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Eso apaciguó un poco al director.

– Estaremos a su disposición -dijo mientras Ricky, que de repente reflexionaba sobre las palabras del director, salía para vivir lo que quedaba de su penúltimo día.

Cuando llegó a la casa, la penumbra ingrávida del atardecer ya lo envolvía todo. Recordó que en verano la verdadera noche, densa y negra, se demoraba hasta casi la medianoche. En los campos que se extendían alrededor cantaban los grillos, y las primeras estrellas salpicaban el cielo.

«Todo parece tan apacible… -pensó-. En una noche como esta nadie debería tener inquietudes ni preocupaciones.»

Esperaba encontrarse con Merlín o Virgil, pero la casa estaba silenciosa y vacía. Encendió las luces y se dirigió a la cocina para prepararse una taza de café. Se sentó a la mesa de madera en la que había compartido tantas comidas con su mujer a lo largo de los años y abrió el sobre acolchado que había recibido en el banco, que a su vez contenía un sobre con su nombre impreso.

Ricky lo abrió y extrajo una hoja. El membrete de la parte superior confería a la carta el aspecto de una transacción comercial más o menos corriente. El membrete ponía:

Investigaciones Privadas R.S. SKIN

«Máxima confidencialidad»

Apartado de correos 66-66

Church Street Station Nueva York, N. Y. 10008

Debajo del membrete leyó lo siguiente, escrito en un estilo comercial, sucinto y rutinario:

Apreciado doctor Starks:

Con relación a su reciente consulta a esta oficina, nos satisface informarle de que nuestros agentes han confirmado que sus suposiciones son correctas. Sin embargo, en este momento no podemos facilitarle más detalles sobre los individuos en cuestión. Sabemos que cuenta con limitaciones importantes de tiempo. Por lo tanto, a menos que recibamos una petición suya, en el futuro no podremos proporcionarle más información. Si sus circunstancias cambiaran, le rogamos se ponga en contacto con nuestra oficina para cualquier consulta adicional.

Será facturado por nuestros servicios en veinticuatro horas.

Muy atentamente, R.S. SKIN, presidente Investigaciones Privadas R.S. SKIN

Ricky leyó la carta tres veces antes de dejarla sobre la mesa.

Le pareció un documento verdaderamente excepcional. Sacudió la cabeza casi con admiración y sin duda con desesperación.

Seguro que la dirección y la empresa eran falsas por completo.

Pero ése no era el mérito de la carta, sino lo nimia que resultaría a cualquiera salvo a Ricky. Cualquier otra relación con Rumplestiltskin había sido erradicada de su vida. Los poemitas, la primera carta, las pistas y las instrucciones habían sido destruidos o robados. Y la carta decía a Ricky lo que necesitaba saber, pero de tal forma que si alguien más la leía, no le llamaría la atención.

Y conduciría a cualquiera que pudiera sentir curiosidad hacia un callejón sin salida. Un rastro que no iba a ninguna parte.

«Es inteligente», pensó Ricky.

Sabía quiénes querían que se suicidara, pero no conocía sus nombres. Sabía por qué querían que se suicidara. Y sabía que, si no satisfacía su exigencia, tenían la capacidad de cumplir lo que le habían prometido desde el primer día. La factura por sus servicios.

sabía que el caos desatado en esas dos últimas semanas se evaporaría cuando se cumpliera el plazo. Los falsos abusos sexuales que habían arruinado su carrera, el dinero, el piso, todo lo que le había ocurrido en el transcurso de catorce días se aclararía al instante en cuanto él estuviera muerto.

Pero más allá de eso, lo peor era que a nadie le importaría.

Los últimos años se había aislado profesional y socialmente.

Estaba, si no separado, si alejado y distanciado de sus parientes.

No tenía una verdadera familia, ni verdaderos amigos. Pensó que a su funeral asistiría gente en traje negro, con expresiones de dolor y pesar meramente formales. Serían sus colegas. Tal vez algunos antiguos pacientes a los que creía haber ayudado, y que mostrarían sus emociones de modo adecuado. Pero el pilar del psicoanálisis es que un tratamiento exitoso lleva al paciente a un estado libre de ansiedad y depresión. Eso era lo que había buscado proporcionar a sus pacientes durante los años de sesiones diarias.

Así que no sería razonable pedirles que ahora derramaran lágrimas por él.

La única persona que experimentaría verdadera emoción en el banco de la iglesia seria el hombre que le había causado la muerte.

«Estoy completamente solo», pensó Ricky.

¿De qué serviría rodear con un circulo el nombre «R. 5. 5km» de la carta y dejarlo para algún inspector con la nota: «Éste es el hombre que me obligó a suicidarme»?

Ese hombre no existía. Por lo menos, a un nivel en el que fuera capaz de encontrarlo un policía local de Wellfleet, Massachusetts, en plena temporada veraniega, cuando los delitos consistían básicamente en hombres de mediana edad que conducían a casa borrachos después de una fiesta, en riñas domésticas entre los ricos y en adolescentes escandalosos que querían comprar sustancias ilegales.

Y peor aún: ¿quién lo creería? En lugar de eso, lo que cualquiera que investigara su vida descubriría casi de inmediato sería que su mujer había muerto, que su carrera estaba destrozada debido a una acusación por abusos sexuales, que sus finanzas eran un caos y que un accidente había destruido su casa. Una base fértil para una depresión suicida.

Su suicidio tendría sentido para cualquiera que lo examinara.

Incluidos todos sus colegas de Manhattan. En apariencia, que se hubiera quitado la vida seria un caso típico de manual. Nadie vería en ello nada raro.

Por un instante, sintió un arrebato de cólera contra sí mismo:

«Te has convertido en un blanco muy fácil». Cerró los puños y golpeó con fuerza el tablero de la mesa.

– ¿Quieres vivir? -dijo en voz alta tras inspirar hondo.

La habitación permaneció en silencio. Escuchó, como si esperara alguna respuesta fantasmagórica.

– ¿Qué hay en tu vida que haga que valga la pena vivirla? -pregunto.

De nuevo, la única respuesta fue el rumor distante de la noche veraniega.

– ¿Podrás vivir si eso le cuesta la vida a otra persona?

Inspiró otra vez y se respondió sacudiendo la cabeza.

– ¿Tienes elección?

El silencio le respondió.

Ricky comprendió algo con una claridad meridiana: en veinticuatro horas, el doctor Frederick Starks tenía que morir.

20

Pasó el último día de su vida efectuando preparaciones febriles. En la tienda de suministros del puerto deportivo compró dos depósitos de veinte litros para combustible de motores fuera borda, del tipo pintado en rojo que va al fondo de un esquife, conectado con el motor. Eligió el par más barato, después de pedir ayuda a un adolescente que trabajaba en la tienda. El muchacho intentó convencerlo de que se llevara unos depósitos un poco más caros que iban provistos de indicador de combustible y de válvula de seguridad, pero Ricky los rechazó con fingido desdén. El chico le preguntó para qué necesitaba dos y Ricky le indicó que uno solo no le bastaba para lo que tenía en mente. Simuló cólera e insistencia, y fue todo lo prepotente y desagradable que pudo hasta el momento en que pagó en efectivo.

Entonces aparentó recordar algo y pidió con brusquedad al adolescente que le mostrara pistolas de bengalas. El muchacho le enseñó media docena y Ricky eligió también la más barata, aunque el dependiente le advirtió que era de muy poco alcance, y tal vez no más de quince metros de altura. Sugirió otros modelos, un poco más caros, de mayor potencia y que proporcionaban más seguridad. Pero Ricky siguió desdeñoso y comentó que sólo esperaba usar la bengala una vez. Luego pagó en efectivo, tras quejarse del precio total.

Ricky imaginó que el adolescente estaría encantado de verlo marchar.