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Ricky reflexionó un momento sobre lo fácil que les resultaba a Virgil y Merlin lograr que la gente hiciera cosas sencillas ofreciéndoles dinero. Llevaba doscientos cincuenta dólares en la cartera y sacó doscientos, que dejó sobre el mostrador.

– Esto facilitará las cosas -dijo-. Quizá me ponga el primero de la cola.

El empleado miró alrededor, vio que nadie lo estaba observando y cogió el dinero.

– Estoy a su disposición, doctor -repuso con una sonrisita. Se metió el dinero en el bolsillo y movió la mano-. Veamos qué podemos encontrar -dijo, y empezó a teclear en el ordenador.

Los dos hombres tardaron el resto de la mañana en obtener una lista de números de expediente. Si bien consiguieron aislar el año en cuestión, no se podía determinar informáticamente si esos números eran de hombres o de mujeres, y tampoco había ningún código que identificara qué médico había visitado a cada paciente. Ricky había estado en la clínica desde marzo hasta principios de septiembre. El empleado logró ceñirse a ese período. Para reducir aún más la selección, Ricky supuso que la madre de Rumplestiltskin había acudido en los meses de verano, hacia veinte años.

En ese lapso se habían abierto doscientos setenta y nueve expedientes de nuevos pacientes en la clínica.

– Si quiere encontrar a una persona concreta -dijo el hombre-, tendrá que examinar cada expediente. Yo se los puedo buscar, pero después es cosa suya. No será fácil.

– No pasa nada -aseguró Ricky-. No esperaba que lo fuera.

El empleado condujo a Ricky a una mesita metálica en un rincón de su oficina. Ricky se sentó en una silla de madera mientras el hombre empezaba a llevarle los expedientes. Tardó por lo menos diez minutos en reunir los doscientos setenta y nueve, que depositó en el suelo al lado de Ricky. Luego le proporcionó un bloc y un bolígrafo y se encogió de hombros.

– Procure no desordenarlos -pidió-. Así no tendré que archivarlos de nuevo uno a uno. Y vaya con cuidado con todas las entradas, por favor; no mezcle los documentos y las notas de un expediente con los de otro. No es que piense que alguien quiera volver a consultarlos, desde luego. No sé ni por qué los guardamos. Pero yo no dicto las normas. ¿Usted sabe quién dicta las normas?

– No -contestó Ricky mientras alargaba la mano hacia el primer archivo-. No lo sé. La dirección del hospital, seguramente.

El hombre se carcajeó con desdén.

– Oiga -dijo mientras regresaba al mostrador-. Usted es psiquiatra, doctor. Creía que lo suyo era ayudar a la gente a crear sus propias normas.

Ricky no contestó pero consideró que era una afirmación inteligente. El problema era que todas las personas seguían sus propias normas. Sobre todo Rumplestiltskin. Tomó el primer expediente del primer montón y lo abrió. De repente pensó que era como abrir una carpeta de la memoria.

Las horas le pasaron volando. Leer aquellos expedientes era un poco como estar en medio de una catarata de desesperación.

Cada uno contenía el nombre de una paciente, su dirección, parientes cercanos e información del seguro, si la había. En las hojas de diagnóstico había notas mecanografiadas. También había el tratamiento sugerido. De forma sucinta y rápida, cada nombre estaba desglosado en su esencia psicológica. La terminología utilizada era incapaz de ocultar las amargas verdades que yacían tras la llegada de cada persona a la clínica: abusos sexuales, rabia, palizas, drogadicciones, esquizofrenia, delirios: una caja de Pandora de las enfermedades mentales. La clínica para pacientes externos del hospital había sido un vestigio del activismo de los años sesenta, un plan de buenas obras para ayudar a los menos afortunados abriendo las puertas del hospital a la comunidad. La palabra clave de la época era «devolver». La realidad había sido más dura y menos utópica. Los pobres de la ciudad padecían una amplia serie de enfermedades, y muy pronto la clínica había descubierto que no era más que un mero dedo en un dique que tenía millares de fugas de agua. Ricky había llegado al término de su formación psicoanalítica. Al menos, ésta había sido su razón oficial. Pero cuando se incorporó al personal de la clínica, estaba lleno del idealismo y la determinación de la juventud. Recordaba haber cruzado las puertas con aversión por el elitismo de la profesión a la que accedía, decidido a llevar las técnicas analíticas a una amplia gama de personas desesperadas. Este sentido liberal del altruismo le había durado una semana.

Los cinco primeros días, un paciente que quería muestras de fármacos había disparado contra la mesa de Ricky; un loco que oía voces y lanzaba puñetazos le había atacado; un proxeneta furioso había interrumpido una sesión con una mujer joven, provisto de una navaja con la que logró rajar la cara a su ex novia y el brazo al guardia de seguridad antes de ser reducido; y había tenido que enviar a una preadolescente a urgencias para que le curaran quemaduras de cigarrillo en brazos y piernas cuya autoría no quiso revelar. La recordaba muy bien; era puertorriqueña y tenía unos bonitos y dulces ojos negros del mismo color que su cabello, y había ido a la clínica sabiendo que alguien estaba enfermo y que muy pronto ella aprendería en carne propia que los malos tratos generan malos tratos de una forma mucho más dramática de lo que cualquier estudio gubernamental de ensayos clínicos llegara a determinar nunca. No tenía seguro ni forma de pagar, así que Ricky la visitó cinco veces, que era lo que el Estado permitía, e intentó sonsacarle información, pero ella sabía que revelar quién la torturaba probablemente le costaría la vida. Ricky recordaba que era un caso perdido. Y sabía que, si sobrevivía, seguiría estando condenada.

Tomó otro expediente y se preguntó cómo había logrado durar seis meses en la clínica. Pensó que todo ese tiempo se había sentido impotente, y que la impotencia que ahora sentía ante Rumplestiltskin no era distinta.

Con ese pensamiento impulsando sus emociones, se dedicó a la lectura de los doscientos setenta y nueve expedientes de las personas que había tratado tantos años atrás.

Dos terceras partes de esas personas eran mujeres. Como muchas de las casadas con la pobreza, exhibían los harapos de la enfermedad mental de modo tan evidente como los cortes y cardenales de los malos tratos que recibían a diario. Lo había visto todo, desde la adicción hasta la esquizofrenia. Cuán impotente se había sentido. Había huido de vuelta a la clase media alta de donde procedía, donde la baja autoestima y los problemas que la acompañaban podían hablarse para lograr si no su curación, si su aceptación. Se había sentido estúpido al intentar hablar con algunos de los pacientes de la clínica, como si el diálogo pudiera resolver su angustia mental, cuando lo más probable era que un revólver y unas buenas agallas les hubieran sido más útiles, elección que, según recordaba, unos cuantos habían hecho después de darse cuenta de que una cárcel era preferible a la otra.

Abrió otro expediente y vio sus notas escritas a mano. Las sacó y procuró relacionar el nombre del paciente con las palabras que había garabateado. Pero las caras parecían etéreas, ondulantes, como el calor distante sobre una carretera un día de verano.

«¿Quién eres? -preguntó en silencio, y añadió-: ¿Qué ha sido de ti?»

A unos pasos de distancia, al empleado de los archivos se le cayó un lápiz al suelo y, soltando un juramento, se agachó a recogerlo.

Ricky lo observó incorporarse de nuevo ante la pantalla de su ordenador. Y en ese instante vio algo. Fue como si el modo en que la espalda del hombre se encorvaba, el tic nervioso que le llevaba a repiquetear la mesa con el lápiz y la forma como se inclinaba hablaran un lenguaje que Ricky debería haber entendido desde el primer momento, a partir del modo como el hombre había cogido el dinero. Pero Ricky era sólo un principiante en estos menesteres y pensó que eso explicaba por qué había tardado tanto en comprender. Se levantó de la mesa y se situó detrás del hombre.