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Pasó a la segunda hoja, un formulario de diagnóstico, y reconoció su letra. Las palabras le llenaron de terror. Eran sucintas, secas, concisas. Carecían de pasión y compasión.

La señorita Tyson afirma tener veintinueve años y ser madre de tres hijos pequeños. Actualmente mantiene una relación conflictiva con un hombre que no es el padre de los niños. Afirma que éste la abandonó hace unos años para irse a trabajar a una plataforma petrolífera en el suroeste. No tiene seguro de enfermedad y sólo puede trabajar a tiempo parcial, ya que no dispone de medios para contratar una niñera que se ocupe de sus hijos. Recibe prestaciones sociales del estado, del programa federal de ayuda a familias con menores dependientes, vales canjeables por alimentos y vivienda subvencionada. También manifiesta que no puede regresar a su Florida natal porque se distanció de sus padres debido a su relación con el padre de sus hijos. Afirma, además, que no dispone de fondos para ese traslado.

Clínicamente, la señorita Tyson parece una mujer de inteligencia superior a la media, que se preocupa mucho por sus hijos y su bienestar. Posee titulación secundaria y dos años de universidad, estudios que dejó al quedarse embarazada. Parece muy desnutrida y presenta un tic persistente en el párpado derecho. Evita el contacto visual al comentar su situación y sólo levanta la cabeza cuando se le pregunta por sus hijos, a quienes afirma querer mucho. Niega oír voces, pero admite llantos espontáneos de desesperación que no puede controlar. Dice que sólo sigue viva por sus hijos, pero niega cualquier tendencia suicida. Niega tener dependencia o adicción a las drogas y no se han detectado signos visibles de consumo de narcóticos, pero se ha ordenado un estudio toxicológico.

Diagnóstico inicial: depresión aguda persistente debida a la pobreza. Trastornos de la personalidad. Posible consumo de drogas.

Recomendación: tratamiento como paciente externo durante las cinco sesiones que establece el estado.

Y había firmado al final de la página. Mientras observaba su firma se preguntó si en realidad no habría firmado su sentencia de muerte.

En otra hoja se señalaba que Claire Tyson había vuelto a verlo a la clínica cuatro veces pero que no se había presentado a la quinta y última sesión. Ricky pensó que al menos en eso su viejo mentor, el doctor Lewis, estaba equivocado. Pero entonces se le ocurrió otra cosa, así que desdobló la copia del certificado de defunción y comparó su fecha con la inicial del tratamiento en el formulario de la clínica.

Quince días.

Se retrepó en el banco. La mujer había ido al hospital, se la habían pasado a él, y medio mes después estaba muerta.

El certificado de defunción parecía quemarle la mano. Claire Tyson se había ahorcado en el cuarto de baño de su casa con un cinturón de hombre pasado por una cañería descubierta. La autopsia reveló que poco antes de su muerte había recibido una paliza y que estaba embarazada de tres meses. Un informe policial grapado al certificado de defunción indicaba que se había interrogado a un hombre llamado Rafael Johnson respecto de la paliza, pero no había sido detenido. Los tres niños habían pasado a disposición del Departamento de Asistencia al Menor.

«Aquí está», pensó Ricky.

Ninguna de las palabras impresas en los formularios conseguía transmitir el horror de la vida y la muerte de Claire Tyson. La palabra «pobreza» no reflejaba un mundo lleno de ratas, suciedad y desesperación. La palabra «depresión» a duras penas sugería el peso terrible que debió de sobrellevar. En el remolino de la vida que atrapó a la joven Claire Tyson sólo había habido una cosa que le daba significado: los tres niños.

«El mayor -pensó Ricky-. Debió de contarle al mayor que iba al hospital a verme y recibir ayuda. ¿Le diría que era su única posibilidad? ¿Que era la promesa de algo distinto? ¿Qué dije que le dio alguna esperanza; esperanza que transmitió a sus hijos?

Fuera lo que fuese, resultó insuficiente porque se había suicidado.

El suicidio de Claire Tyson tuvo que ser el momento fundamental en la vida de esos tres niños, en particular del mayor. Pero no había dejado la menor huella en su propia vida. Cuando la mujer no se presentó a su última cita, él no había hecho nada. No recordaba haber hecho siquiera una llamada para interesarse por ella. En lugar de eso, había archivado los documentos en una carpeta y se había olvidado de ella. Y de los niños.

Y ahora, uno de ellos quería acabar con él.

«Encuentra a ese niño y encontrarás a Rumplestiltskin», pensó.

Se levantó del banco pensando que tenía mucho que hacer, extrañamente satisfecho de que las presiones de tiempo fueran tan acuciantes porque, de otro modo, se habría visto obligado a reflexionar sobre lo que había hecho, o no hecho, veinte años antes.

Ricky pasó el resto del día en el infierno burocrático de Nueva York.

Provisto sólo de un nombre y una dirección de hacia veinte años, lo fueron pasando de una oficina a otra y de un funcionario a otro por todo el Departamento de Asistencia al Menor del centro de Manhattan en su intento de averiguar qué les había ocurrido a los tres hijos de Claire Tyson. Lo más frustrante de su incursión en el mundo administrativo era que él, y todos los funcionarios de todas las oficinas que recorrió, sabían que en alguna parte había algún archivo sobre los niños. Encontrarlo entre los registros informáticos inadecuados y las salas llenas de archivadores resultó imposible, por lo menos en principio. Era evidente que iba a ser una indagación larga y persistente. Ricky deseó haber sido un periodista de investigación o un detective privado, el tipo de personalidad con paciencia para pasar interminables horas con viejos registros.

El no la tenía. Y tampoco tiempo.

«Hay tres personas en este mundo unidas a mí a través de este frágil hilo y podría costarme la vida», se dijo mientras se enfrentaba a otro funcionario de otra oficina. La idea le confirió una urgencia extrema.

Estaba de pie frente a una mujer corpulenta y agradable de origen hispano en el registro del tribunal de menores. Tenía una mata enorme de cabello negro que se apartaba con brusquedad de la cara para que unas gafas de montura plateada extrañamente modernas dominaran su aspecto.

– No es mucho para empezar, doctor -dijo.

– Es lo único que tengo -contestó él.

– Si estos tres niños fueron adoptados, seguramente los registros fueron sellados. Pueden abrirse, pero sólo con orden judicial.

No es imposible de obtener, pero sí difícil, ya me entiende. Lo que tenemos, en su mayoría, son niños que han crecido y buscan a sus padres biológicos. Existe un procedimiento para estos casos, pero lo que usted pide es distinto.

– Lo entiendo. Y tengo ciertas limitaciones de tiempo.

– Todo el mundo tiene prisa. Siempre vamos con prisas. ¿Qué es tan urgente después de veinte años?

– Es una emergencia médica.

– Hombre, pues seguro que un juez le escuchará. Aporte documentos y consiga una orden judicial. Entonces podríamos ayudarle en su búsqueda.

– Tardaría días en conseguir una orden judicial.

– Cierto. Los asuntos de palacio van despacio. A no ser que conozca a algún juez. Vaya a verlo y que le firme algo deprisa.

– El tiempo es importante.

– Lo es para la mayoría de la gente. Lo siento. Pero ¿sabe cómo podría irle mejor?

– ¿Cómo?

– Podría lograr más información sobre estas personas que busca si se instala uno de esos fantásticos programas de búsqueda en 2.15 su ordenador. Puede que lo consiga. Sé que algunos huérfanos que investigaban su pasado lo han hecho. Va muy bien. Si contrata a un investigador privado, es lo primero que hará después de meterse su dinero en el bolsillo.

– No uso demasiado el ordenador.

– ¿No? Es el mundo moderno, doctor. Mi hijo de trece años puede encontrar cosas que ni se creería. De hecho, localizó a mi prima Violetta, de la que no sabía nada desde hacía diez años.