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Durante dos días Ricky caminó por las calles, invisible para todo el mundo.

Su aspecto era el de un indigente, un alcohólico trastornado por las drogas o esquizofrénico, o incluso las tres cosas, aunque si alguien le hubiera mirado con atención a los ojos, habría visto un propósito claro, lo que no es habitual en un vagabundo. Ricky se encontró observando a la gente de la calle, imaginando quién era y lo que hacia, casi envidioso del sencillo placer que la identidad proporciona a una persona. Una mujer de cabello plateado que avanzaba con prisas cargada con paquetes de compra de las tiendas de Newbury Street le sugirió una historia, mientras que el adolescente que llevaba unos vaqueros cortados, una mochila y una gorra de los Red Sox ladeada le apuntó otra. Vio empresarios y taxistas, repartidores de electrodomésticos e informáticos. Había corredores de bolsa, médicos, técnicos y un hombre que pregonaba periódicos en un quiosco de una esquina. Todos, desde la loca más indigente que murmuraba y oía voces hasta el ejecutivo con traje de Armani que se subía a una limusina, tenían una identidad definida por lo que eran. Él no tenía ninguna.

En lo que él se había convertido asustaba y era un lujo a la vez.

No pertenecer a ninguna parte era como ser invisible. A pesar del alivio que sentía de momento por estar a salvo del hombre que había destruido su vida anterior, sabía que eso era algo fugaz. Su existencia estaba inextricablemente unida al hombre que sólo conocía como Rumplestiltskin pero que había sido el hijo de una mujer llamada Claire Tyson, a quien él había fallado cuando lo necesitaba. Y ahora estaba solo debido a ese fallo.

Pasó la noche solo bajo un puente sobre el río Charles. Se envolvió con el abrigo, sudando aún debido al calor residual del día, y se apoyó contra un muro para intentar robarle unas horas a la noche. Un calambre en el cuello lo despertó poco después del alba, y todos los músculos de la espalda y las piernas se quejaron indignados. Se levantó y se desperezó lentamente, intentando recordar la última vez que había dormido al aire libre y pensando que no lo hacía desde la infancia. La rigidez de las articulaciones le indicó que no era muy recomendable. Imaginó su aspecto y pensó que ni siquiera el más dedicado actor de método lo habría hecho así.

Una niebla se elevaba del río Charles con masas grises y vaporosas suspendidas sobre las orillas. Ricky salió del paso inferior y avanzó hacia el carril de bicicletas que seguía la margen del río.

De pie, pensó que el agua tenía el aspecto sedoso de una anticuada cinta negra de máquina de escribir, en su serpenteo a través de la ciudad. Lo contempló y se dijo que el sol tendría que elevarse mucho más antes de que el agua se volviera azul y reflejara los edificios majestuosos de la ribera. A esa primera hora de la mañana, el río ejercía un efecto casi hipnótico en él, y por unos instantes se quedó inmóvil contemplando la vista que tenía delante.

Su ensueño se vio interrumpido por el sonido de pasos presurosos en el carril de bicicletas. Se volvió y vio a dos hombres que corrían juntos y se acercaban a él deprisa. Llevaban unos relucientes pantalones cortos y modernas zapatillas de deporte. Supuso que ambos tenían una edad parecida a la suya.

Uno de los hombres gesticuló con el brazo en dirección a Ricky.

– ¡Apártate! -le gritó.

Ricky dio un paso atrás con brusquedad y los dos hombres pasaron por delante.

– ¡Quítate de en medio, tío! -exclamó uno de los dos mientras se ladeaba para no rozar a Ricky.

– ¡Muévete! -soltó el otro hombre-. ¡Joder!

Mientras se alejaban, uno de ellos gritó:

– ¡Vagabundo de mierda! ¡Búscate un trabajo!

Su compañero rió y comentó algo, pero Ricky no distinguió las palabras. Dio un par de pasos tras los hombres, lleno de una cólera repentina.

– ¡Oigan! -gritó-. ¡Alto!

No le hicieron caso. Uno de ellos se volvió para mirarlo por encima del hombro antes de acelerar. Ricky los siguió unos metros más.

– No soy… -empezó-. No soy lo que creen.

Pero entonces se dio cuenta de que podría muy bien serlo.

Regresó hacia el río. En ese instante comprendió que estaba más cerca de ser lo que parecía que de lo que había sido. Inspiró hondo y admitió que se encontraba en la más precaria de las situaciones psicológicas. Había matado a quien había sido para poder huir de un hombre dispuesto a arruinarlo. Si pasaba mucho más tiempo sin ser alguien, ese anonimato terminaría por engullirlo.

Con la idea de que estaba tan en peligro en ese momento como cuando sentía el aliento de Rumplestiltskin en la nuca, avanzó decidido a poner en práctica la primera y fundamental medida.

Se pasó el día yendo de un albergue a otro por toda la ciudad, buscando.

Fue un viaje por el mundo de los necesitados. Un desayuno temprano con huevos mal cocidos y tostadas frías servido en la cocina de una iglesia católica de Dorchester. Luego una hora delante de una agencia de trabajo temporal, donde se reunió con hombres que buscaban trabajo para un día rastrillando hojas o vaciando papeleras. De ahí se dirigió a un albergue estatal en Charlestown, donde el hombre de recepción le dijo que no podía entrar sin algún documento oficial, lo que a Ricky le pareció una exigencia tan demencial como los delirios que sufrían los propios enfermos mentales. Salió enfadado a la calle, donde un par de prostitutas que buscaban clientes durante la hora del almuerzo se rieron de él cuando les preguntó por una dirección. Avanzó por la acera, pasando por delante de callejones y edificios abandonados.

A veces, cuando alguien se le acercaba demasiado, refunfuñaba para sí. El lenguaje es el aspecto brusco de la locura, y junto con su creciente hedor, una coraza muy buena frente al contacto con cualquiera que no fuese un indigente. Los músculos se le entumecieron y los pies empezaron a dolerle, pero siguió buscando. En una esquina, un policía lo observó con atención y avanzó hacia él, pero al parecer se lo pensó mejor y siguió su camino.

Ya bien entrada la tarde, con un sol que aún provocaba onduladas estrías de calor en las calles, Ricky detectó una posibilidad.

El hombre estaba hurgando en un cubo de basuras en la linde de un parque, cerca del río. Era de una estatura y un peso parecidos a los suyos, con un pelo castaño de incipiente calvicie.

Llevaba un gorro de lana, unos pantalones cortos hechos jirones y un abrigo de lana hasta los tobillos que casi le tapaba el calzado, compuesto por un mocasín marrón y una bota de obrero.

Farfullaba en voz baja, absorto en el contenido del cubo de basuras. Ricky se acercó lo suficiente para ver sus lesiones en la cara y en el dorso de las manos. Mientras escarbaba, tosió varias veces, sin advertir la presencia de Ricky. A unos diez metros había un banco, y Ricky se sentó en él. Alguien había dejado ahí parte del periódico del día, y Ricky lo agarró y simuló leer mientras se dedicaba a observar al hombre. Vio que sacaba una lata de refresco del cubo y la echaba en un carrito de la compra del tipo de los que hay que tirar de ellos. El carrito estaba casi lleno de latas vacías.

Ricky contempló al hombre y se dijo: «Hace sólo unas semanas eras médico. Haz tu diagnóstico».

El hombre pareció enfurecerse cuando sacó de la basura una lata que no le gustó. La lanzó con brusquedad al suelo y la envió de un puntapié a un arbusto cercano.

«Bipolar -pensó Ricky-. Y esquizofrénico. Oye voces y no recibe medicación, o por lo menos una que esté dispuesto a tomarse. Propenso a ataques repentinos de energía frenética. Seguramente violento, además, pero más una amenaza para él mismo que para los demás. Las lesiones podrían ser llagas abiertas por vivir en la calle o también sarcoma de Kaposi.»

El sida era una posibilidad evidente. Así como la tuberculosis o el cáncer de pulmón, dada la tos convulsiva del hombre. También podía ser neumonía, aunque la estación no era la adecuada.