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El jardín delantero tenía aire de abandono, la hierba invadida de maleza. Un perro grande, encadenado a una pared y limitado por una valla metálica al reducido jardín trasero, empezó a ladrar con furia cuando él subió el sendero de entrada. El periódico del día había caído cerca de la calle, y Ricky lo recogió y lo llevó hasta la puerta principal. Pulsó el timbre y lo oyó sonar en el interior. Un niño lloraba, pero se calló casi a la vez que una voz contestaba:

– Ya voy, ya voy.

La puerta se abrió y una joven negra con un pequeño a la cadera apareció frente a él. No abrió la puerta mosquitera.

– ¿Qué quiere? -le espetó-. ¿Ha venido por el televisor? ¿Por la lavadora? ¿Acaso por los muebles o el biberón del niño? ¿Qué se llevarán ahora?

Miró hacia la calle, buscando con los ojos un camión y un grupo de hombres.

– No he venido a llevarme nada -contestó Ricky.

– ¿Es de la compañía de la luz?

– No. No soy cobrador de facturas y tampoco vengo a llevarme nada pendiente de pago.

– ¿Quién es entonces? -quiso saber.

Su voz seguía sonando agresiva. Desafiante.

– Alguien que quiere hacer unas preguntas -sonrió Ricky-. Y, si obtengo algunas respuestas, usted podría ganar algún dinero.

La mujer siguió observándolo con recelo, pero ahora también con curiosidad.

– ¿Qué clase de preguntas? -dijo.

– Preguntas sobre alguien que vivió aquí antes, hace tiempo.

– No sé demasiado -dijo la mujer.

– Una familia apellidada Tyson.

– Será el hombre al que desalojaron antes de que nos instaláramos nosotros -asintió la joven.

Ricky sacó un billete de veinte dólares de la cartera. Lo levantó y la mujer abrió la puerta mosquitera.

– ¿Es usted policía? -preguntó-. ¿Una especie de detective?

– No soy policía. Pero podría ser una especie de detective.

Entró en la casa.

Parpadeó un instante ya que tardó unos segundos en adaptarse a la oscuridad. El calor de la entrada era sofocante. Siguió a la mujer y al niño hacia el salón, donde las ventanas estaban abiertas pero el calor acumulado lo asemejaba a la celda de una cárcel. Había una silla, un sofá, un televisor y un corralito rojo y azul, que fue donde la mujer depositó al niño. Las paredes estaban vacías, salvo por un retrato del pequeño y una fotografía de boda que mostraba a la mujer y a un joven negro con uniforme de la Marina en una pose forzada. Ricky le echó diecinueve años a la pareja.

Veinte como mucho. «Diecinueve -pensó tras lanzar una mirada furtiva a la muchacha-. Pero está envejeciendo deprisa.» Volvió a mirar la fotografía e hizo la pregunta obvia:

– ¿Es su marido? ¿Dónde está?

– Embarcó -contestó la mujer. Su voz, una vez serena, poseía una dulzura cantarina. Hablaba con un acento inconfundible del sureste, y Ricky supuso que sería de Alabama o de Georgia, quizá de Misisipi. Imaginó que alistarse había sido la ruta de escape de alguna zona rural y que ella lo había seguido sin sospechar que tan sólo iba a substituir una clase de pobreza por otra-. Está en algún sitio del golfo Pérsico, a bordo del Essex. Es un destructor. Le faltan dos meses para volver a casa.

– ¿Cómo se llama usted?

– Charlene. ¿Son estas las preguntas con las que voy a ganar dinero?

– ¿Tan mala es su situación?

– Y que lo diga. -Rió como si fuera una broma-. La paga de la Marina es una miseria sí no asciendes un poco. Ya nos quedamos sin coche y debemos dos meses de alquiler. También debemos parte de los muebles. Nos ocurre más o menos lo mismo a todos los que vivimos en esta parte de la ciudad.

– ¿La amenaza el casero? -quiso saber Ricky.

La mujer, para su sorpresa, negó con la cabeza.

– El casero debe de ser un hombre bueno, no lo sé. Cuando tengo el dinero, lo ingreso en una cuenta bancaria. Pero un hombre del banco, o tal vez un abogado, me llamó y me dijo que no me preocupara, que pagara cuando pudiera. Dijo que comprendía que las cosas a veces eran difíciles para los militares. Mi marido Reggie no es más que marinero raso. Tiene que ascender si quiere recibir una buena paga. Pero aunque el casero es legal, nadie más lo es. Los de la compañía de la luz dicen que la van a cortar. Por eso no puedo encender el aire acondicionado ni nada.

Ricky se sentó en la única silla, y Charlene lo hizo en el sofá.

– Cuénteme lo que sepa sobre la familia Tyson -pidió él-. ¿Vivía aquí antes de que llegaran ustedes?

– Si. No sé demasiado sobre esa gente. Sólo sé algo del viejo.

Vivía aquí solo. ¿Le interesa ese viejo?

Ricky tomó la cartera y mostró a la joven el carné de conducir falso a nombre de Rick Tyson.

– Es un pariente lejano y puede haber recibido una pequeña suma en herencia -mintió-. La familia me ha mandado para intentar localizarlo.

– No creo que necesite dinero donde está -soltó Charlene.

– ¿Dónde está?

– En el asilo de veteranos del ejército que hay en Midway Road. Si todavía vive.

– ¿Y su mujer?

– Murió hace más de dos años. Estaba delicada del corazón, o eso dijeron.

– ¿Los llegó a conocer?

– Lo único que sé es lo que me contaron los vecinos -comento Charlene, y meneó la cabeza.

– ¿Y qué le contaron?

– Que el viejo y la vieja vivían aquí solos.

– Creía que tenían una hija.

– Eso parece, pero dicen que murió. Hace mucho.

– Ya. Continúe.

– Vivían de la Seguridad Social. Puede que cobraran algo de retiro, no lo sé. La vieja se puso enferma del corazón. No tenía seguro de enfermedad, sólo la sanidad pública. Las facturas se acumulaban. La vieja murió y dejó al viejo con un montón de facturas. Sin seguro. Era un hombre desagradable que no caía demasiado bien a ningún vecino, sin amigos y sin familia, que se supiera. Tenía sólo lo mismo que yo: facturas, gente que quería cobrar su dinero. Un día se retrasó con la hipoteca de la casa y descubrió que el banco ya no era el propietario de la deuda como él creía, porque alguien se la había comprado. No hizo ese pago, puede que tampoco otros, y los alguaciles vinieron con una orden de desalojo. Lo pusieron de patitas en la calle. Y ahora está en el asilo de veteranos del ejército. No creo que vaya a salir nunca de allí, a no ser con los pies por delante.

– ¿Ustedes se instalaron aquí inmediatamente después del desalojo? -preguntó Ricky tras reflexionar un minuto.

– Exacto. -Charlene suspiró y meneó la cabeza-. Toda esta manzana era mucho más bonita hace un par de años. No había tanta basura, ni bebida, ni peleas. Creía que seria un buen lugar para empezar de cero, pero ahora no tenemos dinero para mudarnos. En todo caso, los vecinos de aquí enfrente fueron quienes me contaron la historia del viejo. Ya no están aquí. Seguramente ya no queda ninguno de los que conocían al viejo. Pero no parecía que hubiese tenido muchos amigos. El viejo tenía un pitbull encadenado donde ahora está nuestro perro. El nuestro sólo ladra, arma escándalo, como cuando usted se acercó. Si lo suelto lo más probable es que le lama la cara en lugar de morderlo. El pitbull de Tyson no era así. Cuando ese hombre era más joven, le gustaba que peleara, ya sabe, en peleas con apuestas. En esos sitios hay muchos hombres blancos sudorosos que apuestan lo que no tienen, beben, blasfeman y arman jaleo. Esa es la parte de Florida no apta para turistas. Es como Alabama o Misisipi. La mentalidad cerrada de Florida. La mentalidad cerrada y los pitbulls.

– Entiendo -dijo Ricky.

– En este barrio hay muchos niños. Los perros como ese pueden morder a alguno. Puede que hubiera otras razones por las que no cayera muy bien a la gente de por aquí.

– ¿Qué otras razones?

– He oído historias.

– ¿Qué clase de historias?

– Historias perversas. De cosas horribles, llenas de maldad. No sé si serán ciertas y, como mis padres me dicen que no repita cosas que no sepa seguro, quizá debería preguntar a alguien que no sea tan temeroso de Dios como yo. Pero no sé quién. Ya no quedan personas de esa época.