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Era una situación de lo más inquietante. Rumplestiltskin era un asesino. Y Ricky tenía que lograr jugar mejor que él a su propio juego.

Lo primero sería convertirse en alguien nuevo y totalmente distinto al hombre que había sido.

Tenía que inventar ese nuevo personaje evitando cualquier indicio que revelara que el doctor Frederick Starks seguía existiendo. Su pasado le había sido arrebatado. No sabía dónde Rumplestiltskin podía haber puesto una trampa, pero estaba seguro de que había una esperando el menor indicio de que su cuerpo no estaba flotando en las aguas de Cape Cod.

sabía que necesitaba un nuevo nombre, una historia inventada, una vida verosímil.

Se percató de que, en este país, la gente era ante todo números. Un número de la Seguridad Social. Números de cuentas bancarias y tarjetas de crédito. Un número de identificación fiscal. Un número de carné de conducir. Números de teléfonos y direcciones.

Así pues, lo más importante era crear esos números. Y después tendría que encontrar un empleo, una casa, crear un mundo a su alrededor que resultara verosímil a la vez que anónimo. Tenía que convertirse en un hombre insignificante, para así empezar a obtener la información que necesitaba para localizar y ejecutar al hombre que le había obligado a suicidarse.

Crear la historia y la personalidad de su nuevo yo no le preocupaba. Al fin y al cabo era un experto en la relación entre los hechos y las impresiones que dejan en el yo. Más preocupante era cómo obtener los números que harían verosímil al nuevo Ricky.

Su primera salida con tal fin fue un fracaso. Fue a la biblioteca de la Universidad de New Hampshire y resultó que necesitaba una tarjeta de identificación de la institución para que el guardia de seguridad le dejara pasar. Observó con nostalgia a los estudiantes que deambulaban por los estantes llenos de libros. Sin embargo, había una segunda biblioteca, mucho más pequeña, situada en la calle Jones. Pertenecía a la red de bibliotecas del condado y, si bien carecía del espacio y la tranquilidad de la universidad, tenía lo que Ricky creía necesitar, es decir, libros e información. También tenía una ventaja secundaria: la entrada era libre. Cualquiera podía ir, leer un periódico, una revista o un libro en una de las cómodas sillas dispersas por el edificio de dos plantas. Pero para sacar un libro se necesitaba un carné. Aquella biblioteca disponía también de cuatro ordenadores para los usuarios. Vio una lista impresa de normas para su funcionamiento, que empezaba por la de que su uso se asignara por riguroso orden de llegada, seguida de las instrucciones de manejo.

Ricky echó un vistazo a los ordenadores y pensó que quizá le serian útiles. Sin saber muy bien por dónde empezar, con una especie de actitud antigua hacia los aparatos modernos, Ricky, el antiguo hombre de diálogo, recorrió los estantes de libros en busca de una sección de informática. No tardó más de unos minutos en encontrarla. Ladeó un poco la cabeza para leer el título de los lomos hasta que dio con Informática para principiantes – Una guía para profanos y miedicas.

Se sentó en una silla y empezó a leer. La prosa le pareció irritante y empalagosa, dirigida a verdaderos idiotas. Pero contenta mucha información, y si Ricky hubiese sido un poco más perspicaz, se habría dado cuenta de que ese léxico infantil estaba pensado para personas como él, porque cualquier niño de once años podría entenderlo.

Tras una hora de lectura se acercó a los ordenadores. Era media mañana, a mitad de semana a finales de verano, y la biblioteca estaba casi vacía. Tenía la zona para él solo. Hizo clic en una de las máquinas y se dispuso a ello. En la pared, como había visto, estaban las instrucciones y pasó a la parte en que explicaban cómo acceder a Internet. Siguió las instrucciones y la pantalla del ordenador cobró vida ante él. Siguió haciendo clics y tecleando instrucciones y en unos momentos se había sumido por completo en el mundo de la informática. Abrió un buscador, como había visto en las instrucciones, e introdujo la expresión: Falsa identidad.

Menos de diez segundos después, el ordenador le decía que había más de cien mil entradas en esa categoría. Empezó a leer desde el principio.

Al final de la mañana había averiguado que el negocio de crear identidades nuevas era próspero. Había docenas de empresas esparcidas por todo el mundo que le proporcionarían cualquier clase de documentación falsa, toda ella vendida con una declinación de responsabilidad que rezaba A EFECTOS DE OCIO SOLAMENTE.

Pensó que había algo delictivo en una empresa francesa que vendía carnés de conducir de California. Pero aunque obvio, no era claramente ilegal.

Preparó listas de lugares y documentos, y reunió así una cartera ficticia. sabía lo que necesitaba, pero obtenerlo era algo difícil, ya que la gente que buscaba una identidad falsa ya era alguien.

El no.

Tenía un bolsillo lleno de efectivo y lugares donde podría gastarlo. El problema era que todos ellos pertenecían al mundo de la informática. El efectivo que tenía era inútil. Pedían números de tarjetas de crédito. Él no tenía ninguna. Pedían direcciones electrónicas. Él no tenía ninguna. Pedían una dirección real donde entregar el material. Él no tenía ninguna.

Afinó la búsqueda y empezó a leer sobre robos de identidades.

Descubrió que era una floreciente actividad delictiva en Estados Unidos. Leyó uno tras otro relatos terribles sobre personas que un día se despertaban y su vida era un caos porque alguien había incurrido en cuantiosas deudas a su nombre.

No le costó nada recordar cómo habían intervenido sus cuentas bancarias y de valores, y sospechó que Rumplestiltskin lo había conseguido fácilmente tras haber obtenido algunos números de Ricky. Eso explicaba por qué la caja que contenía sus antiguas declaraciones de la renta había desaparecido. No era demasiado complicado ser otra persona en el mundo de la informática. Se prometió que quienquiera que llegara a ser no volvería a tirar a la basura una solicitud preaprobada de tarjeta de crédito que hubiera recibido por correo sin haberla pedido.

Se levantó del ordenador y salió de la biblioteca. El sol brillaba con fuerza y el aire seguía lleno del calor del verano. Caminó casi sin rumbo hasta encontrarse en un barrio de sencillas casas de dos pisos con estructura de madera y jardines pequeños donde a menudo había desparramados juguetes de plástico de colores vivos. Oyó voces infantiles que procedían de un jardín trasero, fuera de la vista. Un perro de raza indefinida lo miró desde donde estaba echado, sujeto con una correa a un grueso roble. El perro movió la cola con vivacidad, como si invitara a Ricky a acercarse y acariciarle las orejas. Ricky echó un vistazo alrededor, a las calles arboladas, donde las tupidas ramas creaban zonas de sombra en la acera. Una ligera brisa recorría las copas verdes y hacia que las vetas y las manchas de penumbra de la calle cambiaran de forma y posición antes de volver a detenerse. Avanzó calle abajo y en la ventana delantera de una casa vio un cartelito escrito a mano:

SE ALQUILA HABITACIÓN. INFORMACIÓN AQUI.

Ricky se dijo que era lo que necesitaba, pero se detuvo. «No tengo nombre. Ni pasado. Ni referencias», pensó.

Anotó mentalmente la dirección de la casa y siguió adelante mientras pensaba: «Tengo que ser alguien. Alguien que no pueda rastrearse. Alguien solo pero real».

Una persona muerta podía volver a la vida. Pero eso suscitaba un interrogante, un pequeño desgarro en la tela, que alguien podía descubrir. Una persona inventada podía surgir de repente de la imaginación, pero eso también suscitaba interrogantes.

El problema de Ricky era distinto al de los delincuentes, al de los hombres que querían huir del pago de una pensión alimentaria, al de los antiguos miembros de una secta que temían que los siguieran, al de las mujeres que se escondían de maridos violentos.