Estaba muy claro que no la oía. Se había quitado la camisa. Se bajó después lentamente la cremallera de los tejanos y a punto estuvo de caerse al quitárselos. No llevaba ropa interior. Se había quedado en cueros.

Dios mío, gimió ella para sus adentros. Ya no podía soportar más castigo, dolor y humillación.

Dios mío, concédeme algún medio de impedirlo, de castrarle, de conservar un último retazo de cordura. Pero aquella noche Dios no la escuchaba.

El Soñador se había sentado en el borde de la cama y la estaba mirando.

– Te quiero, Sharon. Te quiero desde la primera vez que te vi.

– Yo no le quiero a usted. Yo no quiero a nadie de esta forma. Les odio a todos. Déjeme en paz.

El no la escuchaba.

Acercó las manos a su blusa. Ella agitó los brazos en un intento de librarse de sus ataduras y evitar que la tocara.

Pero la cuerda la mantuvo inmovilizada en su cruz.

El apartó suavemente a un lado una mitad de la blusa y después la otra y una vez más tuvo Sharon que ver lo que estaba viendo, los dos blancos pechos con las manchas pardo rojizas de los pezones.

– Sé buena conmigo, Sharon -le estaba diciendo-, no quiero tomarte por la fuerza. Quiero que me ames. Bajó la cabeza y se restregó la mejilla contra un pezón y después contra el otro.

Giró la cabeza y sus labios le rozaron y besaron los pezones y después se los rodeó con la lengua.

Levantó un poco la cabeza y murmuró:

– Eres todo lo que siempre he soñado, Sharon. Te quiero para mí solo.

– Váyase -dijo ella con voz temblorosa-, no siga. Estoy muy débil, me siento enferma, por favor.

– Dentro de un rato, cariño. Dentro de un rato podrás dormir. Ahora ya nos conocemos demasiado para poder detenernos. -Bajó la mano hacia la falda, la halló desabrochada y empezó a abrírsela-.

Esto no es nuevo, Sharon. Para ninguno de los dos. Durante todos estos años estoy seguro de que has advertido las vibraciones de mis sentimientos. Debes haber sabido lo que yo sabía.

Te he hecho el amor miles de veces. Hemos transcurrido interminables y maravillosas horas el uno en brazos del otro. Esto no es más que una de tantas veces.

Desde que el primero de ellos, el Malo, había entrado en aquella habitación no había experimentado el terror que estaba experimentando ahora.

– Está loco -le susurró-, váyase de aquí.

– Los demás no te merecían. Yo soy el único que se merece tu amor.

Ella lo miró con ojos aterrados mientras se tendía en la cama a su lado.

Le separó las piernas desnudas. Intentó resistirse pero tenía las piernas agotadas. Ya no podía obligarlas a mantenerse unidas.

Se encontraba tendido entre sus piernas con la boca sobre su ombligo, rozándoselo con la lengua, introduciéndosela dentro.

La boca le descendió por el vientre besándole la carne hasta llegar al triángulo del pubis.

– No, no -le imploró ella.

Levantó la cabeza y el cuerpo y se puso de rodillas encima suyo.

Ella se hundió y lanzó un gemido. Era inútil, inútil. Estaba débil y abatida, sólo se mantenía viva a través del horror y el odio. El tipo estaba murmurando algo. Se esforzó por entenderle.

– Cuántas veces -decía-, cuántas veces -repitió-me has provocado una erección. Cuántas veces te he penetrado, he estado en tu interior y he gozado solo de nuestro mutuo amor.

Y ahora, Sharon, al final, Sharon, vamos a estar los dos juntos.

Hizo un último esfuerzo por librarse de él pero sus fatigadas piernas no podían moverse, permanecían separadas esperando el asalto.

La estaba mirando con sus ojos de fanático. Jadeaba y palpitaba como un maniático. Apenas podía entender sus entrecortadas palabras.

– Tiempo he esperado, deseado, querido este momento, este momento estoy tan excitado, tan excitado, tan…

Advirtió que la dura punta de su miembro le rozaba los labios de abajo, cerró los ojos, se dispuso a sufrir el empalamiento y entonces escuchó de repente un lacerante grito y abrió los ojos.

Con la cabeza echada hacia atrás, los ojos fuertemente cerrados, la boca abierta y las facciones contraídas, su grito de angustia y placer fue menguando hasta convertirse en un prolongado gemido.

Sus manos se esforzaban frenéticamente por introducirle el miembro pero era demasiado tarde.

Sharon notó que el cálido semen se le derramaba por el vello del pubis y por el vientre.

El tipo movía la boca, parecía que quisiera comerse el aire, se retorcía y terminó después bruscamente.

Se derrumbó sobre la cama entre sus piernas con el vacío miembro rozándole el muslo.

– Yo no sé por qué -murmuró jadeante-, per… perdóname.

El asombro de Sharon ante aquella eyaculación prematura se convirtió en alegría. Por primera vez aquella noche había salido vencedora.

Se había debido a una intervención divina. Dios existía. Había deseado torturar y matar a los demás. Pero no había podido, éste, en cambio, era vulnerable.

Podía matarle y, a través de él, matar a los demás ella sola con el poco orgullo mancillado que le quedara.

– ¡Le está bien empleado, hijo de puta degenerado! -le gritó. Quería mostrarse despiadada-. ¿Qué tengo que perdonarle, maravilla sin miembro? ¿Quería usted forzarme, verdad? Pero no ha podido porque resulta que es un eunuco, por eso. Me alegro. Me siento satisfecha.

Se merece serlo por haber organizado todo este asunto, cerdo indecente. Miren al gran amante. ¿Qué le ha sucedido por el camino al ir a violarme?

Entristecido y sin poder mirarla, se levantó de la cama.

– No se irá todavía -le gritó ella-. Antes de largarse de aquí tiene que hacer la limpieza.

Tome una toalla mojada, maldita sea, y límpieme esta porquería de encima. Me siento contaminada.

Como un perro apaleado se dirigió al cuarto de baño, regresó con una toalla y le limpió sumisamente la secreción.

Arrojó al suelo la toalla, recogió la camisa y los pantalones, apagó la luz del cuarto de baño y fue a marcharse. Regresó y la cubrió en silencio. Al final se atrevió a mirarle los despectivos ojos.

– Lo lamento -dijo.

– ¿Qué lamentas? -le preguntó ella enfurecida-. ¿Haberme metido en este lío o no haber conseguido hacerlo conmigo?

Se produjo una pausa de silencio.

– No lo sé -repuso-, buenas noches.

Aquel jueves por la mañana los cuatro durmieron hasta muy tarde, y ahora Adam Malone había terminado de preparar los huevos revueltos y las salchichas fritas y estaba sirviendo el desayuno cuando apareció finalmente Kyle Shively.

Este se pasó por última vez el peine por el cabello, se lo guardó en el bolsillo y acercó una silla.

Malone se sentó y contempló brevemente a sus consocios del Club de los Admiradores.

En este segundo día de la aventura no predominaba precisamente lo que pudiera decirse un ambiente de fiesta.

Brunner estaba abatido. Yost parecía estar muy lejos.

Por su parte, observándose en el espejo que tenía colgado delante, Malone vio que su rostro denotaba sombría introspección.

Sólo Shively aparecía alegre. Tras llenarse el plato, Shively hizo lo que Malone había estado haciendo, es decir, observar a sus compañeros. Se rió inquisitivamente.

– No es que esto se parezca exactamente, a unas vacaciones. ¿Qué os ocurre? ¿Acaso anoche no hicisteis nada con el nido de sexualidad?

No le contestó nadie.

Shively empezó a llenarse la boca de comida.

– Pero si yo creía que ahora estaríais haciendo cola a la entrada del dormitorio.

– No hay prisa -dijo Yost-. Todavía nos quedan trece días.

– Tal vez sea suficiente para ti -dijo Shively-pero para mí desde luego que no. -Se detuvo y miró a sus compañeros recelosamente-. Ninguno de vosotros me ha contestado. ¿Anoche os acostasteis todos con ella, no?

– Yo sí -repuso Yost masticando metódicamente las salchichas.

– ¿Menuda es, verdad?

– Ya lo creo -repuso Yost.

– ¿Y tú, Leo?