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Cada escena de la obra figuraba en el guión. Desde la muerte de Zimmerman en el metro hasta la visita al doctor Lewis en Rhinebeck, pasando por el empleado del hospital donde tiempo atrás había atendido a Claire Tyson.

«¿Qué hace un psicoanalista? -se preguntó-. Establece normas muy sencillas pero inviolables.»

Una vez al día, cinco días a la semana, sus pacientes se presentaban a su puerta y tocaban el timbre de una forma muy concreta. A partir de eso, el caos de su vida cobraba forma. Y con ello, la capacidad de hacerse con el control.

Para Ricky, la lección era simple: no podía seguir siendo previsible.

Aunque eso no era del todo cierto, pensó. Richard Lively podía ser tan normal como fuera necesario, tan normal como él quisiera. Un hombre corriente. Pero Frederick Lazarus sería alguien diferente.

«Un hombre sin pasado puede forjar cualquier futuro», pensó.

Frederick Lazarus obtuvo un carné en la biblioteca y se sumergió en la cultura de la venganza. Cada página que leía rezumaba violencia. Leyó historias, obras de teatro, poemas y ensayos sobre el género del crimen verídico. Devoró novelas, desde narraciones de suspense escritas el año anterior hasta obras terroríficas del siglo XIX. Profundizó en el teatro y casi se aprendió de memoria Otelo, y después todavía más La Orestíada. Recuperó fragmentos de su memoria y releyó partes que recordaba de sus días de universitario. Absorbió la escena en que Ulises cierra las puertas de golpe a los pretendientes y asesina a todos los hombres que le suponían muerto.

Ricky no sabía demasiado sobre el crimen y los criminales, pero pronto se convirtió en un experto; por lo menos en la medida en que la palabra impresa es capaz de educar. Aprendió de Thomas Harris y Robert Parker, así como de Norman Mailer y Truman Capote. Mezcló Edgar Alían Poe y sir Arthur Conan Doyle con los manuales de formación del FBI disponibles en las librerías a través de Internet. Leyó La máscara de la cordura de Hervey Cleckley y terminó conociendo mucho mejor la naturaleza de los psicópatas. Leyó libros como Por qué asesinan y Enciclopedia de los asesinos en serie. Leyó sobre asesinatos en masa y con bombas, crímenes pasionales y asesinatos considerados perfectos. Nombres y crímenes llenaban su imaginación, desde Jack el Destripador hasta Billy el Niño, John Wayne Gacy y el Asesino de la Zodiac. Del pasado al presente. Leyó sobre crímenes de guerra y francotiradores, sobre sicarios y rituales satánicos, sobre mafiosos y sobre adolescentes desconcertados que iban a clase con fusiles de asalto para vengarse de compañeros que se habían burlado de ellos demasiado a menudo.

Le sorprendió descubrir que era capaz de compartimentar todo lo que leía. Cuando cerraba el libro que detallaba algunos de los actos más truculentos que un hombre podía hacer a otro, dejaba a un lado a Frederick Lazarus y volvía a Richard Lively. El primero estudiaba cómo ejecutar con un garrote a una víctima desprevenida y por qué un cuchillo no servia como arma asesina, mientras que el segundo leía cuentos al nieto de cuatro años de su casera y se aprendía de memoria En la granja de mi abuelo, que el niño no se cansaba de escuchar a cualquier hora del día o la noche. Y mientras el primero estudiaba el impacto de las pruebas de ADN en la investigación de un crimen, el segundo se pasaba una larga noche hablando con un estudiante con sobredosis hasta que el peligroso colocón remitía.

«Jekyll y Hyde», penso.

De modo perverso, descubrió que le gustaba la compañía de ambos hombres.

Quizás, y eso era bastante curioso, más que el hombre que era cuando Rumplestiltskin apareció en su vida.

Bien entrada una noche de principios de primavera, nueve meses después de su muerte, Ricky se pasó tres horas al teléfono con una mujer joven angustiada y muy deprimida que llamó, desesperada, al Teléfono de la Esperanza con un frasco de somníferos delante de ella, en la mesilla. Ricky habló con ella sobre aquello en que se había convertido su vida y en lo que podría convertirse. Le trazó con la voz una imagen verbal de un futuro libre de las penas y dudas que la habían llevado a su actual situación. Tejió esperanza en cada hilo de lo que dijo, y al final la muchacha se olvidó de la sobredosis que amenazaba con tomar y dijo que pediría hora al médico de una clínica.

Cuando él se marchó a casa, más vigorizado que exhausto, decidió que había llegado la hora de hacer su primera investigación.

Ese mismo día, cuando terminó su turno en el departamento de mantenimiento, usó su pase electrónico para acceder a la sala de informática de la facultad de ciencias. Era una habitación cuadrada, dividida en cubículos individuales, cada uno de los cuales tenía un ordenador conectado al sistema central de la universidad.

Encendió uno, introdujo su contraseña y se metió en el sistema. En una carpeta a su izquierda tenía la pequeña cantidad de información que había obtenido en su anterior vida sobre la mujer a la que no había sabido ayudar. Dudó un momento antes de continuar. Sabía que podría encontrar la libertad y una vida tranquila y sencilla si seguía el resto de sus días como Richard Lively. Tenía que admitir que la vida de empleado de mantenimiento no era tan mala. Se preguntó si no saber sería mejor que saber, porque era consciente de que, en cuanto empezara el proceso de averiguar las identidades de Rumplestiltskin y sus acólitos Merlin y Virgil, ya no podría detenerse. Se dijo que pasarían dos cosas: todos los años vividos como doctor Starks, dedicado a la idea de que desenterrar la verdad de lo más profundo de cada ser era una tarea valiosa, se apoderarían de él, y Frederick Lazarus exigiría venganza.

Ricky libró una batalla interior durante un rato, tal vez sólo unos segundos o tal vez horas ante la pantalla, con los dedos inmóviles sobre el teclado.

Decidió que no se comportaría como un cobarde. Pero dudó si la cobardía sería esconderse o actuar. Una sensación fría lo recorrió al tener que elegir.

«¿Quién eras, Claire Tyson? ¿Y dónde están ahora tus hijos?»

Pensó que había muchas clases de libertad. Rumplestiltskin le había matado para lograr una clase de libertad. Ahora él iba a encontrar la suya.

25

Esto era lo que Ricky sabía: hacía veinte años una mujer había muerto en Nueva York y las autoridades habían dado en adopción a sus tres hijos. Debido a ese único hecho, él se había visto obligado a suicidarse.

Los primeros intentos de Ricky en busca del nombre de Claire Tyson no dieron fruto. Era como si su muerte también la hubiese erradicado de los registros a que él tenía acceso electrónico. Al principio ni siquiera la copia del certificado de defunción lo sacó del atasco. Los programas para facilitar árboles genealógicos que habían mostrado la relación de sus familiares con tanta rapidez, resultaron bastante menos efectivos a la hora de localizar a Claire. Parecía que sus orígenes tenían una categoría muy inferior, y esta falta de identidad parecía disminuir su presencia en el mundo. Le sorprendió un poco la falta de información. Los programas del tipo «encuentre a sus familiares desaparecidos» prometían servir para encontrar a casi todo el mundo, y la aparente desaparición de Claire de todos los registros era inquietante.

Pero las primeras tentativas no fueron del todo inútiles. Una de las cosas que había aprendido en los últimos meses era a pensar de un modo bastante más práctico. Como psicoanalista, su método había consistido en seguir símbolos para llegar a realidades.

Ahora usaba técnicas parecidas pero de una forma más concreta.

Cuando el nombre de Claire Tyson no obtuvo resultado, empezó a buscar por otras vías. Los registros de la propiedad inmobiliaria de Manhattan le proporcionaron el propietario actual del edificio donde ella había vivido. Otra consulta le aportó nombres y direcciones de la burocracia municipal donde la mujer habría tenido que solicitar cualquier prestación social, vales canjeables por alimentos y ayuda a las familias a cargo de menores. El truco era imaginar la vida de Claire Tyson veinte años atrás y limitar eso a fin de conocer todos los elementos que estaban en juego en ese momento. En algún lugar de ese retrato habría un vinculo con el hombre que lo había acechado.