Изменить стиль страницы

– ¿Dónde está? -preguntó en voz baja, y sujetó con fuerza la nuca del hombre.

– ¡Oiga! ¿Qué…? -Lo había pillado por sorpresa. Intentó cambiar de posición, pero la presa de Ricky le limitaba los movimientos-. ¡Ay! ¿Qué demonios hace?

– ¿Dónde está? -repitió Ricky con fiereza.

– ¿De qué habla? ¡Joder! ¡Suélteme!

– No hasta que me diga dónde está -dijo Ricky, y con la otra mano empezó a apretar el cuello del hombre-. ¿No le dijeron que yo era un desesperado? ¿No le dijeron la presión a la que estoy sometido? ¿No le dijeron que puedo ser inestable, que podría hacer cualquier cosa?

– ¡No! ¡Por favor! ¡Ay! ¡No, mierda, no lo dijeron! ¡Suélteme!

– ¿Dónde está?

– ¡Se lo llevaron!

– No le creo.

– ¡De verdad!

– De acuerdo. ¿Quién se lo llevó?

– Un hombre y una mujer. Hace dos semanas. Vinieron aquí.

– ¿El hombre iba bien vestido, era barrigón y se presentó como abogado? ¿La mujer era muy atractiva?

– ¡Sí! Los mismos. ¿De qué mierda va todo esto?

Ricky soltó al hombre, que al instante se apartó de él.

– Dios mío -exclamó mientras se frotaba la clavícula-. ¿A qué viene tanto follón?

– ¿Cuánto le pagaron?

– Más que usted. Mucho más. No pensé que fuese tan importante, ¿sabe? Sólo era un viejo expediente que nadie había mirado en dos décadas. ¿Qué problema hay?

– ¿Para qué le dijeron que era?

– El hombre explicó que tenía relación con un asunto legal referente a una herencia. No lo vi claro, ¿sabe? La gente que viene a esta clínica no suele recibir gran cosa en herencia. Pero el hombre me dio su tarjeta y me dijo que devolvería el expediente cuando ya no lo necesitase. No vi ningún problema en ello.

– Sobre todo cuando le dio dinero.

El hombre parecía renuente, pero se encogió de hombros.

– Mil quinientos. En billetes nuevos de cien. Los sacó de un fajo, como un gángster antiguo. Tengo que trabajar dos semanas para ganar ese dinero, ¿sabe?

La coincidencia de la cantidad no pasó desapercibida a Ricky.

El valor en centenares de quince días. Echó un vistazo al montón de expedientes y se desesperó al pensar en las horas desperdiciadas. Miró otra vez al empleado.

– ¿Así que el archivo ya no está?

– Lo siento, doctor. No pensé que fuera tan importante. ¿Quiere la tarjeta de ese abogado?

– Ya tengo una. -Siguió mirándolo fijamente-. Tomaron el expediente y le pagaron, pero usted no es tan estúpido, ¿verdad?

– ¿Qué quiere decir?

El hombre se movió con nerviosismo.

– Quiero decir que no es tan estúpido. Y no ha trabajado en un archivo de historiales todos estos años sin aprender algo sobre guardarse las espaldas, ¿no? Por lo tanto, en estos montones falta un expediente, pero usted hizo algo.

– ¿De qué está hablando?

– No entregó ese expediente sin fotocopiarlo antes, ¿verdad?

No importa cuánto le pagara ese hombre, pensó que tal vez alguien más interesado podría tener más dinero que el abogado y la mujer. De hecho, puede que incluso ellos le dijeran que alguien podría venir a buscarlo, ¿me equivoco?

– Puede que lo dijeran.

– Y tal vez usted pensó que podría sacar otros mil quinientos o incluso más silo fotocopiaba, ¿correcto?

– ¿Va a pagarme también? -repuso el hombre.

– Considere como pago que no llame a su jefe -dijo Ricky.

El hombre suspiró a la vez que calibraba esta afirmación, pero vio suficiente cólera y estrés en la cara de Ricky para creérsela.

– No había gran cosa en el expediente -indicó despacio-. Un formulario de ingreso y un par de hojas con notas e instrucciones unidas a un formulario de diagnóstico. Es lo que fotocopié.

– Deme esos papeles -exigió Ricky.

El hombre vaciló.

– No quiero más problemas -soltó-. Suponga que viene alguien más buscando este material.

– Yo soy la única persona que podría venir -aseguró Ricky.

El hombre se agachó y abrió un cajón, de donde sacó un sobre que entregó a Ricky.

– Tenga -dijo-. Y ahora déjeme en paz.

Contenía los documentos necesarios. Ricky resistió el impulso de estudiarlos ahí mismo, diciéndose que tenía que estar solo cuando investigara su pasado. Se guardó el sobre en la chaqueta.

– ¿Eso es todo? -preguntó.

El hombre vaciló, volvió a agacharse y sacó otro sobre, éste más pequeño, del cajón de la mesa.

– Tenga -dijo-. Esto también va. Estaba sujeto al exterior del expediente, con un clip. No se lo di al hombre. No sé por qué.

Imaginé que ya lo tenía, porque parecía saberlo todo sobre el caso.

– ¿Qué es?

– Un informe policial y un certificado de defunción.

Ricky inspiró hondo y se llenó los pulmones con el aire viciado del sótano del hospital.

– ¿Qué es tan importante sobre una pobre mujer que vino al hospital hace veinte años? -preguntó el empleado.

– Alguien cometió un error -contestó Ricky.

– Y ahora alguien tiene que pagar, ¿eh? -comentó el hombre, que pareció aceptar esa explicación.

– Eso parece -respondió Ricky mientras se disponía a marcharse.

Ricky salió del hospital sintiendo aún un cosquilleo en las manos, en especial en los dedos que había hincado en la nuca del empleado. No recordaba ningún momento de su vida en que hubiera usado la fuerza para lograr algo. Pensaba que vivía en un mundo de persuasión y de diálogo; la idea de haber usado la fuerza física para amenazar al empleado, aunque fuera de modo tan modesto, le indicaba que estaba cruzando algún tipo de barrera extraña o superando alguna clase de demarcación tácita. Él era un hombre de palabras o, por lo menos, eso había creído hasta recibir la carta de Rumplestiltskin. En el bolsillo llevaba el nombre de la mujer que había tratado en un momento de transición en su propia vida.

Se preguntó si había llegado a otra demarcación de ese tipo. Y, al mismo tiempo, si estaría al borde del camino que lo llevaría a convertirse en algo nuevo.

Se dirigió hacia el río Hudson cruzando el enorme complejo hospitalario. Había un patio pequeño cerca de la parte delantera del Harkness Pavilion, una rama de las instalaciones que se encargaba de los especialmente ricos y especialmente enfermos. Eran edificios inmensos, de varias plantas, construidos con ladrillo y piedra, lo que reflejaba solidez y resistencia, y se elevaban desafiantes ante las muchas caras de los infinitesimales y enclenques organismos patógenos. Recordaba el patio como un lugar tranquilo, donde uno podía sentarse en un banco y dejar que los ruidos de la ciudad se desvanecieran para quedarse a solas con el odioso problema que lo corroyera por dentro.

Por primera vez en casi dos semanas, la sensación de ser seguido y observado había desaparecido. Estaba seguro de estar solo.

No esperaba que esta situación durara.

No tardó mucho en localizar un banco y en unos momentos estaba sentado, con el expediente y el sobre que le había dado el empleado en el regazo. Para un transeúnte, parecería sólo un médico o un familiar que dedicaba un rato fuera del hospital a reflexionar sobre alguna cuestión o a dar un bocado para almorzar.

Ricky vaciló, un poco inseguro sobre lo que podría desenterrar al leer los documentos, y abrió la carpeta.

El nombre de aquella paciente que había visitado hacía veinte años era Claire Tyson.

Contempló las letras del nombre. No le decían nada.

Ninguna cara le vino a la memoria. Ninguna voz le resonó en el oído, recordada tras tanto tiempo. Ningún gesto, expresión ni tono cruzó la barrera de los años. Los acordes de la memoria permanecieron silenciosos. Sólo era un nombre entre los muchos de aquella época.

Su incapacidad de recordar un solo detalle lo dejó frío.

Leyó con rapidez el formulario de ingreso. La mujer presentaba un estado de depresión aguda acompañada de ansiedad fóbica. Había llegado a la clínica desde urgencias, donde había ido por contusiones y laceraciones. Había indicios de violencia doméstica con un hombre que no era el padre de sus tres hijos pequeños, de diez, ocho y cinco años. Tenía sólo veintinueve años y había dado la dirección de un piso cerca del hospital; Ricky recordó que era una parte inmunda de la ciudad. No tenía seguro de enfermedad y trabajaba de dependienta a tiempo parcial en una tienda de comestibles. No era originaria de Nueva York, y en la casilla de parientes próximos figuraba su familia en una pequeña población al norte de Florida. Sus números de la seguridad social y de teléfono eran los únicos otros datos incluidos en el formulario de ingreso.