Que constara que él no era partidario de la táctica de matarla de hambre y de la violencia física y había esperado que ella comprendiera la situación y no provocara más incidentes. Estaba contento, estaba satisfecho de que todo se hubiera solucionado favorablemente.

Debía creerle, ninguno de ellos deseaba causarle el menor daño. Eran tan esencialmente honrados como cualquier grupo de hombres que ella hubiera podido conocer. Ya lo vería. Se lo demostraría.

Y cuando finalizara la luna de miel al cabo de unas semanas, estaba seguro de que se separarían como buenos amigos. De esto último había tomado buena nota.

Se proponían soltarla "al cabo de unas semanas". Se le antojaba una eternidad. En su fuero interno, rezaba para que, a cambio de la colaboración, su cautiverio no se prolongara más allá de unos pocos días.

Al fin y al cabo, ¿acaso aquellos monstruos no procedían de algún sitio y tendrían que regresar a alguna ocupación? ¿Acaso no les echarían en falta? Pero entonces se le ocurrieron las respuestas.

Estaban en junio. Los hombres eran móviles. Los Estados Unidos eran un país de vacaciones, un país de hadas, una interminable sucesión de placeres. Es decir, que no iba a pasarse simplemente unos días sino unas cuantas semanas en aquel Auschwitz mental. ¿Cómo podría soportar un cautiverio y un tormento tan prolongados? Hubiera querido hablarle, apelar a su sentido de la justicia.

Hasta cuando se jugaba sucio había cierto grado de juego limpio. Pero el instinto le dijo que la protesta no era la mejor forma de iniciar una colaboración. Se mordió el hinchado labio inferior y guardó silencio.

Tenía delante la masa de carne. Automáticamente empezó a juntar las piernas, pero se acordó a tiempo y las aflojó. Nada de resistencia, recordó. Pero, maldita sea, tampoco les entregaría nada. Podrían gozar de su cuerpo muerto pero de nada más.

– Oiga, qué camisón más bonito -le estaba diciendo-. ¿De dónde lo ha sacado?

– Estaba aquí.

Le levantó la camisola blanca de nylon hasta la cintura y se excitó inmediatamente. Sostenía un tubo en la mano.

– ¿Le importa? -le preguntó-. Será más fácil.

Ella se encogió de hombros y separó a regañadientes las piernas.

Se acercó ansiosamente con el lubrificante y, al tocarla, se excitó ulteriormente. No quería verle. Cerró los ojos.

Y comenzó la explotación. Ya se habían iniciado los jadeos de la ballena que tenía encima y ésta se agitaba y sacudía con regularidad. No notaba otra cosa como no fuera aquella violenta inyección física.

No notaba nada, no entregaba nada, no decía nada y procuraba no escuchar el extático monólogo. Pero, aunque no estuviera obligada a sentir nada, no tenía más remedio que oír. Y la letanía no cesaba.

– Así está mejor, estupendo. ¿es estupendo, verdad, cariño? estupendo, buena chica, muy bien, estupendo, muy bien, muy bien.

Terminó.

Mientras se vestía, la expresó su satisfacción. Le habló muy animado de las mujeres que había conocido, "pero que conste que ninguna como tú, Sharon, tú eres la mejor".

No, no engañaba mucho, estaba casado, su mujer era buena, engañar mucho resultaba peligroso y, además, era una mala costumbre. Pero un poco de variedad de vez en cuando contribuía a mejorar el matrimonio. Y no siempre se veía obligado a pagar a cambio.

En su trabajo, en el ambiente en el que se desenvolvía, solía encontrar a muchas mujeres que se encaprichaban de él.

Sharon sabía que estaba deseando que le dedicara un cumplido. Se negó a abrir la boca.

– Bueno, gracias, Sharon. Ha sido estupendo. Eres algo especial. Hasta mañana.

Ella asintió imperceptiblemente.

El segundo fue el Tiquismiquis, con su triste ratoncillo blanco. A pesar de lo que pudiera haberle dicho su predecesor, seguían mostrándose muy cautelosos a propósito de la colaboración.

Estaba nervioso, se disculpaba, le hablaba estúpidamente de estadísticas que había sacado de manuales sexuales de las que se deducía que una mujer podía entregarse a varias relaciones sexuales en el transcurso de una sola noche sin que tal actividad resultara perjudicial para sus órganos genitales.

Le acarició tímidamente el busto y habló con más verbosidad si cabe que el Vendedor tratando de explicarse y justificar su comportamiento.

Insistía una y otra vez en que no era más que un ciudadano corriente, un profesional respetable, un trabajador, un burgués convencional que se había visto mezclado por azar en la operación del Club de los Admiradores.

No había tenido intención alguna de llevarse a la señorita Fields pero, una vez metido en el proyecto, no había podido echarse atrás.

Muy bien, hubiera deseado gritar ella, ¿entonces qué demonios está usted haciendo aquí? Se revolcaba en sus sentimientos de culpabilidad en un intento de alcanzar su perdón de tal forma que no tuviera después que expiarlos.

Pero ella se negó amargamente a perdonarle. No quiso darle nada. Fue consciente de que al Tiquismiquis le estaba costando alcanzar la erección.

Adivinó que debía estar acostumbrado a que le ayudara su mujer. Su suposición quedó confirmada al proponerle él tímidamente desatarle un brazo.

El alivio que ello representaría resultaba tentador pero decidió no ceder a la tentación a cambio de prestarle al tipo un servicio.

Le contestó secamente que no se molestara, él suspiró y empezó a levantarle gradualmente la corta toga hasta la altura del pecho. La contemplación de los lechosos pechos le excitó. Se le subió torpemente encima y le besó los pardos pezones.

Ella le maldijo por lo bajo al percatarse de que todo aquello estaba surtiendo efecto. Segundos más tarde, antes de que perdiera la erección, le introdujo la cosita gris.

Subió y bajó unas cuantas veces, gimió y, en menos de un minuto, experimentó un orgasmo de cerbatana. Se apartó disculpándose por haberse mostrado tan apasionado.

¡Tan apasionado! Dios mío, sálvame de estos imbéciles. Se vistió apresuradamente y siguió hablándole de la tenue separación que existía entre la seducción y la violación, manifestándole finalmente (el sempiterno orgullo masculino) que no podía hablarse de violación una vez se producía la consumación.

La verdadera violación sería tan imposible como enhebrar una aguja que oscilara sin cesar, ¿verdad? Una vez se había enhebrado la aguja, ello significaba que había habido colaboración, ¿no creía? Por consiguiente, no podía tratarse de violación a la fuerza, ¿verdad?

Te equivocas, estúpido hijo de puta. Estuvo amargamente tentada de contradecirle.

Pero se esforzó por guardar silencio mientras él le bajaba el breve camisón. Le dio respetuosamente las gracias y se marchó. Menudo informe sexual podría redactar basándose en aquellos brutos.

El siguiente resultó ser aquel al que más odiaba y temía, el bastardo que a punto había estado de matarla de una paliza. El Malo se estaba preparando.

– Tengo entendido que te estás portando como una buena chica -le dijo.

Subió a la cama.

Fue el momento más difícil. Todo su cuerpo se tensó disponiéndose a luchar y a ofrecer resistencia, pero permaneció inmóvil.

Y él le subió la camisola hasta el ombligo.

Rápidamente y sin hablar levantó las rodillas y separó las piernas. No estaba para juegos. Quería que se produjera lo inevitable y terminar después cuanto antes.

Comprobó que él había interpretado erróneamente su gesto considerándolo un deseo de participar. Ya estaba entre sus muslos.

– Aprendes rápido, nena. Ya lo sabía. Ahora que ya sabes cuáles son las ventajas, todo irá mucho mejor. -Le frotó los muslos y las nalgas con sus ásperas manos-. Muy bien, nena, ahora tiéndete y disfruta.

Sharon hizo una mueca pero se esforzó por conservar el estoicismo y no decir nada. Pero ahora, recordando el acto, se estremeció y se esforzó por borrar de su memoria lo que había ocurrido a continuación.