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Ricky cruzó las sombras bajo los árboles hasta que el sendero surgió del bosquecillo y vio la casa asentada en el extremo de un campo abierto. Casi le sorprendió que siguiera en pie.

Se detuvo en la entrada, aliviado de haber encontrado la llave de repuesto bajo la losa gris suelta, como era de esperar. Vaciló un momento y luego abrió la puerta y entró. El olor a cerrado fue casi un alivio. Sus ojos absorbieron con rapidez aquel mundo interior.

Polvo y calma.

Mientras consideraba las tareas que lo esperaban (ordenar, barrer y acondicionar la casa) un agotamiento casi mareante se apoderó de él. Subió el angosto tramo de escaleras hacia el dormitorio. Las tablas del suelo, combadas y viejas, crujieron bajo su peso. En su habitación abrió la ventana para sentir el aire cálido.

Conservaba una foto de su mujer en un cajón de la cómoda; un lugar curioso para guardar su imagen y su recuerdo. Lo sacó y, aferrado a ella como un niño a un osito de peluche, se echó en la cama de matrimonio donde había dormido en soledad los tres últimos veranos. Casi de inmediato se sumió en un sueño profundo pero agitado.

19

Cuando abrió los ojos a primera hora de la tarde, notó que el sol había recorrido el cielo. Estuvo desorientado un momento hasta que el mundo a su alrededor se enfocó, un mundo conocido y entrañable, pero verlo le resultaba duro, casi como si la vista más reconfortante quedara curiosamente fuera de su alcance. No le daba placer contemplar el mundo que lo rodeaba. Como la fotografía de su mujer que seguía sujetando en la mano, era distante y, de algún modo, lo había perdido.

Fue al baño para mojarse la cara. Su imagen en el espejo parecía la de un hombre más viejo. Apoyó las manos en el borde del lavabo y, mientras se observaba, pensó que tenía mucho que hacer y poco tiempo para hacerlo.

Encaró con rapidez las tareas habituales del verano. Fue al granero para retirar la lona que cubría el viejo Honda y conectar el cargador de baterías que tenía para ese momento de cada verano.

Después, mientras el coche se llenaba de energía, regresó a la casa para quitar las cubiertas de los muebles y barrer. En el armario había un plumero, que usó, convirtiendo el interior de la casa en un mundo de ácaros del polvo arremolinados en los haces del sol.

Como tenía por costumbre en Cape Cod, dejó la puerta abierta al salir. Si lo habían seguido, lo que era posible, no quería que Virgil, Merlin o quienquiera que fuese se viera obligado a forzar la entrada. Era como si con ello minimizara de algún modo la violación. No sabía si podría soportar que se rompiese algo más en su vida. Su piso de Nueva York, su carrera, su reputación, todo lo relacionado con lo que Ricky creía ser y todo lo que había construido en su vida había sido sistemáticamente destruido. Sintió que una especie de fragilidad inmensa descendía sobre su alma, como si una sola rajadura en el cristal de una ventana, una raya en la madera, una taza rota o una cuchara doblada fuera más de lo que podría soportar.

Soltó un suspiro de alivio cuando el Honda arrancó. Probó los frenos y parecieron funcionar. Sacó el coche marcha atrás con cautela, sin dejar de pensar todo el rato: «Así es como uno debe de sentirse al estar cerca de la muerte».

Una amable recepcionista señaló a Ricky el despacho acristalado del director del banco. El First Cape Bank era un edificio pequeño con revestimiento de madera, como muchas de las casas más antiguas de la zona. Pero el interior era tan moderno como el que más, y las oficinas combinaban lo antiguo con lo nuevo. Algún arquitecto lo había considerado una buena idea, pero a Ricky le pareció que sólo se había creado un espacio que no pertenecía a ninguna parte.

Aun así, se alegró de que estuviera ahí y todavía abierto.

El director era un hombre bajo, extrovertido, con un vientre prominente y una calva que el sol había quemado en exceso ese verano. Estrechó la mano de Ricky con fuerza. Luego retrocedió y lo evaluó con la mirada.

– ¿Se encuentra bien, doctor? ¿Ha estado enfermo?

– Estoy bien -contestó Ricky tras vacilar-. ¿Por qué lo pregunta?

El director sacudió la mano como si quisiese borrar la pregunta que acababa de formular.

– Disculpe. No quiero ser indiscreto.

Ricky pensó que su aspecto debía de reflejar el estrés de los últimos días.

– He tenido uno de esos resfriados veraniegos. Me dejó hecho polvo -mintió.

– Pueden ser difíciles -asintió el director-. Espero que se haya hecho las pruebas de la enfermedad de Lyme. Aquí, a la que alguien no anda muy fino, es lo primero en lo que pensamos.

– Estoy bien -mintió Ricky de nuevo.

– Bueno, le estábamos esperando, doctor Starks. Creo que lo encontrará todo en orden, pero debo decirle que es el cierre de cuenta más extraño que he visto nunca.

– ¿Y eso por qué?

– En primer lugar, hubo un intento de acceder a su cuenta sin autorización. Eso ya fue bastante extraño para una institución como esta. Y hoy un mensajero nos entregó un sobre a su nombre.

– ¿Un sobre?

El director le entregó un sobre de correo urgente. Llevaba el nombre de Ricky y el del director del banco. Procedía de Nueva York. En la casilla del remitente había el número de un apartado de correos y el nombre: «R. 5. 5km». Ricky lo cogió, pero no lo abrió.

– Gracias -dijo-. Perdone las irregularidades.

El director sacó un sobre más pequeño de un cajón de la mesa.

– El cheque bancario -aclaró-. Por diez mil setecientos setenta y dos dólares. Lamentamos cerrar su cuenta, doctor. Espero que no vaya a llevar el dinero a la competencia.

– No.

Ricky echó un vistazo al cheque.

– ¿Ha puesto en venta la casa, doctor? Podríamos ayudarle en esa transacción.

– No. No la vendo.

– ¿Por qué cierra entonces la cuenta? -preguntó el director-.

La mayoría de las veces, cuando cerramos una cuenta antigua es porque ha habido un cambio importante en la familia. Una muerte o un divorcio. Una quiebra en ocasiones. Alguna especie de tragedia que provoca que la gente se reorganice y empiece de nuevo en otra parte. Pero en este caso…

El director estaba sondeándolo.

Ricky no quería contestar. Observó el cheque.

– ¿Puedo cobrarlo en efectivo aquí mismo?

– Podría ser peligroso llevar tanto dinero encima, doctor. -El director entornó los ojos-. ¿Tal vez cheques de viaje?

– No, gracias, pero le agradezco su preocupación. Prefiero el efectivo.

– Muy bien. -El director asintió-. Enseguida vuelvo. ¿De cien?

– De acuerdo.

Ricky permaneció sentado unos instantes. Muerte, divorcio, quiebra. Enfermedad, desesperación, depresión, chantaje, extorsión. Pensó que a él se le podría aplicar cualquiera de esas palabras, o quizá todas.

El director regresó y le entregó otro sobre con el efectivo.

– ¿Quiere contarlo? -preguntó.

– No; confío en usted -aseguró Ricky mientras se lo guardaba en el bolsillo.

– Tenga mi tarjeta, doctor Starks. Por si precisara nuestros servicios otra vez.

Ricky la aceptó murmurando su agradecimiento. Se volvió para irse, pero de repente miró de nuevo al director.

– ¿Por qué motivos dijo que la gente suele cerrar sus cuentas?

– Bueno, suele haberles pasado algo muy grave. Tienen que mudarse a otro sitio, empezar una nueva carrera. Crear una nueva vida para ellos y para su familia. Muchas, debería decir la inmensa mayoría, se cierran porque fallecen clientes muy mayores, de toda la vida, y los hijos que heredan el patrimonio que hemos administrado se lo llevan a mercados más rentables o a Wall Street. Creo que casi el noventa por ciento de los cierres de nuestras cuentas están relacionados con una defunción. Puede que un porcentaje aún mayor. Por eso me preguntaba sobre el suyo, doctor. No se ajusta a lo que estamos acostumbrados.

– Interesante -comentó Ricky-. No sé qué decirle. Pero le aseguro que si en el futuro necesito un banco, acudiré aquí.