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Trabajaba en un hospital de Los Ángeles, pero la encontró. Y no le llevó más de un par de días. Debería intentarlo.

– Lo tendré presente -contestó Ricky.

– Iría muy bien que consiguiera el número de la Seguridad Social o algo así -comentó la funcionaria.

Su voz con acento era melodiosa, y resultaba evidente que hablar con Ricky suponía para ella una pausa interesante en su rutina diaria. Era casi como si, aunque le estaba diciendo que no podía ayudarlo, fuera reacia a dejarle partir. Era última hora de la tarde y Ricky pensó que ella tal vez se iría a casa después de atenderle a él, de modo que prolongaba la conversación. Pensó que debería marcharse, pero no estaba seguro de cuál podría ser su siguiente paso.

– ¿Qué clase de médico es usted? -quiso saber la mujer.

– Psicoanalista -dijo Ricky, y vio cómo la respuesta le hacía entornar los ojos.

– ¿Puede leer la mente de la gente, doctor?

– No se trata de eso.

– No, tal vez no. Eso le convertiría en una especie de brujo, ¿no? -Soltó una risita-. Pero seguro que se le da bien adivinar qué va a hacer la gente a continuación.

– Un poco. No tanto como se imagina.

– Bueno, en este mundo, si tienes un poco de información y sabes tocar las teclas adecuadas, puedes hacer buenas suposiciones -sonrió la mujer-. Así es como funciona.

Señaló con la cabeza el teclado y la pantalla que tenía delante.

– Supongo que sí.

Ricky vaciló y bajó los ojos hacia las hojas del expediente del hospital. Miró el informe policial y vio algo que podría ayudarle.

Los agentes que habían interrogado a Rafael Johnson, el compañero violento de la difunta, habían anotado su número de la Seguridad Social.

– Oiga -dijo de repente-, si le doy un nombre y un número de la Seguridad Social, ¿ese ordenador suyo me encontraría a alguien?

– ¿Vive aún aquí? ¿Vota? ¿Lo han detenido, tal vez?

– Puede que las tres cosas. O por lo menos dos de ellas. No sé sí vota.

– Podría. ¿Qué nombre es?

Ricky le mostró el nombre y el número que figuraban en el informe policial. La mujer echó un vistazo rápido alrededor para comprobar que nadie la estaba observando.

– No debería hacer algo así -murmuró-. Pero como usted es médico y todo eso, bueno, vamos a ver.

Movió unas uñas pintadas de rojo por el teclado.

El ordenador emitió unos ruidos y unos pitidos electrónicos.

Ricky vio que aparecía una entrada en la pantalla. La mujer arqueó las cejas, sorprendida.

– Se trata de un chico muy malo, doctor. ¿Seguro que quiere encontrarlo?

– ¿Qué ha salido?

– Tiene un robo, otro robo, una agresión, sospechoso de una red de robo de automóviles, cumplió seis años en Sing Sing por agresión con agravantes. Eso son palabras mayores. Son antecedentes bastante feos.

La mujer siguió leyendo.

– ¡Oh! -exclamó de repente.

– ¿Qué?

– No podrá ayudarlo, doctor.

– ¿Por qué?

– Alguien debió de atraparlo.

– ¿Y?

– Ha muerto. Hace seis meses.

– ¿Muerto?

– Si. Aquí pone «fallecido», y una fecha. Seis meses. Diría que nos libramos de un buen elemento, la verdad. Hay un informe con la entrada. Lleva el nombre de un inspector de la comisaría 41, del Bronx. El caso sigue abierto. Parece que alguien apaleó a Rafael Johnson hasta la muerte. Oh, feo, muy feo.

– ¿Qué pone?

– Parece que después de la paliza, alguien lo colgó de una cañería con su propio cinturón. Eso es feo. Muy feo.

La mujer sacudió la cabeza pero con una sonrisita. No sentía compasión por Rafael Johnson, un hombre que seguramente habría visitado su oficina demasiado a menudo.

Ricky dio un respingo. No le costó adivinar quién había encontrado a Rafael Johnson. Y por qué.

Desde el teléfono del vestíbulo pudo localizar al inspector que había efectuado el informe de la investigación sobre la muerte de Rafael Johnson. No sabía si la llamada daría grandes resultados, pero pensó que, de todos modos, debía hacerla. El inspector mostró una actitud eficiente y enérgica por teléfono, y después de que Ricky se identificara, pareció sentir curiosidad por el motivo de su llamada.

– No recibo demasiadas llamadas de médicos del centro. No suelen moverse en los mismos círculos que el difunto y poco llorado Rafael Johnson. ¿Por qué le interesa este caso, doctor Starks?

– Johnson estaba relacionado con una antigua paciente mía, hace unos veinte años. Estoy intentando ponerme en contacto con sus familiares y esperaba que él pudiera guiarme en la dirección adecuada.

– Lo dudo, doctor, a no ser que estuviera dispuesto a pagarle.

– Rafi habría hecho cualquier cosa por cualquiera, siempre que hubiera dinero de por medio.

– ¿Conocía a Johnson?

– Bueno, digamos que era uno de los puntos de interés de unos cuantos policías de la zona. Era una especie de indeseable. Le costará mucho encontrar a alguien por aquí que dijera algo bueno de él. Traficante. Matón a sueldo. Allanamientos de morada, robos, agresiones sexuales. Más o menos el típico hijoputa de mierda.

Y acabó como cabía esperar y, para serle sincero, doctor, no creo que se derramaran muchas lágrimas en su entierro.

– ¿Sabe quién lo mató?

– Esa es la pregunta del millón, doctor. Pero tenemos una idea bastante clara.

El corazón le dio un vuelco a Ricky.

– ¿De veras? -preguntó-. ¿Han detenido a alguien?

– No. Y no es probable que lo hagamos. Por lo menos, no demasiado pronto.

Con la misma rapidez con que se había llenado de esperanza, volvió a poner los pies en la tierra.

– ¿Y eso por qué?

– Bueno, el caso es que no hay demasiadas pruebas forenses.

Ni siquiera encontramos restos de sangre del agresor porque al parecer Rafi estaba muy bien amarrado cuando lo apalearon y su verdugo llevaba guantes. Así que lo que esperamos es sacarle un nombre a uno de sus colegas y preparar el caso pasando de un tío a otro hasta llegar al asesino.

– Entiendo.

– Pero nadie quiere delatar a quien creemos que mató a Rafael Johnson.

– ¿Por qué no?

– Ah, lealtad entre la escoria. El código de Sing Sing. Pensamos en un hombre con quien Rafael tuvo problemas mientras compartían celda. Parece que se trató de un verdadero problema. Probablemente discutieron sobre quién poseía qué parte del mercado de drogas carcelario, e intentaron matarse mutuamente. Con cuchillos caseros. Una forma muy desagradable de morir, según dicen.

Parece que los dos se llevaron la mala sangre a la calle. Puede que sea una de las historias más viejas del mundo. Tendremos al tipo que se cargó a Rafi cuando detengamos por algo serio a alguno de sus colegas. Tarde o temprano uno de ellos caerá y entonces haremos un trato. Necesitamos poder apretar las clavijas, ¿sabe?

– ¿Así que creen que el asesino fue alguien que Johnson conoció en la cárcel?

– Con toda seguridad. Un tipo llamado Rogers. ¿Conoce a alguien con ese nombre? Un mal bicho. Tan malo como Rafael Johnson, y puede que incluso algo peor porque todavía sigue suelto mientras que Johnson está criando malvas en Staten Island.

– ¿Por qué están tan seguros de que fue él?

– No debería decírselo…

– Comprendo que no quiera darme detalles… -dijo Ricky.

– Bueno, fue poco corriente -prosiguió el policía-. Mire, no pasa nada porque usted lo sepa, siempre que no se lo cuente a nadie. Rogers dejó una tarjeta de visita. Al parecer quería que todos los colegas de Johnson supieran quién se lo había cargado de una Forma tan brutal. Un mensaje para los que seguían en la trena, me imagino. Mentalidad de preso. En cualquier caso, tras atizar a Johnson, dejarle la cara hecha un mapa, romperle ambas piernas, seis dedos, y antes de colgarlo por el cuello, el cabrón dedicó un momento a grabar su inicial en el pecho de Johnson. Una R enorme y sangrienta abierta en la carne. Muy desagradable, pero el mensaje será efectivo, sin duda.