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Tomó el frasco de pastillas, se lo vació en la mano y dejó el recipiente de plástico con la ropa.

“Nueve mil miligramos de Elavil -pensó-. Tomados de golpe, dejarían a una persona inconsciente en cuatro o cinco minutos.”

Lo último que hizo fue colocar la fotografía de su mujer en lo alto del montón, sujeto por la punta de un zapato.

«Hiciste mucho por mí cuando estabas viva -pensó-. Hazme este último favor.»

Levantó la cabeza y observó el inmenso océano negro frente a él. Las estrellas salpicaban el cielo, como si estuviesen encargadas de señalar la línea de demarcación entre el oleaje y el firmamento.

«Una noche bastante bonita para morir», se dijo.

Y entonces, desnudo como el amanecer que estaba sólo a unas horas, caminó despacio hacia el agua embravecida.

SEGUNDA PARTE. EL HOMBRE QUE NUNCA EXISTIO

21

Dos semanas después de la noche en que murió, Ricky estaba en una habitación de motel, sentado a los pies de una cama llena de bultos que crujía cada vez que cambiaba de postura, escuchando el ruido del tráfico distante que se mezclaba con el sonido del televisor de una habitación contigua. Estaban viendo un partido de béisbol con el volumen alto. Se concentró un momento en el sonido y supuso que los Red Sox jugaban en Fenway y la temporada estaba acabando, lo que significaba que estaban cerca del primer puesto pero no lo bastante. Se planteó encender el televisor de su habitación, pero decidió no hacerlo. Se dijo que perderían y no quería experimentar ninguna pérdida, ni siquiera la pasajera que le proporcionaría el siempre frustrado equipo de béisbol. En lugar de eso, se volvió hacia la ventana y contempló la noche. No había cerrado las persianas y veía cómo las luces bajaban por la cercana carretera interestatal. Junto al camino de entrada del motel había un cartel de neón rojo que informaba sobre las tarifas diarias, semanales y mensuales, además de ofrecer habitaciones con cocina como la que él ocupaba, aunque Ricky no concebía que nadie quisiera permanecer en ese sitio más de una noche.

«Nadie excepto yo», pensó con tristeza.

Se dirigió al pequeño cuarto de baño. Examinó su aspecto en el espejo del lavabo. El tinte negro desaparecía deprisa del cabello, que empezaba a recuperar su gris habitual. Pensó que era algo irónico, porque si alguna vez volviera a parecerse al hombre que era antes, jamás sería en realidad esa persona.

Durante dos semanas apenas había salido de la habitación del motel. Al principio se había sumido en una especie de shock autoprovocado, como un yonqui viviendo una abstinencia obligada, temblando, sudando y retorciéndose de dolor. Luego, esta fase inicial fue sustituida por una indignación abrumadora, una furia atroz, candente, que le hizo pasearse enfurecido por la reducida habitación con los dientes apretados y el cuerpo casi contorsionado de rabia. Más de una vez había dado, frustrado, un puñetazo a la pared. En una ocasión, había sujetado un vaso del cuarto de baño con tanta fuerza que lo rompió y se cortó. Se había inclinado sobre el retrete y visto cómo la sangre goteaba en el agua de la taza mientras deseaba vaciarse hasta de la última gota que tuviera en su interior. Pero el dolor que sentía en la mano lastimada le recordó que seguía vivo y acabó conduciéndole a otra fase en que el temor y la rabia por fin remitieron, como el viento después de una tormenta. Esta nueva fase le parecía fría, como el tacto del metal pulido una mañana de invierno.

En esta fase empezó a urdir planes.

La habitación del motel era un lugar destartalado, decrépito, que hospedaba a camioneros, viajantes y adolescentes del lugar que necesitaban unas horas de intimidad lejos de las miradas indiscretas de los adultos. Estaba situado en las afueras de Durham, New Hampshire, un sitio que Ricky había elegido al azar porque era una ciudad universitaria y, por ello, albergaba a una población díscola.

Había creído que el ambiente académico le garantizaría el acceso a los periódicos nacionales que necesitara y le proporcionaría un entorno transitorio que le permitiría esconderse. Esto había resultado cierto hasta el momento.

A finales de su segunda semana de fallecido, empezó a hacer salidas al mundo exterior. En una de las primeras ocasiones se limitó a la distancia que lo llevaron los pies. No habló con nadie, evitó el contacto visual, se mantuvo en calles poco frecuentadas y barrios tranquilos, temiendo ser reconocido o, peor aún, oír a su espalda los tonos burlones de Virgil o Merlin. Pero su anonimato permaneció intacto y su confianza creció. Amplió con rapidez su horizonte tras encontrar un autobús que recorría la ciudad y del que se bajaba en puntos aleatorios para explorar el mundo en que se había introducido.

En uno de esos trayectos había descubierto una tienda de ropa de segunda mano donde consiguió una chaqueta azul barata que le iba muy bien, unos pantalones raídos y camisas. Había encontrado una cartera de piel en una tienda de consignación cercana.

Cambió las gafas por unas lentillas, que compró en una óptica. Estos elementos, junto con una corbata, te daban el aspecto de un profesor respetable pero no importante. Pensó que no desentonaba nada, y agradeció su invisibilidad.

En la mesa de la cocina de su habitación tenía ejemplares del Cape Cod Times y del New York Times de los días inmediatamente posteriores a su muerte. El periódico de Cape Cod había publicado la historia en la parte inferior de la portada, con el titular:

SUICIDIO DE UN DESTACADO PSICOANALISTA; ANTIGUA CASA DE VERANEO CONSUMIDA POR EL FUEGO El periodista había logrado obtener la mayoría de los detalles dispuestos por Ricky, desde la gasolina comprada esa mañana en recipientes recién adquiridos hasta la nota de suicidio y los donativos a organizaciones benéficas. También había conseguido averiguar que recientemente se había presentado una «acusación por una acción inmoral» contra Ricky, aunque el reportero ignoraba lo esencial: que era una invención planeada por Rumplestiltskin y llevada a cabo por Virgil de modo muy eficaz. El artículo también mencionaba el fallecimiento de su mujer tres años atrás y sugería que Ricky había sufrido hacía poco «reveses financieros» que podrían haber contribuido a su suicidio. A Ricky le pareció un texto excelente, bien documentado y lleno de detalles convincentes, tal como había esperado. La nota necrológica del New York Times, que apareció un día después, había sido desalentadoramente breve, con sólo una o dos sugerencias sobre los motivos de su muerte. La había leído con irritación, un poco enfadado y ofendido al ver que todos los logros de su vida parecían poder resumirse a la perfección en cuatro párrafos de jerga periodística sucinta y opaca. Creía haber aportado más al mundo, pero comprendió que quizá no era así, lo que le hizo vacilar unos momentos. La necrológica indicaba también que no se había previsto ningún oficio religioso, algo que supuso una consideración mucho más importante para Ricky. Sospechaba que la falta de un oficio en su memoria era una consecuencia del trabajo de Rumplestiltskin y Virgil con la acusación de abusos sexuales. Ninguno de sus colegas de Manhattan querría mancillarse con la asistencia a un acto que recordara la vida y la obra de Ricky cuando una parte tan importante de ella se había visto cuestionada. Supuso que habría muchos compañeros analistas en la ciudad que, al leer la noticia de su muerte, pensarían que era una prueba de la veracidad de la acusación y que, a la vez, era algo afortunado porque la profesión se ahorraba el mal trago de que la desagradable noticia fuese publicada por el New York Times, como habría sido inevitable que pasara.

Esta idea enfureció un poco a Ricky con sus colegas y por un momento se dijo que tenía suerte de haber terminado con su vida profesional.