Brunner asintió a regañadientes.

– Sí. No quería hacerlo pero no pude contenerme.

– Me quito el sombrero, Leo -dijo Shively sonriendo-. Hoy eres un hombre.

– Después se dirigió a Malone-.

A nuestro jefe no le hemos oído.

Malone se removió inquieto en su asiento.

– Bueno -empezó a decir sin levantar los ojos del plato-, entré cuando todos dormíais. -Se detuvo-. No me enorgullezco de reconocerlo.

– ¿Lo ves? -dijo Shively complacido-. Y, por lo que veo, no te has convertido en un despiadado criminal.

– Pero tampoco me satisfizo -dijo Malone-. No quería hacerlo de esta forma.

– Pero lo hiciste -dijo Shively implacablemente.

Malone no contestó. Lo hizo, lo había hecho y no podía saber por qué. Técnicamente no lo había hecho pero no cabía duda de que lo había intentado y había tenido intención de violarla.

Durante toda la larga noche, antes de conciliar el sueño, había procurado establecer qué le habría impulsado a comportarse de una forma tan contraria a sus principios y convicciones.

Su conducta no podía atribuirse por entero al efecto de la marihuana, estaba seguro. Algo más complicado le había inducido a ello. Lo único que sabía era que, al romper Shively aquel pacto civilizado y sentar el precedente de que el empleo de la fuerza no era ningún delito, al seguir Yost su ejemplo y al aceptar Brunner las nuevas normas, e incluso él, que hasta entonces había sido el defensor de la ley y el orden, se había producido una violenta revolución en aquella microcósmica sociedad.

Y su concepto de la moralidad había experimentado un cambio radical. Pero Malone se preguntaba si aquel cambio habría sido instantáneo. Lo más probable era que se hubieran ido corrompiendo sutil y gradualmente.

La misma puesta en práctica de la fantasía había sido el principal paso que les había alejado de las normas impuestas por la sociedad. Con sus mentiras, sus disfraces, sus narcóticos y su secuestro, habían empezado a alejarse del comportamiento civilizado.

Teniendo la tentación al alcance de la mano y tras haberse cometido la primera violación, la civilización en la tradicional acepción de la palabra había sido barrida a un lado.

Puesto que no tenían que responder ante nadie, habían alterado las normas de la decencia. Se había sometido a debate un mal y, por mayoría, éste había sido aprobado como un bien.

Tres cuartas partes de aquella sociedad habían aceptado las nuevas normas. Y él por su parte había considerado el acto como una simple forma de acatamiento.

Bueno, se dijo ahora, ¿quién estaba en condiciones de establecer qué era lo auténticamente civilizado y, por ende, lo que estaba bien? Había leído los estudios antropológicos de Margaret Mead sobre las sociedades de los arapesh, los mundugumor y los tschambuli de Nueva Guinea.

Las familias arapesh eran cordiales y amables, sus mujeres eran dulces y plácidas, los hijos se educaban en la bondad, los hombres eran responsables de los hijos.

Los mundugumor creían en la poligamia, despreciaban a los hijos, fomentaban las luchas entre padres e hijos por la obtención de las mujeres, obligaban a las mujeres a realizar los trabajos más duros, fomentaban la agresión y la hostilidad.

Los tschambuli proporcionaban la misma educación a los dos sexos, permitían que los hombres se convirtieran en objetos sexuales, convertían a las mujeres en obreras, se consideraban una sociedad patriarcal a pesar de estar la tribu regida por las mujeres e instaban a las mujeres a convertirse en agresoras sexuales.

Para los arapesh, una persona agresiva estaba enferma y era una neurótica. Para los mundugumor, una persona pacífica estaba enferma y era una neurótica. Para los tschambuli, un varón dominante o una mujer dulce eran personas neuróticas y enfermas.

Por consiguiente, ¿quién podía decir lo que estaba bien y era civilizado? La digresión filosófica no le sirvió a Malone de mucho consuelo y ahora éste decidió prestar atención a Shively que estaba formulando una pregunta.

– ¿La ha visto alguien esta mañana?

– Yo -repuso Malone-, me he levantado un poco antes que todos vosotros.

He entrado para ver si podía hacer algo por ella.

– Apuesto a que sí habrás podido -dijo Shively con un gruñido-. Nos llevas un vapuleo de ventaja.

– Cállate ya, maldita sea -dijo Malone enfurecido-. No le he puesto la mano encima. He entrado para ver cómo estaba.

– ¿Y cómo estaba? -preguntó Yost secándose la boca con la servilleta de papel.

– Exactamente igual que ayer. Malhumorada y triste. No ha querido hablar conmigo. He pensado que armaría un alboroto cuando la desatara para permitirle ir al lavabo.

Pero se sentía demasiado débil. He querido darle algo de comer pero sólo ha aceptado un zumo de naranja.Después he vuelto a atarla.

– ¿Cómo estaba? -preguntó Yost.

– ¿Que cómo estaba?

– Si todavía estaba guapa.

– Más que nunca -repuso Malone con serena sinceridad.

– ¿Entonces por qué no te has acostado con ella? -le preguntó Shively.

Malone le dirigió al tejano una mirada despectiva.

– ¿Y eso qué tiene que ver? Si quieres que te diga la verdad, de esta manera no tiene gracia, hacérselo a la fuerza contra su voluntad.

– Vaya por Dios -dijo Shively mirando a los demás-, ya tenemos aquí otra vez al jefe "scout".

Por mi parte, yo gozo del placer de la manera que sea.

Brunner se apresuró a salir en defensa de Malone.

– Vuelvo a estar de acuerdo con Adam. A mí tampoco me gusta forzar a una persona indefensa. No se trata de un acto sexual normal.Es más bien como una masturbación o como violar un cadáver. Me pongo nervioso de sólo pensarlo.

– Eso es exagerar un poco, Leo -repuso Yost-. Yo no experimento sentimiento alguno de culpabilidad teniendo en cuenta su historial. Naturalmente, tengo que reconocer que no es la mejor forma de hacerlo estando ella atada, acoceándome e insultándome. -Se dirigió a Shively-. Eso te priva un poco del placer. Tienes que reconocerlo, Shiv.

– No sé -dijo Shively encogiéndose de hombros-. No me importa que se me resistan un poco. Me estimula la pasión. Pero sí, Howie, creo que resulta más agradable cuando la chica se muestra de acuerdo.

Perdí mucha energía intentando vencer la resistencia de esta perra. Y toda aquella energía hubiera debido estar dirigida donde le corresponde, es decir, hacia su interior.

Malone tomó la bandeja en la que todavía quedaban huevos y salchichas y se dirigió a la cocina para volver a calentar la comida.

No le apetecía escuchar las groserías de Shively.

Pero no consiguió aislarse del diálogo.

– Ojalá pudiéramos conseguir su colaboración -estaba diciendo Yost tristemente-, entonces eso se convertiría en una auténtica fiesta.

– Yo sé que me sentiría menos culpable -dijo Brunner removiendo el yogourt.

– Bueno, qué demonios -dijo Shively-, si no quiere, no quiere y no se puede hacer nada al respecto.

– Si no accede a colaborar -dijo Brunner-no creo que me interese seguir adelante. Anoche no era yo. Y ahora, a la luz del día, me repugna lo que hice.

– Yo no diría eso precisamente -dijo Yost-. Me acostaré con ella mientras la tengamos aquí. Pero, sin estar ella de acuerdo, no es que sea precisamente mi deporte preferido. Mejor dicho, sí lo es pero podría ser cien veces mejor.

– Oye, Adam -gritó Shively en dirección a la cocina-, ¿tú qué dices? Malone se acercó a la puerta.

– No, si va a tener que ser por la fuerza, ya he terminado. Me doy por vencido. No puedo soportar la violación y no comprendo cómo la soportáis vosotros.

Si colaborara tal como yo había esperado, bueno, entonces sería distinto. -Se volvió-. Perdonadme, no quiero que se quemen los huevos.

– ¡Oye, un momento! -dijo Shively poniéndose en pie y acercándose a la puerta de la cocina-. ¿Para quién estás guisando? ¿Qué estás haciendo ahí? Retrocedió al ver salir a Malone con una bandeja de comida y fue tras él.