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– No hay ningún predicador tan poderoso -gruñó el anciano con desdén-. Correré el riesgo.

– Su hija Claire tuvo tres hijos… -dijo Ricky tras una pausa.

– Era una puta; se marchó con ese de las prospecciones petrolíferas, y después acabó en Nueva York. Eso la mató. No yo.

– Cuando murió se pusieron en contacto con usted -prosiguió Ricky-. Era su pariente vivo más cercano. Alguien de Nueva York lo llamó para saber si se haría cargo de los niños.

– ¿Para qué iba a querer a esos bastardos? Mi hija nunca se casó. Yo no los quería.

Ricky observó a Calvin Tyson y pensó que debió de ser una decisión difícil de tomar para él. Por una parte, no quería la carga económica de criar a los tres huérfanos de su hija. Pero por otra, eso le habría proporcionado nuevas fuentes para saciar sus pervertidos impulsos sexuales. Eso debió de ejercer en él una seducción muy fuerte, casi irresistible. Un pedófilo dominado por el deseo es una fuerza poderosa e imparable. ¿Qué le haría rechazar una nueva fuente disponible de placer? Ricky siguió contemplando al anciano y entonces, en un instante, lo supo: Calvin Tyson tenía otros recursos. ¿Los hijos de los vecinos? ¿En la misma calle? ¿A la vuelta de la esquina? ¿En un parque? No lo sabía, pero era cerca.

– Así que firmó unos documentos para darlos en adopción, ¿no es así?

– Sí. ¿Por qué quiere saberlo?

– Porque tengo que encontrarlos.

– ¿Para qué?

Ricky echó un vistazo alrededor. Señaló con un ligero gesto la habitación del hospital.

– ¿Sabe quién lo echó a la calle? -preguntó-. ¿Sabe quién ejecutó la hipoteca de su casa y lo desalojó de modo que terminó aquí, esperando solo la muerte?

– Alguien compró la deuda sobre la casa a la sociedad hipotecaria -comentó el anciano sacudiendo la cabeza-. No me dio la oportunidad de saldar la deuda cuando me atrasé en el pago de una cuota y ¡zas!, me quedé en la calle.

– ¿Y qué le pasó entonces?

Los ojos del anciano se volvieron legañosos, de repente llenos de lágrimas. Ricky lo encontró patético. Pero refrenó cualquier sentimiento incipiente de lástima. Lo que Calvin Tyson había recibido era menos de lo que se merecía.

– Estaba en la calle. Enfermé. Me dieron una paliza. Ahora me estoy muriendo, como usted ha dicho.

– Pues el hombre que lo condujo a esta cama es el hijo de su hija -anunció Ricky.

Calvin Tyson abrió unos ojos como platos y meneó la cabeza.

– ¿Cómo es posible?

– Él compró la deuda. Él lo desalojó. Lo más probable es que él organizara también que lo apalearan. ¿Lo violaron?

Tyson meneó la cabeza.

«Eso es algo que Rumplestiltskin no sabía -pensó Ricky-.

Claire Tyson no debió de contar ese secreto a sus hijos. El viejo tuvo suerte de que Rumplestiltskin no se molestara en hablar con los vecinos ni con nadie del instituto de secundaria.»

– ¿Me hizo todo eso? ¿Por qué?

– Porque usted les dio la espalda a él y a su madre. Así que le pagó con la misma moneda.

– Todo lo malo que me ha ocurrido… -sollozó el viejo.

Es obra de un hombre -terminó Ricky por él-. El hombre que yo estoy intentando encontrar. Así que se lo preguntaré de nuevo: firmó unos documentos para dar a los niños en adopción, ¿verdad?

Tyson asintió.

– ¿Recibió también dinero?

– Un par de los grandes -asintió otra vez el anciano.

– ¿Cómo se llamaba la pareja que adoptó a los tres niños?

– Tengo un documento.

– ¿Dónde?

– En la caja de mis cosas, en el armario.

Señaló una taquilla de metal gris cubierta de arañazos.

Ricky la abrió y vio unas cuantas prendas raídas colgadas en perchas. En el suelo había una caja de caudales barata. El cierre estaba roto. Ricky la abrió y revolvió con rapidez unos documentos viejos hasta que encontró unos sujetados con una goma elástica. Vio un sello del estado de Nueva York. Se metió los documentos en el bolsillo de la chaqueta.

– No los va a necesitar -dijo al anciano. Bajó los ojos hacia el hombre echado sobre las sucias sábanas de la cama del hospital y cuya bata apenas cubría su desnudez. Tyson aspiró un poco mas de oxígeno. Estaba pálido-. ¿Sabe qué? -dijo Ricky despacio, con una crueldad que lo asombró-. Ahora ya puede morirse. Creo que será mejor que se dé prisa porque estoy seguro de que le espera mas dolor. Mucho más dolor. Tanto como el que usted causó en este mundo pero multiplicado por cien. Así que adelante, muérase.

– ¿Qué va a hacer? -preguntó Tyson.

Su voz era un suspiro horrorizado, con jadeos y resuellos provocados por la enfermedad que le carcomía los pulmones.

– Encontrar a esos niños.

– ¿Por qué quiere hacer eso?

– Porque uno de ellos también me mató a mi -le espetó Ricky mientras se volvía para irse.

Justo antes de la hora de cenar, Ricky llamó a la puerta de una casa en buen estado, de dos habitaciones, en una calle tranquila bordeada de palmeras. Todavía llevaba la indumentaria sacerdotal, lo que le daba un poco más de seguridad, como si el alzacuellos le proporcionara un anonimato que desalentaría a cualquiera que pudiera hacer preguntas. Esperó hasta que la puerta se entreabrió y vio a una mujer mayor. La puerta se abrió un poco más cuando la mujer vio el traje clerical, pero no salió de detrás de la mosquitera.

– ¿Si? -preguntó.

– Hola -contestó Ricky con tono afable-. Estoy intentando averiguar el paradero de un joven llamado Daniel Collins.

La mujer soltó un grito ahogado y se llevó la mano a la boca para ocultar su sorpresa. Ricky guardó silencio mientras observaba cómo la mujer se esforzaba en recobrar la compostura. Trató de interpretar los cambios que experimentó su rostro, desde la impresión inicial hasta una dureza que contenía una terrible frialdad.

Por fin su cara compuso una expresión rígida y su voz, cuando pudo usarla, pareció utilizar palabras arrancadas al invierno.

– Lo damos por perdido -dijo.

Unas lágrimas pugnaban por asomarle a los ojos y contradecían la fortaleza de su voz.

– Lo siento -comentó Ricky todavía en un tono jovial que escondía su repentina curiosidad-. No entiendo a qué se refiere con «perdido».

La mujer sacudió la cabeza sin contestar de modo directo.

Miró su ropa de sacerdote y pregunto:

– ¿Por qué busca a mi hijo, padre?

Ricky sacó la carta falsa y supuso que la mujer no la leería con tanta atención como para cuestionarla.

Cuando ella fue a ojear el documento, él empezó a hablar para que no pudiera concentrarse en lo que leía. Distraerla para que no le hiciera preguntas no parecía una tarea difícil.

– Verá, señora… Collins, ¿correcto? La parroquia está intentando encontrar a alguien que pueda ser donante de médula para esta joven que es pariente lejana suya. ¿Ve el problema? Le pedi312.

ría que se hiciera un análisis de sangre pero supongo que supera la edad límite para la donación de médula. Tiene más de sesenta años, ¿verdad?

Ricky no tenía idea de si la médula ósea dejaba de ser viable a ninguna edad. Así que hizo una pregunta ficticia para una respuesta que era evidente. La mujer alzó los ojos de la carta para responder y Ricky aprovechó para arrebatársela de las manos.

– Esta carta incluye mucha terminología médica -comentó-. Se lo puedo explicar, si lo prefiere. ¿Podríamos sentarnos?

La mujer asintió a regañadientes y abrió del todo la puerta.

Ricky entró en una casa que parecía tan frágil como su anciana ocupante. Estaba llena de objetos y figuritas de porcelana, jarrones vacíos y adornos, y el olor a cerrado superaba el aire viciado del aparato de aire acondicionado que funcionaba con un golpeteo que le hizo suponer que tendría alguna pieza suelta. Encima de la moqueta había alfombrillas de pasillo de plástico y en el sofá una funda también de plástico, como si la mujer temiera ensuciar algo. Daba la impresión de que todo tenía su lugar en aquella casa, y de que la mujer que vivía en ella notaría al instante cualquier objeto fuera de su sitio, aunque sólo fuese unos milímetros.