Empleos. Camarera en Schrafft’s. Secretaria de una empresa de venta de automóviles. Vendedora de maíz tostado en un cine de reestreno. Empaquetadora de unos almacenes. Camarera de un bar. Recepcionista de un pequeño taller de confección. Mecanógrafa de una empresa de postales por correo.

Después un día el fotógrafo ¿cómo se llamaba? ¿Aquel joven de la cara llena de granos que había cambiado el rumbo de su vida? Era colaborador libre de ciertas publicaciones especializadas. Estaba realizando un reportaje fotográfico acerca de las postales.

La vio, le pidió permiso a su jefe para utilizarla en el reportaje al objeto de conferir a éste garra y brillantez.

No faltaba más. Le dedicó diez carretes. Y los fines de semana, entusiasmado ante la sensualidad que decía se escapaba por sus poros, le hizo innumerables fotografías, una vez en la campiña de Connecticut, otra en bikini en las playas de Atlantic City.

Más entusiasmo. Le mostró las fotografías a un amigo suyo que trabajaba en una agencia de modelos. El amigo le aconsejó que siguiera un curso de modelo de tres meses de duración. Ella se mostró de acuerdo.

Tenía por aquel entonces un amigo acomodado, subdirector de un hotel de la Avenida Park, y éste le pagó la matrícula del curso a pesar de lo tacaño que era, pero es que ella no estaba dispuesta a darle nada si no pagaba.

Aquel curso le enseñó muchas cosas. Al terminar, abandonó al subdirector de hotel y se hizo amiga de un redactor de una agencia publicitaria, que estaba casado y le pagó el arreglo de la dentadura y las clases de dicción y el repaso de los ejercicios. Obtuvo varios trabajos de modelo, no los mejores pero sí bastante aceptables.

Pasó sujetadores, lencería y bikinis para los compradores. Empezó a aparecer en anuncios de revistas vestida muy sucintamente con ropa interior y pasó a las portadas, primero “U.S. Camera” y después revistas para hombres, tres en dos meses.

Un agente de Hollywood de segunda categoría y ya en declive -¡un agente!-la vio en la portada de una de las revistas para hombres, la localizó, se ofreció a tomarla bajo su protección y llevársela a Hollywood, pagarle el alquiler y entregarle dinero a cuenta hasta que consiguiera encontrarle trabajo en la televisión o el cine. Y se fue con él a Hollywood.

No era gran cosa, no disponía de despacho sino tan sólo de teléfono, vestía raídos trajes, era achaparrado y panzudo, olía a puro y a ajo, pero era su agente. Personalmente se conformaba con muy poco -un trabajo manual dos veces a la semana-; gracias, cariño, muy bien. Y le encontró trabajo.

No precisamente en el cine pero muy cerca del cine. Actuó de azafata en salones del automóvil, salones náuticos y cuatro convenciones. Fue uno de los muchos cuerpos que recibieron a los invitados en el transcurso de las inauguraciones de un restaurante y un supermercado.

Muy pronto se la vio del brazo de este actor en ascenso, de aquel otro y del de más allá en fiestas y estrenos. Y todo aquello empezó a gustarle.

Su agente no sabía promocionar talentos. No inspiraba respeto ni autoridad. Sólo le conseguía contactos de segunda mano. Pero a ella le gustaba. La palabra agente era el eufemismo que se utilizaba para designar a un rufián de categoría.

Sin embargo, ella no necesitaba ningún rufián. Se las apañaría mejor por su cuenta. Fue sin cesar de un lado para otro.

Un actor de carácter. Contactos. Un director de reparto. Algún que otro papelito secundario. Un fabricante de cámaras. Mejores contactos. Un productor independiente. Dos papeles secundarios en cortometrajes.

Un acaudalado agente. Una presentación. Un director de estudios viudo. Un contrato, algunas pruebas, otro papel secundario, un puesto permanente de azafata en sus fiestas de Palm Springs, un apartamento en el paseo Wilshire. Exhibición.

El público la descubrió y la publicidad se encargó de lo demás. Casi había conseguido todo. Casi había olvidado que todo aquello había existido. Pero esta noche la habían obligado a recordarlo de nuevo.

El Soñador y los restantes monstruos, sometidos al lavado de cerebro de la leyenda, no se creerían la verdad porque no querrían creérsela. Y, sin embargo, era su verdad, la atormentada odisea que desde la miseria de Virginia Occidental pasando por la infamia de Nueva York la había conducido a la despiadada explotación de Hollywood.

Los primeros años de actriz habían sido los peores, el ofrecimiento de placeres, el hacer de geisha, el ofrecimiento de su carne y de su órgano femenino con tal de alcanzar el éxito. Había sido afortunada porque lo había alcanzado. Lo había alcanzado y lo comprendió al llegar a los platós y comprobar que los hombres la necesitaban a ella más de lo que ella les necesitaba a ellos.

Su primer papel estelar la había liberado para siempre de su esclavitud en relación con los hombres y había sido libre a partir de entonces. Ahora, si bien se miraba, algo había en su pasado que la tenía perpleja. En la auténtica versión de su historia siempre había considerado que los hombres de su vida la habían explotado para satisfacción de sus propios y egoístas placeres.

Y, sin embargo, volviendo a revisar su historia, era posible que otra persona la interpretara de otro modo. Tal vez hubiera podido decirse que los hombres no habían explotado a Sharon Fields en su propio beneficio tanto como Sharon Fields los había explotado a ellos en el suyo.

Se esforzó por aclarar sus ideas. No cabía duda de que siempre había creído que los hombres la habían explotado -y la habían explotado, vaya si lo habían hecho-, pero tampoco podía negarse que ella los había utilizado constantemente y despiadadamente en su propio beneficio. Había coqueteado y les había atraído con la promesa del goce sexual.

Hábilmente, para lograr sus propósitos, había manejado a los hombres, había jugado con sus apetitos y debilidades y necesidades.

Les había enfrentado unos con otros exigiendo y después dando, siempre cambalacheando y comerciando y utilizándolos a todos en calidad de peldaños para ascender a la cumbre. Implacablemente y a sangre fría, en muy pocos años, destrozando orgullos e incluso carreras, destruyendo matrimonios, había utilizado a los hombres para ascender al pináculo.

Pero tenía una excusa. Había sido una chiquilla perdida en un tiránico mundo masculino.

Había entrado en el mundo masculino con desventaja, sin el respaldo de la seguridad familiar, sin instrucción, sin dinero, sin inteligencia natural, un auténtico ser primitivo.

No ambicionaba el dinero y la fama como no fuera para alcanzar aquello que siempre había ansiado y estaba decidida a alcanzar: la seguridad, la libertad, la independencia y la propia identidad.

Había conseguido ver cumplidos sus deseos porque era dueña, por suerte suya, de la única moneda que más anhelan los hombres: la belleza. No obstante, se resistía a atribuir exclusivamente su éxito a su rostro y a su cuerpo.

Había conocido a cientos y a miles de muchachas igualmente hermosas, muchachas de hechiceras facciones y preciosas figuras. Y, sin embargo, no habían conseguido alcanzar el mismo éxito que ella. La causa de haber conseguido el éxito no se debía sólo a la intensidad de su anhelo sino a la búsqueda de algo más que su simple apariencia exterior, algo que le permitiera promocionarse.

Había estudiado y había aprendido a utilizar su aspecto para atraer y seducir a los hombres, para convertirles en esclavos suyos fingiendo ser ella su esclava.

En eso había estribado la diferencia. Ya no recordaba con cuántos hombres se había acostado, se había hecho el amor y había dormido en el transcurso del traicionero ascenso. No podía recordarlo porque no había nada que recordar.

Eran hombres sin cuerpo y sin rostro porque se limitaban a ser unos peldaños y, tanto en la cama como fuera de ella, Sharon siempre había mirado más allá, hacia la lejana cumbre.