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La mujer alzó los ojos y vio a Ricky.

– Hola -la saludó-. ¿Es suya esta casa?

– Sí.

La mujer asintió a la vez que doblaba el periódico en el regazo y dirigía la mirada hacia el niño.

– He visto el cartel. Sobre la habitación -explicó Ricky.

– Solemos alquilarla a estudiantes -contestó la mujer, que lo observaba con cautela.

– Soy una especie de estudiante -dijo Ricky-. Es decir, espero cursar un posgrado, pero voy un poco despacio porque también tengo que trabajar para ganarme la vida. Eso complica las cosas -concluyó con una sonrisa.

– ¿Qué clase de posgrado? -preguntó la mujer a la vez que se levantaba.

– En criminología -improvisó Ricky-. Permita que me presente. Me llamo Richard Lively. Mis amigos me llaman Ricky. No soy de por aquí. De hecho, he llegado hace poco, necesito un lugar donde vivir.

– ¿No tiene familia? -La mujer seguía mirándolo con recelo-.

¿Ni raíces?

Ricky sacudió la cabeza.

– ¿Ha estado en la cárcel? -quiso saber la mujer.

Ricky pensó que la verdadera respuesta a eso era que sí. Una cárcel concebida por un hombre al que no conocía pero que lo odiaba.

– No -contestó-. Pero es una pregunta razonable. He estado en el extranjero.

– ¿Dónde?

– En México -mintió.

– ¿Qué hacia en México?

– Un primo mío se fue a Los Ángeles y se involucró en el tráfico de drogas. Luego desapareció -inventó con rapidez-. Fui para intentar encontrarlo y viví seis meses de evasivas y mentiras. Pero eso fue lo que me llevó a interesarme por la criminología.

La mujer sacudió la cabeza, recelosa de ese relato descabellado.

– Ya -dijo-. ¿Y qué le trajo a Durham?

– Quería alejarme para siempre de ese mundo -explicó Ricky-.

No me gané demasiados amigos haciendo preguntas sobre mi primo. Imaginé que tendría que ir a algún lugar lejos de ese mundo, y el mapa me sugirió New Hampshire o Maine, y así fue como aterricé aquí.

– No sé si creerlo -respondió la mujer-. Es toda una historia.

¿Cómo sé que es de fiar? ¿Tiene referencias?

– Cualquiera puede conseguir referencias que digan lo que sea -aseguró Ricky-. Seria mucho mejor que me escuchara la voz y me mirara a la cara y sacara sus propias conclusiones después de charlar un rato conmigo.

– Una actitud muy de New Hampshire -sonrió la mujer-. Le enseñaré la habitación, pero aún no estoy segura.

– Está bien -concedió Ricky.

La habitación era un desván acondicionado, con cuarto de baño propio y espacio suficiente para una cama, un escritorio y un sillón viejo demasiado relleno. Contra una pared había una estantería vacía y una cómoda. Una cortina rosa, de niña, enmarcaba una bonita ventana con una media luna superior que daba al jardín y a la tranquila calle lateral. Las paredes estaban decoradas con carteles de viaje que anunciaban los cayos de Florida y las montañas de Vail, en Colorado: una submarinista en bikini y un esquiador que daba un puntapié a una capa de nieve inmaculada. Al lado de la habitación había un huequecito que contenía un pequeño frigorífico y una mesa con una placa térmica. Un estante atornillado a la pared sostenía algunos elementos de vajilla blanca. Ricky pensó que aquel sitio se parecía mucho a lo que debería ser la celda de un monje, que era como se veía en ese momento a si mismo.

– No podrá cocinar en realidad -indicó la mujer-. Sólo tentempiés y pizzas, ese tipo de cosas. No ofrecemos servicio de cocina.

– Suelo comer fuera -comentó Ricky-. De todos modos, tampoco soy demasiado comilón.

– ¿Cuánto tiempo piensa quedarse? -La propietaria seguía observándolo-. Solemos alquilarla por un año académico.

– Eso me iría bien -aseguró-. ¿Quiere que firmemos un contrato?

– No. Sólo exigimos un apretón de manos. Nosotros pagamos los servicios, excepto el teléfono. Tiene una línea independiente.

La compañía se la activará en cuanto quiera. Nada de huéspedes.

Nada de fiestas. Nada de música a todo volumen. Nada de trasnochadas…

– ¿Y suele alquilarla a estudiantes? -la interrumpió Ricky con una sonrisa.

La mujer captó la contradicción.

– Bueno, a estudiantes serios.

– ¿Vive sola con su hijo?

– Me halaga. -La propietaria meneó la cabeza con una sonrisita-. Es mi nieto. Mi hija está en clase. Está divorciada y estudia contabilidad. Yo cuido del niño mientras ella trabaja o estudia, que suele ser todo el tiempo.

– Soy bastante reservado -dijo Ricky-. Y bastante tranquilo.

Tengo un par de trabajos, lo que me ocupa gran parte del día.

Y en el tiempo libre, estudio.

– Es mayor para ser estudiante. Puede que demasiado.

– Nunca es demasiado tarde para aprender, ¿no cree?

– ¿Es usted peligroso, señor Lively? ¿O está huyendo de algo?

Ricky reflexionó antes de contestar:

– He dejado de huir, señora…

– Williams, Janet. El niño se llama Evan y mi hija, Andrea.

– Bueno, aquí es donde me detengo, señora Williams. No estoy huyendo de la justicia, de una ex mujer o de una secta cristiana de derechas, aunque usted podría dejar volar su imaginación en alguna de esas direcciones o en todas a la vez. Y, en cuanto a ser peligroso… Bueno, si lo fuera, ¿por qué tendría que huir?

– En eso lleva razón -dijo la señora Williams-. Es mi casa, ¿sabe? Y somos dos mujeres solas con un niño…

– Tiene motivos para ser precavida. No la culpo por preguntar.

– No sé si creer lo que me ha contado -contestó ella.

– ¿Es tan importante creerlo, señora Williams? ¿Seria distinto si le dijera que soy un extraterrestre que ha sido enviado aquí para investigar los estilos de vida de la población de Durham, New Hampshire, antes de que invadamos la Tierra? ¿O si le contara que soy un espía ruso o un terrorista árabe y le preguntara si no le importa que use el cuarto de baño para fabricar bombas? Podría inventarme todo tipo de historias pero, a la larga, todas serian irrelevantes. Lo que en realidad necesita saber es que no causare problemas, que seré reservado, que pagaré el alquiler puntualmente y, en general, que no la molestaré a usted, ni a su hija o a su nieto. ¿No es eso lo que verdaderamente importa?

– Me cae bien, señor Lively. -La señora Williams sonrió-. Todavía no sé si fiarme demasiado de usted y, desde luego, no le creo. Pero me gusta su manera de decir las cosas, lo que significa que ha superado la primera prueba. ¿Qué le parece un mes de depósito y otro de alquiler, y luego pagos mensuales, de modo que si uno u otro se siente incómodo, podemos llevar las cosas a una rápida conclusión?

– Hasta donde sé, las conclusiones rápidas son difíciles de lograr -sonrió Ricky mientras estrechaba la mano de la mujer-.

¿Y cómo definiría «incómodo»?

La sonrisa de ella se ensanchó, sin soltar la mano de Ricky.

– Yo definiría la palabra «incómodo» con el número de la policía, marcado en el teléfono y la consiguiente serie de preguntas desagradables de hombres serios con uniforme azul. ¿Está claro?

– Perfectamente, señora Williams -aseguró Ricky-. Me parece que estamos de acuerdo.

– Eso creo -contestó la mujer.

La rutina llegó a la vida de Ricky con la misma rapidez que el otoño a New Hampshire.

En la tienda de comestibles pronto le aumentaron el sueldo y le dieron nuevas responsabilidades, aunque el encargado le preguntó por qué no le había visto en ninguna reunión. Así que Ricky fue a varias en el sótano de una iglesia y en un par de ocasiones incluso acudió a una sala llena de alcohólicos para soltarles la típica historia de una vida arruinada por la bebida, lo que suscitó murmullos de comprensión y después varios abrazos sinceros que le resultó hipócrita aceptar. Le gustaba el trabajo en la tienda de comestibles y se llevaba bien, aunque sin explayarse, con los demás empleados, con quienes compartía de vez en cuando el almuerzo y bromeaba con una simpatía que ocultaba su aislamiento. El inventario era algo que parecía dársele bien, lo que le llevó a pensar que llenar los estantes de artículos no era del todo distinto a lo que había hecho con sus pacientes. Ellos también necesitaban que les ordenaran y repusieran los estantes.