La sexualidad jamás había significado nada para ella. El acto jamás había sido un compromiso humano. Había sido simplemente un apretón de manos, una carta de presentación, una llamada telefónica, un contacto, un contrato, otra cosa.

La sexualidad jamás había sido para ella algo especial sino simplemente una de tantas funciones corporales automáticas, algo que se hacía, algo de que se sacaba un provecho, algo que a veces resultaba agradable pero no gran cosa, lo tomas o lo dejas, sólo que últimamente había sometido a revisión sus antiguos conceptos y había empezado a considerar la sexualidad como parte integrante del amor.

Y ahora se encontraba aquí sofaldada y atada a un lecho desconocido procurando reorganizar su futuro. Encuadrada en el contexto de su pasado, su actual situación se le antojaba mucho menos amenazadora. Al fin y al cabo, no eran más que unos hombres, y qué más daba que se lo hicieran un poco más teniendo en cuenta que ya la habían violado y le habían brutalizado el cuerpo.

Desde esta perspectiva fatalista, se le antojaba absurdo no beneficiarse de algo a cambio de lo que tendría que soportar. ¿Por qué no rendirse al precio que le exigían? ¿Por qué no colaborar a cambio de comida, descanso y liberación de las ataduras que le magullaban las muñecas, le entumecían los brazos y le producían un dolor incesante en los hombros? ¿Por qué no cambalachear al objeto de llegar a un acuerdo en el sentido de ser liberada muy pronto de aquel cautiverio? Reflexionó acerca de la posibilidad de llamarles, convocarles, decirles que estaba dispuesta a abandonar la resistencia a cambio de ciertas consideraciones.

Antes de que pudiera llegar a una decisión final, se percató sobresaltada de que no estaba sola. El más alto, con aquel rostro tan horrible y aquel lenguaje tan vulgar, se encontraba en la habitación de espaldas a ella corriendo el pestillo de la puerta.

Se le acercó rascándose la piel por debajo de la camiseta gris y se detuvo junto a la cama. Con los brazos en jarras, la inspeccionó en silencio. Después habló en un tono que, tratándose de él, hasta podía considerarse conciliador.

– ¿Estás dispuesta a comer y a tomarte las píldoras? La respuesta se le quedó atascada en la garganta pero ella la obligó a salir fuera.

– Sí -contestó.

– Eso ya está mejor. ¿Conoces las condiciones?

Conocía las condiciones. Se lo quedó mirando fijamente.

Frente baja, pequeños ojos juntos, nariz fina, delgados labios perdidos en el bosque del bigote, todo ello en un rostro huesudo y enjuto. Horrible y cruel.

Experimentó repugnancia al comprobar que se estaba rindiendo ante “aquello”, pero comprendió inmediatamente que su repugnancia no se debía a una reacción de carácter físico ante aquel individuo o cualquier otro de los demás, sino al descubrimiento de que, junto con la rendición, estaba entregando algo que era lo que más estimaba en la vida.

Podía soportar que le hubieran violado la vagina, pensó. Pero no estaba segura de poder sobrevivir a la violación de su espíritu. En todos sus pasados encuentros con los hombres que la habían explotado, el acto amoroso no había sido algo tan indiferente como ella había intentado creer.

Había llegado a odiar con toda el alma aquel cambalacheo de su cuerpo a cambio de la promoción. Demasiados hombres habían podido comprobar que su ser era un complejo y delicado mecanismo muy sensible, lleno de necesidades y deseos humanos, y, sin embargo, no la habían considerado más que una vasija inanimada rebosante de placer, una cosa, últimamente, tras haber alcanzado el éxito y haberse convertido en una diosa, había podido comprender que ya no le hacía falta someterse a la explotación de los hombres.

Ella misma se había coronado y se había ganado a pulso la libertad después de tantos años de esclavitud. Era libre, independiente e intocable. Podía hacer lo que le viniera en gana. Además, últimamente su conciencia había dado un paso adelante.

Su secretaria y confidente, Nellie Wright, formaba parte de la vanguardia del movimiento de liberación femenino. Al principio, oprimida por el pasado y sus antiguas ideas, Sharon se había burlado de las militantes creencias de Nellie acerca de la emancipación femenina.

Poco a poco, había empezado a tolerarlas y a escuchar de buen grado las explicaciones de Nellie y, al final, las había aceptado. En el transcurso de los últimos meses hasta se había dedicado a desarrollar una labor de proselitismo instando a otras mujeres a unirse a la lucha en favor de la absoluta igualdad de derechos.

Es más, esta nueva actitud había sido una de las causas de la rotura de sus relaciones con Roger Clay, éste tenía unas ideas británicas muy anticuadas acerca del lugar y del papel de la mujer y no era capaz de comprender aquella necesidad de absoluta igualdad y libertad.

Pero Roger había resultado ser tan sensible e inteligente como ella y su decisión de reunirse con él en Inglaterra se había debido a la esperanza de que estuviera cambiando o fuera lo suficientemente flexible como para dejarse instruir y moldear. En tal caso, tal vez pudieran establecer unas sólidas relaciones.

Y estos animales ignorantes deseaban que abandonara y renunciara a este nuevo concepto de la liberación. Eso era lo que más la enfurecía. Y, a pesar de que ello pudiera parecer contradictorio, se sentía molesta por algo que la humillaba más si cabe.

En el transcurso de los pasados años de ascenso al poder y la independencia, su precio siempre había sido muy elevado. Siempre se había enorgullecido de su valor. A cambio del disfrute de su cuerpo, siempre había recibido valiosos regalos: una importante presentación o recomendación, un contrato legal, un papel interesante, un fabuloso guardarropa o una costosa joya. Jamás se había vendido barata.

Siempre la habían comprado como un objeto de lujo. Y ello la había enorgullecido siempre. Sin embargo, una vez retirada del mercado, ya no se había visto obligada a vender nada a cambio de un precio, porque ya no había querido estar a la venta.

Sólo estaba dispuesta a entregarse a cambio de algo que no tuviera precio -el amor-, pero nada más. Y ahora, la mujer más deseable del mundo según las cotizaciones del mercado, resultaba que tenía que venderse a aquellos odiosos animales a cambio de una insultante pitanza. Su portavoz le había ofrecido un poco de comida corriente y unas cuantas píldoras baratas a cambio de que accediera a servirles de Cosa.

Era una humillación degradante, casi tan degradante como la violación de su independencia. Si capitulaba, perdería todo aquello que finalmente había logrado alcanzar.

– Muy bien, señorita -le estaba diciendo el Malo-, no me has contestado. Te daremos si nos das. ¿Estás dispuesta a aceptar estas condiciones?

La cólera la cegó. Recogió toda la saliva que tenía en la boca y le escupió, mojándole una pernera del pantalón.

– ¡Ahí va mi respuesta, hijo de puta! Yo no les doy nada a los animales.

– Muy bien, señorita -dijo él con expresión sombría-, te daremos tu merecido. -Se quitó rápidamente la ropa y se quedó desnudo, acercándose a ella con el horrible aparato-. Muy bien, me parece que ya es hora de que te enseñemos a comportarte bien con la gente.

Echó abajo la manta y se le colocó encima inmediatamente procurando separarle las piernas. Con unas reservas de fuerza cuya existencia desconocía, intentó luchar contra el ataque.

Movió el cuerpo de un lado a otro para esquivarle y le propinó puntapiés manteniendo las piernas juntas, pero éstas estaban empezando a ceder y supo que aquel individuo se las separaría muy pronto y quedaría indefensa.

Ya no aspiraba a ganar sino simplemente a hacérselo pagar muy caro, a darle a entender lo mucho que odiaba aquella violación de su ser.

Le había separado las piernas y abierto la falda y Sharon vio que el tipo estaba luchando contra su resistencia. Un último y desesperado esfuerzo antes de que le inmovilizara las piernas. La rodilla, la rodilla que tenía libre. Con toda la fuerza que le quedaba, levantó la rodilla por debajo de su erección y se la descargó contra los testículos.