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– ¿La letra R?

– Exacto. Menuda tarjeta de visita, ¿eh?

«Lo es -pensó Ricky-. Y la persona a quien iba dirigida acaba de recibirla.»

Ricky prefirió no imaginarse los instantes finales de Rafael Johnson. Se preguntó si el ex convicto y matón habría tenido la menor idea de quién le estaba dando muerte. Cada golpe que Johnson había infligido a la desdichada Claire Tyson veinte años antes le había sido devuelto con intereses. Ricky se dijo que no debería dar demasiadas vueltas a lo que había averiguado, pero había algo evidente: Rumplestiltskin había concebido su venganza con considerable atención y cuidado. Y el alcance de esa venganza era mucho mayor de lo que Ricky había imaginado.

Por tercera vez, marcó el número de la sección de anuncios del New York Times para hacer su última pregunta. Todavía estaba en la cabina del vestíbulo del Palacio de Justicia y tenía que taparse una oreja con un dedo para mitigar el ruido de la gente que salía del trabajo. Al empleado del periódico pareció molestarle que Ricky hubiera llamado un minuto antes de las seis, la hora límite para poner un anuncio.

– Muy bien, doctor. ¿Qué quiere que diga el anuncio?

Su voz fue cortante, directa.

Ricky pensó y dijo:

¿Es quien busco uno de tres?

¿Huérfano de niño, rico después, busca a quienes fueron crueles?

El empleado le leyó las frases sin hacer ningún comentario, como si fuera inmune a la curiosidad. Tomó deprisa la información para enviarle la factura y con la misma rapidez colgó. Ricky no consiguió imaginar qué COSA tan interesante podría esperarle en casa para que su extraño anuncio no le suscitara el menor comentario, pero se sintió agradecido por ello.

Salió a la calle y fue a parar un taxi pero, curiosamente, penso que prefería ir en metro. Las calles estaban abarrotadas del tráfico de la hora punta y un flujo regular de gente se adentraba en las entrañas de Manhattan para tomar un tren hasta casa. Se unió a él y encontró un refugio extraño entre la multitud. El metro iba lleno y no encontró asiento, así que viajó al norte aferrado a una barra de metal, sacudido y empujado por el vaivén del tren y la masa humana. Era casi un lujo ser engullido por tanto anonimato.

Procuró no pensar que por la mañana sólo le quedarían cuarenta y ocho horas. Aunque había hecho la pregunta en el periódico, seguramente ya sabía la respuesta, lo que le daba dos días para averiguar los nombres de los hijos huérfanos de Claire Tyson. Ignoraba silo lograría pero, por lo menos, era algo en lo que podía concentrarse, una información concreta que podría obtener o no, un hecho puro y simple que existía en algún lugar del mundo documental y judicial. No era un mundo en el que se sintiera cómodo, como había quedado demostrado esa tarde. Pero, como mínimo, era un mundo reconocible, y eso le daba alguna esperanza. Escarbó en su memoria, a sabiendas de que su difunta esposa había tenido amistad con varios jueces, y pensó que a lo mejor uno de ellos podría firmarle una orden para registrar los archivos de adopciones. Sonrió al pensar que eso sería una maniobra que Rumplestiltskin no había previsto.

El vagón, que se balanceaba y sacudía, redujo la marcha, lo que le obligó a aferrarse con más fuerza a la barra de metal. Era difícil conservar el equilibrio y chocó contra un joven de pelo largo y mochila, que ignoró el repentino contacto físico.

La parada de metro estaba a dos manzanas de su casa, y Ricky salió de la estación, agradecido de volver al aire libre. Se detuvo, inspiró el aire caliente de la calle y avanzó con rapidez. No se sentía precisamente seguro, sólo lleno de resolución. Decidió que buscaría la libreta de direcciones de su mujer en el trastero del sótano y que esa noche empezaría a llamar a los jueces que ella conocía. Alguno estaría dispuesto a ayudarlo. No era un gran plan pero, por lo menos, era algo. Mientras caminaba con rapidez, se preguntó si había llegado hasta ese punto porque así lo quería Rumplestiltskin o porque había sido inteligente. Y, de forma extraña, la idea de que Rumplestiltskin se hubiera vengado de modo tan terrible de Rafael Johnson, el hombre que había atormentado a su madre, le animó de repente. Pensó que tenía que haber una gran diferencia entre la pequeña negligencia que él había cometido, debida en realidad a las deficiencias burocráticas, y los malos tratos físicos que Johnson había infligido. Se permitió la idea optimista de que tal vez todo lo que le había pasado a él, a su carrera, a sus cuentas bancarias y a sus pacientes, y todos los trastornos y la confusión que había sufrido su vida podrían terminar ahí, con un nombre y algún tipo de disculpa, y que después podría dedicarse a reorganizar su vida.

No se permitió reflexionar sobre la verdadera naturaleza de la venganza, algo con lo que no estaba familiarizado en absoluto.

Tampoco pensó en la amenaza a uno de sus familiares que todavía lo acechaba en segundo plano.

Lleno, en cambio, de pensamientos si no del todo positivos, por lo menos con cierto viso de normalidad, y con la creencia de que podría tener una oportunidad de ganar el juego, dobló en la esquina de su calle y se detuvo en seco.

Delante de su edificio de piedra rojiza había tres coches de policía con las luces parpadeando, un camión de bomberos y dos vehículos amarillos de obras públicas. Las luces de emergencia se fundían con el tenue atardecer.

Ricky se tambaleó hacia atrás, como un hombre borracho o uno que acaba de recibir un puñetazo en la cara. Cerca de los peldaños de entrada varios policías charlaban con obreros que llevaban cascos y petos manchados de sudor. Había un par de bomberos junto al grupo, pero, cuando él se acercó, se separaron y subieron al camión. Con un rugido de motor mezclado con la estridencia de una sirena, el vehículo se marchó calle abajo.

Ricky avanzó a grandes zancadas, consciente sólo a nivel subliminal de que aquellos hombres no tenían prisa. Llegó al portal de su casa casi sin aliento. Uno de los policías se volvió para mirarlo.

– Pare, hombre -dijo.

– Es mi casa -contestó Ricky con ansiedad-. ¿Qué ha pasado?

– ¿Vive aquí? -preguntó el policía, aunque ya había oído la respuesta a esta pregunta.

– Si. ¿Qué ha pasado?

– Vaya. -El policía no contestó de forma directa-. Será mejor que hable con el caballero del traje -indicó.

Ricky dirigió la mirada hacia otro grupo de hombres. Uno de sus vecinos, un corredor de bolsa que vivía dos pisos más arriba y que presidía la asociación de vecinos discutía y gesticulaba con un hombre de Obras Públicas que llevaba un casco amarillo. Había otros dos hombres cerca. Ricky vio que uno de ellos era el supervisor del edificio y el otro, el encargado de mantenimiento.

El hombre de Obras Públicas hablaba fuerte y, cuando Ricky se acercó al grupo, le oyó decir:

– Me da lo mismo lo que digan sobre las molestias. Yo soy quien decide la habitabilidad, y ya les digo que ni hablar.

El corredor de bolsa se volvió frustrado hacia Ricky. Lo saludó con la mano y se dirigió hacia él mientras los demás seguían discutiendo.

– Doctor Starks -dijo a la vez que le tendía la mano-. Creía que ya se había ido de vacaciones.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Ricky.

– Un desastre. Un desastre terrible.

– ¿El qué?

– ¿No se lo ha dicho la policía?

– No. ¿Qué ha pasado?

– Al parecer ha habido un problema serio con la instalación de agua en el tercer piso -explicó el corredor tras suspirar y encogerse de hombros-. Varias cañerías han reventado a la vez porque habían acumulado presión. Explotaron como bombas. El agua ha inundado los dos primeros pisos y los del tercero y el cuarto no tienen ningún servicio. Luz, gas, agua, teléfono… Nada funciona.

El corredor debió de advertir el asombro de Ricky porque siguió con solicitud.

– Lo siento -añadió-. Sé que su piso fue uno de los más afectados. No lo he visto, pero…