Se le cerraron los ojos, contrajo las facciones a causa del sufrimiento y emitió un grito gutural de dolor. Sus manos la soltaron, se las acercó a la ingle y cayó hacia atrás retorciéndose.

Ella le observó fascinada hasta que dejó de retorcerse. Permaneció tendido sin moverse. Después, recuperándose muy lentamente, se puso de rodillas y la miró.

La expresión de su rostro la llenó de terror. Se estaba acercando a gatas con las repulsivas facciones deformadas por la furia asesina.

– ¡Pequeña puta asquerosa! ¡Ya te arreglaré a ti las cuentas! -le dijo. Echó la mano hacia atrás y después se la descargó sobre la mejilla. Una y otra vez y otra vez la pesada mano se descargó contra sus mejillas, mandíbulas y cabeza.

Intentó gritar pero se sentía el cerebro suelto y parecía como si se le hubieran caído los dientes y le llenaran la boca, como si se le hubieran hinchado los labios impidiéndole hablar.

No supo cuántas veces debió golpearla ni cuándo dejó de hacerlo, pero debió dejar de hacerlo porque su cabeza cesó de moverse hacia adelante y hacia atrás como una pelota de boxeo.

Le distinguió vagamente a través de la bruma de las lágrimas y pudo verle satisfecho de su hazaña esbozando una inhumana y sádica sonrisa.

Se notaba en la boca el ácido sabor a sangre y advertía que ésta le estaba resbalando por la barbilla. Yacía casi cegada, gimiendo y con el cuerpo convertido en un amasijo inanimado de carne y hueso.

– Así está mejor -dijo él con voz ronca-. Ahora ya sabes lo que te espera. Y ahora, como no te reportes, volverás a cobrar.

Estaba retrocediendo de rodillas situándose encima suyo una vez más y Sharon comprobó que la violencia había contribuido a excitarle.

Esperó a que se iniciara el acto de necrofilia. Le levantó las piernas y se las separó sin que ella ofreciera la menor resistencia. La penetró lacerándola y sin hacer caso de sus gemidos.

Sharon fue consciente del martinete de movimiento continuo que tenía dentro destrozándole y desgarrándole el cuerpo vencido. Perdió la noción del tiempo, se hundió en la inconsciencia y se convirtió en una blanda muñeca de trapo mutilada.

Pero después volvió a recuperar el conocimiento, emergió de la negrura a la luz y el dolor de las magulladuras del rostro fue sustituido por el espantoso sufrimiento de sus muslos separados y su cuerpo martirizado.

La estaba martilleando por dentro como si quisiera matarla, como un verdugo enfurecido, y de repente el lacerante dolor de sus entrañas fue tan intenso que le devolvió la voz.

Suplicando piedad, gritó con toda la fuerza de sus pulmones. Sus gritos ejercieron en él un efecto acelerador.

La acometió con una arremetida final que casi la partió en dos mitades obligándola nuevamente a gemir y después todo terminó.

Oyó que llamaban sin cesar a la puerta y escuchó el sonido de una voz amortiguada.

Advirtió que el Malo se estaba levantando de la cama. Intentó abrir los ojos, consiguió abrirlos un poco y pudo verle a través de las rendijas de pie junto a la cama mirando enfurecido en dirección a la puerta.

Con deliberada calma se puso los calzoncillos, los pantalones y la camiseta y, remetiéndosela en los pantalones, se encaminó hacia la puerta. La abrió y retrocedió.

Sharon vio al Soñador en la puerta y a los otros dos detrás de él en el pasillo.

– ¿Qué sucede? -preguntó el Soñador-. Hemos oído los…

Sharon observó que sus ojos la miraban con incredulidad. Después le vio entrar en la estancia y quedársela mirando fijamente. Súbitamente giró sobre sus talones.

– ¡Hijo de puta! -rugió mientras con ambas manos intentaba apresar la garganta del Malo.

Los antebrazos del Malo se adelantaron y apartaron a un lado las manos del Soñador. De un solo movimiento lanzó un puño hacia adelante descargándolo contra la cabeza del Soñador e inmediatamente le descargó otro contra el estómago.

El Soñador retrocedió y se desplomó pesadamente al suelo. Instantáneamente Sharon les vio a los tres, no, a los cuatro agitándose en la estancia mientras el Soñador se ponía vacilantemente en pie.

El más corpulento, el Vendedor, estaba apartando al Malo y procuraba calmarle hablándole en voz baja. El más viejo, el Tiquismiquis, estaba ayudando a levantarse al Soñador y le imploraba que no prosiguiera la pelea.

– A mí nadie me interrumpe -estaba gruñendo el Malo-. Y nadie me dice lo que está bien y lo que está mal.

La puta me ha propinado un rodillazo, me ha hecho mucho daño y yo le he dado una buena tunda para que recuerde quién es el amo. No lo he hecho sólo por mí sino por todos nosotros.

– ¡Por mí no hagas nada! -estalló el Soñador-. Y puedes creerme, no estoy dispuesto a tolerar más violencia.

El Vendedor se había interpuesto entre ambos hombres.

– Escuchad, no hagamos escenas delante de ella. Podremos limar las asperezas hablando tranquilamente. No hay nada que no pueda resolverse por medio de la calma y la discusión. ¿Qué decís, amigos? Vamos a la habitación de al lado para hablar en secreto, preparémonos unos tragos y discutámoslo. -Empezó a acompañar al Malo en dirección a la puerta y le indicó al Soñador que le siguiera.

Mientras estos últimos salían al pasillo, el Vendedor se detuvo brevemente junto a la puerta-.

Sé buen chico -le dijo al más viejo-, encárgate de ella. Ya sabes donde está el botiquín de primeros auxilios. Lávale la cara con agua tibia y aplícale un poco de aquella cosa que detiene la hemorragia.

Después déjala descansar. Mañana se encontrará bien.

Mañana. Sharon giró la cabeza sobre la almohada, gimió y, al poco rato, se sumió en la oscuridad.

Otra mañana. Luz amarilla filtrándose a través de las rendijas de las tablas de las ventanas, había salido el sol. Había despertado de un ligero sueño reparador y había tardado un buen rato en recordar dónde estaba y lo que le había sucedido.

Jamás en toda su vida había sido un amasijo tan absoluto de sufrimiento desde la cabeza a los pies. No había salido bien librada ni una sola parte de su anatomía. Le dolía horriblemente la cabeza.

Le costaba mover la mandíbula y tenía un labio y parte de una mejilla magullados y ligeramente hinchados. Le dolían incesantemente los brazos atados, los hombros y el pecho.

Su huelga de hambre también había empezado a ejercer efecto. Se notaba el estómago distendido a causa de la falta de alimento. Le ardían los muslos y las partes genitales a causa del terrible castigo a que había sido sometida.

Se notaba las pantorrillas entumecidas. Y la falta de descanso continuado durante cuarenta y ocho horas consecutivas le había dejado el sistema nervioso crispado y a punto de estallar. Y lo más grave era que se estaba acentuando su depresión suicida.

No obstante, no podía negarse que todavía se abrían ante ella unas pocas y miserables alternativas capaces de mejorar su suerte. Se esforzó por pensar lógicamente en su futuro.

No vislumbraba futuro alguno y su cerebro no hacía más que tropezar. Procuró recordar los acontecimientos de la noche anterior, recordó algunos de ellos con pesar y comprendió finalmente que aquella situación ya no podría prolongarse por más tiempo.

No habría forma de alcanzar nada y ni siquiera de recuperar ciertas sombras de dignidad. Su resistencia era valiente, arrojada y justa pero sólo la conduciría a la muerte. Sus apresadores -pensaba en ellos como un todo único a pesar de que el Soñador se hubiera opuesto físicamente a los malos tratos a que la había sometido el Malo (seguía culpando al Soñador de la creación de aquel siniestro Club de Admiradores)-seguirían matándola de hambre, golpeándola, violándola y manteniéndola prisionera como un solo hombre.

No se avendrían a razones. No sabían lo que era la compasión. Eran unos maníacos homicidas y sabía que no podría tratar con maníacos. Y tampoco podría esperar que la ayudaran desde el exterior.