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– ¿Tiene el nombre o la dirección del hombre al que usted paga el alquiler? -preguntó Ricky tras reflexionar otro momento.

Charlene pareció sorprendida pero asintió.

– Claro. Hago el cheque a nombre de un abogado del centro y se lo mando a un hombre del banco. Cuando tengo el dinero. -Recogió un lápiz del suelo y anotó un nombre y una dirección en el dorso de un sobre de una casa de alquiler de muebles. El sobre llevaba estampado en rojo SEGUNDO AVISO-. Espero que esto le sirva de algo.

Ricky sacó dos billetes más de veinte dólares y se los entregó.

Ella asintió para darle las gracias. Después de dudar un momento, él sacó un tercer billete.

– Para el niño -dijo.

– Es muy amable.

Se protegió los ojos del sol con la mano al salir a la calle. No había una sola nube en el cielo y el calor se había intensificado.

Recordó los días veraniegos de Nueva York y cómo él huía hacia el clima más fresco de Cape Cod.

«Eso se acabó», penso.

Miró hacia donde tenía aparcado el coche y trató de imaginarse a un anciano sentado entre sus escasas pertenencias en la acera.

Sin amigos y desalojado de la casa donde había vivido una vida difícil, pero por lo menos suya propia, durante muchos años. Expulsado con rapidez y sin consideración. Abandonado a la vejez, la enfermedad y la soledad. Ricky se guardó el papel con el nombre y la dirección del abogado en el bolsillo. sabía quién había desalojado al anciano. Sin embargo, se preguntó si aquel hombre mayor sentado en la acera sabía que el hombre que lo había echado a la calle era el hijo de su hija, a quien muchos años antes Ricky había dado la espalda.

A menos de siete manzanas de la casa de donde Claire Tyson había huido había un gran instituto de secundaria. Ricky aparcó en la zona de estacionamiento y contempló el edificio mientras intentaba imaginar cómo un adolescente podría encontrar individualidad, y mucho menos educación, entre aquellas paredes. Era un edificio enorme de color arena, con un campo de fútbol y una pista circular a un lado, tras una valla de tres metros de altura. Ricky tuvo la impresión de que quienquiera que hubiese diseñado aquella estructura se había limitado a dibujar un rectángulo inmenso y a añadir después un segundo rectángulo para crear un conjunto en forma de T y dar así por finalizada su obra. En la pared de ladrillo del edificio había un enorme mural de un antiguo barco griego junto con la leyenda: HOGAR DE LOS ESPARTANOS DEL SUR en una fluida y apagada letra roja. Todo el lugar estaba cocido como una crep en una sartén bajo el cielo despejado y el sol abrasador.

En la puerta principal había un control de seguridad, donde un guarda con camisa azul, pantalones negros y cinturón y zapatos de charol negro que, si bien no le conferían la categoría de policía, si por lo menos el mismo aspecto, manejaba un detector de metales. El guarda dijo a Ricky cómo llegar a las oficinas administrativas y luego le hizo pasar entre los postes paralelos. Los zapatos de Ricky repiquetearon en el suelo de linóleo del vestíbulo. Era horario de clase, de modo que avanzó casi en solitario entre hileras de taquillas de color gris. Sólo algún que otro alumno pasó apresurado a su lado.

Al otro lado de la puerta que indicaba ADMINISTRACIÓN había una secretaria sentada a una mesa. Una vez le explicó el motivo de su visita, ella lo condujo a la oficina de la directora. Esperó fuera mientras la secretaria entraba y luego aparecía en la puerta para hacerle pasar. Una mujer de mediana edad con una camisa blanca abrochada hasta la barbilla alzó los ojos del ordenador por encima de las gafas para dirigirle una mirada de maestra de escuela, casi regañona.

Parecía un poco desconcertada por su presencia, y le señaló una silla mientras se desplazaba para situarse detrás de una mesa abarrotada de papeles. Ricky se sentó y pensó que aquel asiento habría sido utilizado sobre todo por alumnos atribulados, pillados en alguna fechoría, o por padres consternados a los que se informaba de ello.

– ¿En qué puedo ayudarlo exactamente? -preguntó la directora sin rodeos.

– Estoy buscando información -asintió Ricky-. Necesito detalles de una joven que estudió en este instituto a finales de los años sesenta. Su nombre era Claire Tyson.

– Los expedientes académicos son confidenciales -replicó la directora-. Pero recuerdo a la joven.

– ¿Lleva aquí mucho tiempo?

– Toda mi carrera -dijo la mujer-. Pero aparte de dejarle ver el anuario de 1967, no creo que pueda proporcionarle gran ayuda.

Como le he dicho, los expedientes son confidenciales.

– Bueno, en realidad no necesito su expediente académico -indicó Ricky, que se sacó la carta del falso centro para el tratamiento del cáncer y se la entregó-. Lo que estoy buscando es alguien que pueda conocer a un familiar.

La mujer leyó la carta con rapidez. Su expresión se suavizó.

– Oh -exclamó a modo de disculpa-. Lo siento mucho. No sabía…

– Descuide. Es una posibilidad muy remota. Pero cuando tienes una sobrina tan enferma, estás dispuesto a aferrarte a cualquier posibilidad, por remota que sea.

– Por supuesto -dijo la mujer con rapidez-. Por supuesto que sí. Pero no creo que quede ningún Tyson de la familia de Claire por aquí. Por lo menos que yo recuerde, y recuerdo a casi todo el mundo que cruza esas puertas.

– Me sorprende que recuerde a Claire -comentó Ricky.

– Dejaba huella, en más de un sentido. Por aquel entonces yo era su tutora de orientación profesional. He ido subiendo de categoría.

– Es evidente -dijo Ricky-. Pero recordarla, en especial después de tantos años…

La mujer hizo un leve gesto, como para interrumpir su pregunta. Se levantó y se dirigió a una estantería para coger un viejo anuario encuadernado en imitación piel correspondiente a 1967.

Se lo dio a Ricky.

Era un anuario de lo más típico. Páginas y páginas de cándidas instantáneas de alumnos en actividades o juegos diversos, reforzadas con algo de prosa entusiasta. El grueso del anuario lo formaban los retratos formales de la última clase. Eran retratos de estudio de gente joven que intentaba parecer mayor y más seria de lo que era. Ricky repasó las imágenes hasta que llegó a Claire Tyson. Le costó un poco identificar a la mujer a la que había visto una década después con la muchacha del anuario. Llevaba el cabello más largo, que le caía ondulado sobre el hombro. Esbozaba una leve sonrisa, un poco menos forzada que la mayoría de sus compañeros de clase, con el tipo de expresión que adoptaría alguien que sabe un secreto. Leyó el texto junto a su foto. Relacionaba sus actividades extraescolares (francés, ciencias, el club de Futuras Amas de Casa y la sociedad teatral) y los deportes que practicaba, voleibol y béisbol universitarios. También figuraban sus méritos académicos, que incluían ocho semestres en el cuadro de honor y una distinción del programa de becas al mérito escolar. Había una cita, de cariz humorístico, pero que para Ricky tenía un tono algo premonitorio: «Haz a los demás antes de que los demás tengan ocasión de hacerte a ti». Una predicción, «Quiere vivir a tope», y un vistazo a la bola de cristal adolescente: «De aquí a diez años estará en Broadway o bajo él».

La directora miraba por encima de su hombro.

– No tenía ninguna posibilidad -aseguró.

– ¿Perdone? -replicó Ricky, y la palabra formó una pregunta.

– Era la hija única de una pareja… bueno, difícil. Vivían en el límite de la pobreza. El padre era un tirano. Quizá peor aun…

– Quiere decir…

– Mostraba muchos signos clásicos de abusos sexuales. Hablé con ella a menudo cuando tenía sus ataques incontrolables de depresión. Lloraba y se ponía histérica. Después se quedaba tranquila, fría, casi ida, como si estuviera en otra parte, aunque estaba sentada conmigo en el despacho. Habría llamado a la policía si hubiera tenido alguna prueba, pero ella jamás admitió ante mi ningún abuso. En mi posición hay que ser prudente. Y entonces no sabíamos tanto sobre estas cosas como ahora.