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– ¿Está…?

– Terminal.

– Entonces puede que mi visita sea más oportuna de lo que esperaba. Tal vez pueda proporcionarle algo de consuelo para sus últimos días.

La recepcionista asintió. Señaló un plano esquemático del hospital.

– Tiene que ir aquí. La enfermera de guardia le ayudará.

Ricky recorrió el laberinto de pasillos que parecían descender a mundos cada vez más fríos y anodinos. Todo lo que había en el hospital le resultaba un poco raído. Le recordaba las distinciones entre las tiendas de ropa cara de Manhattan, que conocía de sus días de psicoanalista, y el mundo de segunda mano del Ejército de Salvación que había descubierto como empleado de mantenimiento en New Hampshire. En aquel hospital para veteranos del ejército nada era nuevo, nada era moderno, nada parecía funcionar debidamente, todo tenía aspecto de usado. Hasta la pintura blanca de las paredes estaba descolorida y amarillenta. Le resultaba curioso caminar por un lugar que debería estar aseado y dedicado a la ciencia y tener la sensación de necesitar una ducha.

«La clase marginada de la medicina», pensó. Y cuando pasó por las unidades de cardiología y pulmonar, y junto a una puerta cerrada que indicaba psiquiatría, el ambiente pareció volverse cada vez más decrépito y deteriorado, hasta que llegó a la fase final, una serie de puertas dobles con el rótulo UNIDAD DE DESAHUCIADOS, con las palabras mal alineadas.

Ricky observó que el alzacuellos y el traje de clérigo cumplían su objetivo de modo impecable. Nadie le pidió ninguna identificación; nadie pareció preguntarse qué hacia allí. Al entrar en la unidad, vio un puesto de enfermería y se acercó al mostrador. La enfermera de guardia, una corpulenta mujer negra, alzó los ojos hacia él.

– Ah, padre -dijo-, me han avisado de que venia hacia aquí. El señor Tyson está en la habitación 300. La primera cama al entrar.

– Gracias -contestó Ricky-. ¿Podría decirme qué tiene?

La enfermera le entregó con diligencia un historial médico.

Cáncer de pulmón. Le quedaba POCO tiempo y, en su mayoría, doloroso. Sintió un poco de compasión. «Bajo la capa de ser serviciales -pensó-, los hospitales hacen mucho por degradar.»

Eso era así, sin duda, en el caso de Calvin Tyson, que estaba conectado a varias máquinas y yacía incómodo en la cama, apuntalado con almohadas para ver el viejo televisor que colgaba entre su cama y la de su vecino. El aparato ofrecía una telenovela, pero el sonido estaba apagado. Además, la imagen se veía borrosa.

Tyson estaba escuálido, casi esquelético. Llevaba puesta una mascarilla de oxigeno que le colgaba del cuello y levantaba de vez en cuando para respirar mejor. Su nariz estaba teñida del inconfundible tono azulado del enfisema, y sus descarnadas piernas desnudas se extendían en la cama como ramitas que una tormenta hubiera arrancado de un árbol y desparramado por la calzada. El hombre que ocupaba la cama de al lado estaba en una situación muy parecida, y ambos resollaban en una agonía a dúo. Cuando Ricky entró, Tyson volvió la cabeza para mirarlo.

– No quiero hablar con ningún sacerdote -dijo.

– Pero este sacerdote quiere hablar con usted -sonrió Ricky con frialdad.

– Quiero que me dejen solo -insistió Tyson.

Ricky lo observó.

– Según parece -dijo con brío-, pronto va estar solo toda la eternidad.

– No necesito ninguna religión, ya no.

Tyson sacudió la cabeza con dificultad.

– Y yo no voy a ofrecerle ninguna -contestó Ricky-. Por lo menos, no como piensa.

Ricky cerró la puerta de la habitación. Vio que había unos auriculares para escuchar la televisión colgados en la pared. Rodeó los pies de la cama y observó al compañero de Tyson. El hombre lo miró con una expectación indiferente. Ricky le señaló los auriculares de su cama.

– ¿Quiere ponérselos para que pueda hablar en privado con su vecino? -preguntó, pero en realidad ordenó.

El hombre se encogió de hombros y se los colocó en las orejas con cierta dificultad.

– Bien -dijo Ricky mientras se volvía hacia Tyson para preguntarle-: ¿Sabe quién me ha enviado?

– Ni idea -dijo con voz ronca Tyson-. No queda nadie a quien yo le importe.

– En eso se equivoca. -Se acercó y se inclinó hacia el hombre agonizante para susurrarle con frialdad-: Dígame la verdad, viejo, ¿cuántas veces se folló a su hija antes de que ella se marchara para siempre?

26

El anciano, sorprendido, abrió unos ojos como platos. Levantó una mano huesuda que agitó en el reducido espacio entre Ricky y su tórax hundido, como si pudiera alejar la pregunta, pero estaba demasiado débil para hacerlo. Tosió, se atragantó y tragó saliva antes de preguntar:

– ¿Qué clase de sacerdote es usted?

– Un sacerdote de la memoria -contestó Ricky.

– ¿Qué quiere decir con eso?

Las palabras del hombre eran apresuradas y atemorizadas. Recorrió la habitación rápidamente con la mirada como si buscara a alguien que lo ayudara.

Ricky esperó antes de responder. Bajó los ojos hacia Calvin Tyson, que, aterrado de repente, se retorcía en la cama, e intentó adivinar si tendría miedo de él o de la historia que parecía conocer. Sospechó que el viejo había pasado años solo sabiendo lo que había hecho, y aunque las autoridades escolares, los vecinos y su mujer hubieran sospechado de él, seguramente se habría convencido de que era un secreto que sólo compartía con su hija.

Ricky, con su provocadora pregunta, debía de parecerle una especie de ángel vengador. El anciano alargó la mano para buscar el timbre que colgaba de un cable en la cabecera, pero Ricky lo apartó de su alcance.

– No vamos a necesitar esto -aseguró-. Nuestra conversación será en privado.

El viejo dejó caer la mano en la cama y agarró la mascarilla de oxigeno para aspirar bocanadas profundas con los ojos todavía desorbitados de miedo. La mascarilla era anticuada, verde, y cubría la nariz y la boca con un plástico opaco. En unas instalaciones modernas, Tyson tendría un artilugio más pequeño sujeto entre los orificios de la nariz. Pero aquel hospital para veteranos del ejército era el tipo de sitio donde se envía el equipo viejo para que sea utilizado antes de desecharlo, mas o menos como muchos de 3 o8 los pacientes que ocupaban aquellas camas. Ricky apartó la mascarilla de oxigeno de la cara de Tyson.

– ¿Quién es usted? -preguntó el viejo, temeroso.

Tenía acento del Sur. Ricky pensó que había algo de infantil en el terror que asomaba a sus ojos.

– Soy un hombre con algunas preguntas -dijo-. Un hombre que busca algunas respuestas. Verá, esto puede ser fácil o difícil; depende de usted.

Para su sorpresa, no le costó nada amenazar a un anciano decrépito que había abusado de su única hija y que después había vuelto la espalda a sus nietos huérfanos.

– Usted no es ningún predicador -dijo Tyson-. Usted no trabaja para el Señor.

– En eso se equivoca -aseguró Ricky-. Y teniendo en cuenta que va a estar frente a Él en cualquier momento, quizás haría bien en pecar de creyente.

Este argumento pareció tener algún sentido para el anciano, que cambió de postura y asintió.

– Su hija… -empezó Ricky, pero no pudo concluir la frase.

– Mi hija está muerta. No era buena. Nunca lo fue.

– ¿No cree que usted tuvo algo que ver en eso?

– Usted no sabe nada. -Calvin Tyson sacudió la cabeza-. Nadie lo sabe. Lo que ocurrió ya es historia.

Ricky lo miró a los ojos. Vio que se endurecían como el cemento que fragua deprisa bajo un sol riguroso. Efectuó una rápida valoración psicológica. Tyson era un pedófilo despiadado, impenitente e incapaz de comprender el daño que había causado a su hija. Y yacía ahí, en su lecho de muerte, seguramente mas asustado por lo que lo esperaba que por lo que había hecho en el pasado. Decidió seguir ese camino para ver adónde lo conducía.

– Puedo darle el perdón… -insinuó Ricky.