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Ricky levantó la vista y vio a Virgil y Merlin sentados en el callejón frente a él. Distinguió sus rostros, cada matiz y expresión del corpulento abogado y de la escultural joven.

«Me dijo que seria mi guía hacia el infierno -pensó-. Tenía razón, quizá más de lo que se imaginaba.»

Sintió la presencia del tercer miembro del triunvirato, pero Rumplestiltskin seguía siendo una sombra que se fundía con la noche e inundaba el callejón como una marea que sube de forma constante.

Se le habían entumecido las piernas. No sabía cuántos kilómetros habría caminado desde su llegada a Boston. Tenía el estómago vacío, así que abrió el paquete de magdalenas y se las comió de dos o tres mordiscos. El chocolate le sentó como una vulgar anfetamina y le proporcionó cierta energía. Se puso de pie y se volvió hacia el fondo del callejón.

Oyó un leve sonido y miró en esa dirección antes de reconocer lo que era: alguien cantando en voz baja y desentonada.

Avanzó con cuidado hacia la voz. A su lado oyó algún animal, supuso que una rata que se escabullía con un sonido de arañazos.

Sujetó la linterna con la mano, pero intentó dejar que los ojos se le adaptaran a la oscuridad del callejón. Eso era difícil, y tropezó una o dos veces cuando los pies se le enredaron con desperdicios indefinidos. Estuvo a punto de caerse en una ocasión, pero conservó el equilibrio y siguió adelante.

Cuando estaba casi sobre el hombre, éste dejó de cantar.

Hubo un silencio tenso durante un par de segundos.

– ¿Quién anda ahí? -oyó preguntar.

– Soy yo -contestó Ricky.

– No se acerque más -dijo la voz-. Le haré daño. Puede que le mate. Tengo un cuchillo.

Arrastraba las palabras con la imprecisión que confiere la bebida. Ricky había esperado que el vagabundo hubiese perdido el conocimiento pero, en cambio, seguía bastante alerta, aunque no demasiado ágil porque no oyó que se apartara de su camino o procurara esconderse. No creía que tuviera ningún arma, pero no estaba seguro del todo. Permaneció inmóvil.

– Este callejón es mío -advirtió el hombre-. Váyase.

– Ahora también es mío -replicó Ricky.

Inspiró hondo y se concentró en encontrar una manera de comunicarse con el hombre. Era como sumergirse en un lago de agua oscura, sin saber lo que hay bajo la superficie.

«Acepta la locura -se dijo mientras intentaba evocar todos los conocimientos que había adquirido en su anterior vida y existencia-. Crea el delirio. Establece la duda. Alimenta la paranoia.»

– Me dijo que teníamos que hablar -aventuró-. Eso me dijo:

«Encuentra al hombre del callejón y pregúntale cómo se llama».

– ¿Quién se lo dijo? -preguntó el hombre en tono vacilante.

– ¿Quién crees? Él. Me habla y me dice a quién buscar, y tengo que hacerlo porque él me lo dice, y por eso estoy aquí -contestó con rapidez.

– ¿Quién te habla?

Sus preguntas llegaban en medio de la oscuridad con un torpor que luchaba contra la bebida que le nublaba una mente ya de por sí entrecruzada.

– No estoy autorizado a decir su nombre, por lo menos no en voz alta o donde alguien pueda oírme. ¡Chitón! Pero dice que sabrás por qué he venido si eres quien debes ser, y que no tendré que explicar nada mas.

El hombre pareció dudar mientras procuraba comprender este galimatías.

– ¿A mi? -preguntó.

– Si eres quien debes ser. -Ricky asintió en la oscuridad-. ¿Lo eres?

– No lo sé -contestó y, tras una pausa, añadió-: Eso creía.

Ricky siguió deprisa para reforzar el delirio.

– Él me da los nombres, ¿sabes? Y yo tengo que buscarlos y hacerles las preguntas porque tengo que encontrar al que es. Es lo que hago, una y otra vez, y eso es lo que tengo que hacer. ¿Eres tú? Tengo que saberlo, ¿comprendes? Si no, he perdido el tiempo.

El hombre parecía intentar asimilar todo eso.

– ¿Cómo sé que puedo fiarme de ti? -dijo el hombre con lengua estropajosa.

Ricky se puso la linterna bajo el mentón, del modo que haría un niño que quisiera asustar a sus amigos. La encendió para iluminarse la cara y luego la dirigió hacia el hombre, dedicando unos segundos a examinar lo que los rodeaba. El vagabundo estaba sentado, apoyado contra la pared de ladrillos, con la botella de vino en la mano. Había desperdicios, y una caja de cartón a su lado, que Ricky supuso sería su casa. Apagó la linterna.

– ¿Y bien? -soltó Ricky, tajante-. ¿Necesitas más pruebas?

El hombre cambió de posición.

– No puedo pensar -gimió-. Me duele la cabeza.

Ricky estuvo tentado de agacharse y agarrar lo que necesitaba. Las manos le temblaron con la seducción de la violencia. Estaba solo en un callejón desierto con aquel vagabundo y se le ocurrió que las personas que lo habían puesto en esa situación no habrían dudado en utilizar la violencia. Para vencer el impulso tuvo que controlarse al máximo. Sabía lo que necesitaba, pero quería que el hombre se lo diera.

– ¡Dime quién eres! -exclamó Ricky en un susurro.

– Quiero estar solo -suplicó el hombre-. No he hecho nada. Ya no quiero estar aquí.

– No eres el que busco -soltó Ricky-. Podría jurarlo. Pero necesito estar seguro. Dime tu nombre.

– ¿Qué quieres? -gimoteó el hombre.

– Tu nombre. Quiero tu nombre.

Ricky podía oír las lágrimas que se formaban con cada palabra que decía el hombre.

– No lo diré -contestó-. Tengo miedo. ¿Vas a matarme?

– No -respondió Ricky-. No te haré daño si me demuestras quién eres.

El hombre vaciló.

– Tengo una cartera -afirmó despacio.

– ¡Dámela! -ordenó Ricky con brusquedad-. ¡Es el único modo de estar seguro!

El hombre se levantó como pudo y se metió la mano en el abrigo. Con los ojos a duras penas adaptados a la oscuridad, Ricky pudo ver que le tendía algo. Lo agarró y se lo metió en el bolsillo.

El hombre empezó a sollozar. Ricky suavizó la voz.

– Ya puedes dejar de preocuparte -dijo-. Ahora me iré.

– Por favor -suplicó el hombre-. Vete.

Ricky se agachó y sacó la botella de vino que había comprado. También tomó un billete de veinte dólares del forro del abrigo. Se los dio al hombre.

– Toma -dijo-. Te lo doy porque no eres el hombre que busco, pero no es culpa tuya, y él quiere que te compense por haberte molestado. ¿Te parece bien?

El hombre agarró la botella, sin contestar, pero luego pareció asentir.

– ¿Quién eres? -preguntó otra vez con una mezcla de temor y confusión.

Ricky sonrió para si y pensó que tener una formación clásica tenía sus ventajas.

– Me llamo Nadie -anunció.

– Nadia es nombre de mujer.

– No. Nadie. Así que, si alguien te pregunta quién te visitó esta noche, puedes decir que fue Nadie. -Ricky suponía que el policía de ronda tendría la misma paciencia para esa historia que los hermanos cíclopes de Polifemo para la ficción que había creado siglos antes otro hombre perdido en un mundo desconocido y peligroso-. Bebe un poco y duerme. Cuando te despiertes, todo seguirá igual.

El hombre gimoteó. Pero acto seguido bebió un largo sorbo de vino.

Ricky se levantó y avanzó con cuidado por el callejón, pensando que no había robado lo que buscaba y tampoco lo había comprado. Se dijo que había hecho lo necesario y que se ajustaba a las reglas del juego. Por supuesto, Rumplestiltskin no sabía que seguía jugando. Pero pronto lo sabría. Se dirigió sin detenerse por la penumbra hacia la luz de la calle que veía delante.