Изменить стиль страницы

23

Ricky no abrió la cartera del hombre hasta después de haber llegado a la terminal de autobuses siguiendo una ruta que le obligó a cambiar dos veces de metro y después de haber recuperado la ropa de la taquilla. En los aseos, logró limpiarse un poco la suciedad de cara y manos y frotarse los sobacos y el cuello con toallas de papel mojadas con agua templada y jabón muy perfumado. No podía hacer gran cosa respecto a la grasa que le cubría el cabello o al olor corporal que sólo una ducha lograría eliminar. Tiró las ropas sucias de vagabundo a la papelera y se puso los pantalones caqui y la camisa que llevaba en la mochila. Contempló su aspecto en el espejo y pensó que había cruzado una línea invisible de regreso hacia donde otra vez parecía un participante en la vida más que un habitante del infierno. Un peine barato de plástico contribuyó a su imagen, pero pensó que seguía situado en un extremo, o cerca de él, y muy alejado del hombre que era antes.

Salió de los aseos y compró un billete de autobús a Durham.

Tenía que esperar casi una hora, así que se compró un bocadillo y un refresco y se dirigió a un rincón vacío del vestíbulo. Echó un vistazo alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba y desenvolvió el bocadillo en el regazo. Después abrió la cartera, que tapó con la comida.

Lo primero que vio le iluminó la cara y lo llenó de alivio: una tarjeta destrozada y descolorida, pero legible, de la Seguridad Social.

El nombre estaba mecanografiado: Richard S. Lively.

A Ricky le gustó. Lively significa «animado» en inglés y, por primera vez en semanas, era así como se sentía. Vio que había tenido una buena suerte adicional: no tendría que aprender a usar un nombre nuevo; la abreviatura corriente de Richard y de Frederick, el suyo, era la misma.

Echó la cabeza atrás y contempló los fluorescentes del techo.

Pensó que había renacido en una terminal de autobuses. Supuso que había lugares mucho peores para reintegrarse al mundo.

La cartera olía a sudor seco, y Ricky repasó con rapidez su contenido. No había gran cosa, pero lo que contenía era una especie de mina de oro. Además de la tarjeta de la Seguridad Social había un carné de conducir de Illinois caducado, un carné de biblioteca de un sistema suburbano de las afueras de San Luis, Misouri, y una tarjeta de la cadena de estaciones de servicio Triple A del mismo estado. Ninguna de esas identificaciones requería foto, salvo el carné de conducir, que aportaba detalles como el color del cabello y los ojos, la estatura y el peso, junto a una fotografía algo desenfocada de Richard Lively. También había una tarjeta de identificación de un hospital de Chicago señalada con un asterisco rojo en una esquina.

«Sida -pensó Ricky-. Seropositivo.»

Había tenido razón sobre las llagas en la cara del hombre. Todos los documentos identificativos incluían direcciones distintas.

Ricky se los metió en el bolsillo. Había también dos recortes de periódico ajados y amarillentos, que desdobló con cuidado y leyó.

El primero correspondía a la necrológica de una mujer de setenta y tres años. El otro era un articulo sobre reducciones de personal de una fábrica de recambios de automóvil. Ricky supuso que la primera era la madre de Richard Lively y el segundo, el empleo que el hombre había tenido antes de hundirse en el mundo del alcohol que lo había conducido a las calles. No tenía idea de qué le habría impulsado a viajar del centro del país a la Costa Este, pero ese cambio le era propicio. Las probabilidades de que alguien le relacionara con ese hombre se reducían mucho.

Leyó deprisa los dos recortes y memorizó los detalles. Observó que sólo se mencionaba un miembro de la familia de la mujer, al parecer un ama de casa de Albuquerque, Nuevo México. Supuso que sería una hermana que se habría olvidado de su hermano hacia muchos años. La madre había sido bibliotecaria del condado y antigua directora de colegio, lo que constituía la pequeña aportación al mundo que había propiciado la necrológica. Se decía que su marido había fallecido unos años antes. La fábrica donde había trabajado Richard Lively producía pastillas de freno y había sido víctima de la decisión empresarial de trasladarse a un lugar de Guatemala donde se fabricaría la misma pieza con costes más reducidos. Ricky pensó que eso provocaba amargura, y era una razón más que suficiente para dejar que la bebida dominara la vida de uno. No tenía modo de saber cómo el hombre había contraído la enfermedad. Probablemente a través de alguna aguja. Devolvió los recortes a la cartera y echó ésta a una papelera.

Pensó en la tarjeta de identificación del hospital con su delatora señal roja y se la sacó del bolsillo. La dobló hasta partirla por la mitad, la envolvió con el papel del bocadillo y la dejó en el fondo de la papelera.

«Sé lo suficiente», pensó.

Por la megafonía se anunció su autobús, pronunciado casi ininteligiblemente por algún empleado tras una mampara de cristal. Ricky se levantó, se cargó la mochila al hombro, recluyó al doctor Starks en algún lugar recóndito de su interior y dio su primer paso como Richard Lively.

Su vida empezó a tomar forma con rapidez.

En una semana había logrado dos trabajos a tiempo parcial. El primero como cajero de un establecimiento Dairy Mart local durante cinco horas por la noche y el segundo reponiendo estantes en un supermercado de alimentación Stop and Shop otras cinco horas por la mañana, un horario que le dejaba libres las tardes. En ninguno de los dos sitios le habían hecho demasiadas preguntas, aunque el encargado de la tienda de comestibles quiso saber si participaba en un programa de Alcohólicos Anónimos, a lo que Ricky contestó afirmativamente. Resultó que el encargado también y, tras darle una lista de iglesias y centros cívicos con sus reuniones previstas, le entregó el consabido delantal verde y le puso a trabajar.

Usó el número de la Seguridad Social de Richard Lively para abrir una cuenta corriente donde depositó el efectivo que le quedaba. Una vez hecho esto, encontró que las salidas del laberinto burocrático eran bastante sencillas. Obtuvo una tarjeta nueva de la Seguridad Social con sólo rellenar un formulario en el que había plasmado su propia firma. En la dirección de Tráfico ni siquiera ojearon la fotografía del carné de Illinois cuando Ricky se presentó para solicitar un carné de conducir de New Hampshire, esta vez con su fotografía y su firma, su color de ojos, su estatura y su peso. También alquiló un apartado de correos en un centro de servicios postales Mailboxes, etc., lo que le proporcionó una dirección para los extractos bancarios y demás correspondencia que podría originar con rapidez. Agradeció recibir catálogos. Se hizo socio de un videoclub y del YMCA. Cualquier cosa que le proporcionara otra tarjeta con su nuevo nombre. Otro formulario y un cheque de cinco dólares le valió una copia del certificado de nacimiento de Richard Lively, que un funcionario le envió por correo desde Chicago.

Procuró no pensar en el verdadero Richard Lively. No le había costado demasiado engañar a un hombre borracho, enfermo y desquiciado para arrebatarle su cartera y su identidad. Aunque se decía que haberlo hecho así era mejor que sacársela a golpes, eso no lo tranquilizaba del todo.

Se fue sacudiendo el sentimiento de culpa a medida que ampliaba su mundo. Se prometió que devolvería su identidad a Richard Lively cuando hubiera logrado recuperar la suya de Rumplestiltskin. Lo único que no sabía era cuánto tiempo le llevaría.

sabía que tenía que marcharse del motel, así que regresó a la zona cercana a la biblioteca pública en busca de la casa con el cartel de SE ALQUILA HABITACIÓN. Le alivió ver que seguía en la ventana de la modesta casa de madera.

Tenía un jardín pequeño, sombreado gracias a un roble y repleto de juguetes de plástico esparcidos. Un niño de cuatro años jugaba con un volquete y una colección de soldaditos en la hierba, mientras que una mujer mayor sentada en una silla de jardín a poca distancia leía el periódico sin dejar de echar de vez en cuando un vistazo al niño, que emitía sonidos de motor y de combate mientras jugaba. Ricky vio que el niño llevaba un audífono en una oreja.