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Se preguntó si hasta el primer día de esas vacaciones había sido igual de ciego.

Ambos periódicos contaban que, al parecer, había muerto ahogado y que los guardacostas estaban rastreando las aguas de Cape Cod en busca del cadáver. Sin embargo, el Cape Cod Times, para alivio de Ricky, citaba al comandante local, que afirmaba que era muy poco probable recuperar el cuerpo dadas las fuertes mareas de la zona de Hawthorne Beach.

Cuando reflexionó al respecto, Ricky pensó que era la mejor muerte que se le podía haber ocurrido con tan poca antelación.

Esperaba que encontraran todas las pistas de su suicidio, desde la receta para la sobredosis que al parecer se había tomado antes de adentrarse en el mar hasta sus malos modos con el joven de la tienda de artículos náuticos. Se dijo que eso bastaría para satisfacer a la policía local, a pesar de no tener ningún cadáver al que practicarle la autopsia. Esperaba que bastara también para convencer a Rumplestiltskin de que su plan había salido bien.

Leer sobre su propio suicidio lo impresionó profundamente. El estrés de sus últimos quince días de vida, desde el momento en que había aparecido Rumplestiltskin hasta el momento en que se había acercado a la orilla del agua con cuidado de dejar huellas en la arena húmeda, había sometido a Ricky a algo que no creía que saliese en ningún texto de psiquiatría.

Lo había invadido el miedo, la euforia, la confusión, el alivio (toda clase de emociones contradictorias) casi desde el primer paso, cuando, con el agua lamiéndole los pies, había lanzado el puñado de pastillas al mar y luego había caminado por la zona cubierta de agua unos cien metros, lo bastante lejos para que el nuevo grupo de huellas al salir del agua que le rodeaba los tobillos pasara desapercibido a la policía o a cualquier persona que inspeccionara el lugar de su desaparición.

Solo en la cocina, las horas siguientes le parecían el recuerdo de una pesadilla, como esos detalles de un sueño que permanecen después de despertarse y confieren una sensación de inquietud al nuevo día. Se veía vistiéndose en el acantilado con la muda extra, poniéndose las zapatillas con prisa frenética para escapar de la playa sin ser visto. Había sujetado las muletas a la mochila, que se había cargado a los hombros. Era una carrera de unos diez kilómetros hasta el estacionamiento del Lobster Shanty, y sabía que tenía que estar ahí antes del amanecer, antes de que llegase alguien que tomara el expreso de las seis de la mañana a Boston.

El aire le quemaba los pulmones mientras cubría la distancia.

El mundo seguía sumido en la oscura noche, y mientras sus pies tocaban la carretera, pensó que era como correr por una mina de carbón. Un único par de ojos que detectara su presencia habría acabado con la remota probabilidad de supervivencia a que se aferraba, y tuvo que correr con toda esa urgencia impresa en cada zancada que daba en el asfalto oscuro.

Cuando llegó, el estacionamiento estaba vacío, y se deslizó hacia las sombras que proyectaba la esquina del restaurante. Allí soltó las muletas de la mochila y se las colocó. En unos instantes, oyó el sonido distante de unas sirenas. Le satisfizo un poco cuánto habían tardado en advertir que su casa se quemaba. Unos momentos después, algunos coches empezaron a dejar personas en el estacionamiento para esperar el autobús. Era un grupo heterogéneo, en su mayoría gente joven de vuelta a su trabajo en Boston y un par de empresarios de mediana edad que parecían molestos por tener que ir en autobús, a pesar de la comodidad que suponía. Ricky se había mantenido atrás pensando que era la única de esas personas que esa mañana fresca y húmeda de Cape Cod esperaba bañada en sudor debido al miedo y al esfuerzo. Cuando el autobús llegó dos minutos tarde, se había puesto en la cola. Dos jóvenes se apartaron para dejarle subir con las muletas. Una vez arriba, entregó al conductor el billete comprado el día antes. Se sentó en el fondo pensando que, incluso aunque Virgil, Merlin o cualquier secuaz que Rumplestiltskin designara para comprobar el suicidio tuviera la idea de preguntar al conductor del autobús o a cualquier pasajero de ese viaje a primera hora de la mañana, lo único que éstos recordarían seria a un hombre con el cabello oscuro y muletas, sin saber que había llegado corriendo a la parada.

Había tenido que esperar una hora hasta la salida del autobús a Durham. En ese rato, se había alejado dos manzanas de la terminal de autobuses de South Street hasta encontrar un contenedor de basuras frente a un edificio de oficinas. Había echado las muletas en él y regresado a la terminal.

Pensó que Durham tenía otra ventaja: nunca había estado en esa ciudad y no conocía a nadie que viviera allí. Lo que le gustaba eran las matriculas de New Hampshire, con el lema del estado:

«Vive en libertad o muere”. Pensó que era un sentimiento adecuado para él.

«¿He logrado escapar?’›, se preguntó.

Creía que si, pero no estaba seguro.

Se dirigió a la ventana y volvió a observar una penumbra que le resultaba desconocida. «Hay tanto que hacer», se dijo. Sin dejar de contemplar la noche que envolvía la habitación del motel, Ricky apenas distinguía su reflejo en el cristal. «El doctor Frederick Starks ya no existe -pensó-. Es otra persona.»

Inspiró hondo y supo que su primera prioridad era crearse una nueva identidad. Una vez lo lograse, podría encontrar un hogar para el invierno que se acercaba. Necesitaría trabajar para complementar el dinero que le quedaba, así como consolidar su anonimato y reforzar su desaparición.

Echó un vistazo a la mesa. Había conservado el certificado de defunción de la madre de Rumplestiltskin, el informe policial del asesinato de su antigua pareja y la copia del archivo de sus meses en la clínica del Columbia Presbyterian, donde la mujer había acudido a pedirle una ayuda que él no había sabido darle. Pensó que había pagado un precio muy alto por un solo acto de negligencia.

El pago estaba hecho y no había vuelta atrás.

«Pero ahora yo también tengo una deuda que cobrar -pensó con frialdad-. Le encontraré -se prometió-. Y le haré lo que él me hizo a mi.»

Apagó la luz para sumir la habitación en la penumbra. De vez en cuando, el barrido de unos faros recorría las paredes. Se echó en la cama, que crujió bajo su peso.

«Tiempo atrás estudié mucho para salvar vidas -se recordó-.

Ahora debo aprender a acabar con una.»

Ricky se sorprendió de la organización que era capaz de imponer a sus pensamientos y sentimientos. El psicoanálisis, la profesión que acababa de abandonar, es quizá la disciplina médica más creativa, precisamente debido a la naturaleza cambiante de la personalidad humana. Si bien hay enfermedades reconocibles y tratamientos establecidos en el ámbito de la terapia, en último extremo todos se individualizan porque no hay dos tristezas exactamente iguales. Ricky había pasado años aprendiendo y perfeccionando la flexibilidad del terapeuta, ya que cualquier paciente concreto podía acudir a su consulta cualquier día con algo idéntico o algo distinto por completo, y tenía que estar preparado a todas horas para los increíbles cambios de los estados de ánimo. Ahora debía valerse de las capacidades que había desarrollado durante los años pasados junto al diván y aplicarlas al único objetivo que le permitiría recuperar su vida.

No iba a permitirse soñar con volver a ser quien era. No se haría ilusiones de recuperar su hogar en Nueva York y reanudar la rutina de su vida. Ese no era el objetivo. El objetivo era conseguir que el hombre que le había arruinado la vida pagara por su diversión.

Cuando la deuda estuviera pagada, tendría libertad para convertirse en lo que quisiera. Hasta que el fantasma de Rumplestiltskin no desapareciera de su vida, no tendría un momento de paz ni un segundo de libertad.

De eso no tenía la menor duda.

Tampoco estaba seguro aún de que Rumplestiltskin creyera que se había suicidado. Era posible que sólo hubiese ganado algo de tiempo para él o para el familiar inocente que hubiese sido elegido.