales rotos. Esperaba una explosión, pero en su lugar oyó un ruido sordo y apagado, seguido de un brillante chisporroteo. En unos segundos vio las primeras llamas danzando por el suelo y propagándose por el salón.

Corrió hacia el Honda. Para cuando había subido al coche, toda la planta baja estaba en llamas. Mientras bajaba por el sendero de entrada, oyó la explosión cuando el fuego alcanzó el gas de la cocina.

Decidió no mirar atrás y aceleró hacia la noche cada vez más oscura.

Condujo con cuidado y sin pausa hasta un lugar que conocía desde hacia años, Hawthorne Beach. Estaba a unos cuantos kilómetros por un angosto y solitario camino asfaltado, alejado de toda urbanización, aparte de un par de casas viejas parecidas a la suya.

Al pasar frente a cualquier casa que pudiera estar habitada, apagaba las luces. En la zona de Wellfleet había varias playas que habrían servido para su propósito, pero ésta era la más aislada y en la que tenía menos probabilidades de encontrar algún grupo de adolescentes de juerga. Había un pequeño estacionamiento a la entrada de la playa, donde solía operar el Trustees of Reservations, la asociación ecológica de Massachusetts dedicada a proteger los lugares naturales del estado. El aparcamiento tenía capacidad para unos veinte coches y a las nueve y media de la mañana solía estar lleno porque la playa era espectacular: una amplia extensión de arena a los pies de un acantilado de unos quince metros recubierto de matas de costera verde, con algunas de las olas más fuertes del cabo. La combinación gustaba tanto a las familias que disfrutaban del paisaje como a los surfistas que gozaban con las olas y la fuerza de la marea, de modo que su deporte incluía siempre algo de riesgo. Al final del estacionamiento había un cartel de advertencia: CORRIENTES FUERTES Y RESACA PELIGROSA.

NO NADAR SIN LA PRESENCIA DEL SALVAVIDAS. ATENCIÓN A LAS CONDICIONES AMENAZADORAS.

Ricky aparcó junto al cartel. Dejó las llaves puestas. Colocó los sobres con los donativos en el salpicadero y dejó el sobre con la carta dirigida a la policía de Wellfleet en el asiento del conductor.

Tomó las muletas, la mochila, las zapatillas de deporte y la muda, y se alejó del coche. Puso esas cosas en lo alto del acantilado, a unos metros de la valla de madera que señalaba el angosto sendero que bajaba a la playa, después de sacar la fotografía de su mujer del bolsillo exterior de la mochila y ponérsela en el bolsillo de los pantalones. Oía el batir de las olas y notó una leve brisa del sureste. Eso le alegró, porque le indicaba que el oleaje había aumentado en las horas posteriores al atardecer y golpeaba la costa como un luchador frustrado.

Había luna llena y su resplandor se extendía por la playa. Eso facilitó su recorrido lleno de resbalones y tropezones desde el acantilado hasta la orilla.

Como había previsto, el oleaje rugía como un hombre enloquecido y rompía lanzando una lluvia de espuma blanca a la arena.

Un ligero frío, llegado con un soplo de viento, le golpeó el pecho y le hizo vacilar e inspirar hondo.

Después se desnudó, dobló la ropa y la dejó en un montón ordenado, que situó con cuidado en la arena lejos de la marca que la marea alta de la tarde había dejado, donde lo vería la primera persona que se asomara en lo alto del acantilado por la mañana.