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– High jingo -susurró Bosch para sus adentros al tiempo que colgaba.

Como un acorazado virando lentamente, el caso se iba moviendo de manera certera e imparable hacia una nueva dirección. Bosch sintió una opresión en el pecho. Pensó en la coincidencia de que Irving se cruzara en su camino. Si era una coincidencia. Bosch se preguntó si el sub director ya sabía en ese momento a qué caso correspondía el resultado ciego y adónde conduciría.

El departamento enterraba secretos todos los días. Era un hecho. Pero ¿quién podía pensar diecisiete años antes que un día una prueba química llevada a cabo en un laboratorio del Departamento de Justicia de Sacramento hundiría una pala en el suelo grasiento y removería el pasado, sacando a la luz este secreto?

17

Conduciendo hacia casa, Bosch pensó en las muy diversas ramificaciones de la investigación del asesinato de Rebecca Verloren. Sabía que tenía que mantener la mirada en la presa. Las pruebas eran la clave. Los elementos de política departamental y posible corrupción y encubrimiento se resumían en lo que se conocía como high jingo. Podía ser una amenaza y distraerle del objetivo pretendido. Tenía que evitarlo, y al mismo tiempo tenía que estar atento a ello.

Finalmente logró apartar los pensamientos de la sombra de Irving, que se cernía sobre la investigación, y concentrarse en el caso. Sus ideas de algún modo lo condujeron al dormitorio de Rebecca Verloren y a cómo su madre lo había mantenido intacto con el paso del tiempo. Se preguntó si el motivo era la pérdida de la hija o las circunstancias de esa pérdida. ¿Y si uno pierde un hijo por causas naturales o por un accidente o un divorcio? Bosch tenía una hija a la que rara vez veía. Era una carga que pesaba sobre él. Sabía que, estuviera cerca o lejos, su hija lo dejaba en una situación de completa vulnerabilidad, sabía que podía terminar como una madre que preservaba la habitación de su hija igual que un museo, o como el padre que había perdido la conexión con el mundo hacía tanto tiempo.

Más que esa cuestión, había algo en la habitación que le obsesionaba. No podía averiguar lo que era, pero sabía que estaba ahí, y le fastidiaba. Miró hacia su izquierda desde la autovía elevada, en dirección a Hollywood. Todavía había algo de luz en el cielo, pero, estaba empezando a anochecer. La oscuridad ya había esperado suficiente. Los reflectores, cuyo origen era la esquina de Hollywood y Vine, se entrecruzaban en el horizonte. A él le gustaba. Se sentía como en casa.

Cuando llegó a su casa de la colina abrió el buzón, comprobó si tenía mensajes en el teléfono y se cambió el traje que se había comprado para su vuelta al trabajo. Lo colgó cuidadosamente en el armario, pensando que podría ponérselo al menos otra vez antes de llevarlo a la tintorería. Se puso tejanos, zapatillas de deporte negras y un polo también negro. Se enfundó una cazadora que se estaba deshilachando en el hombro derecho; no gastaba demasiado dinero en ropa. Guardó en ella su pistola, placa y cartera y volvió a coger el coche para dirigirse al Toy District.

Decidió aparcar en Japantown, en el aparcamiento del museo, para no tener que preocuparse por que le desvalijaran o rompieran el coche. Desde allí caminó hasta la calle Cinco, encontrándose con una densidad creciente de vagabundos a medida que avanzaba. Los principales campamentos para la población sin techo de la ciudad, así como las misiones que se encargaban de alimentarlos, se alineaban en una extensión de cinco manzanas de la calle Cinco, al sur de Los Ángeles Street. En el exterior de las misiones y los hostales baratos, las aceras estaban llenas de cajas de cartón y carros de la compra que contenían las exiguas y sucias pertenencias de la gente perdida. Era como si algún tipo de bomba de desintegración social hubiera estallado y la metralla de vidas heridas y despojadas se hubiera extendido por doquier. En la acera había hombres y mujeres que gritaban palabras ininteligibles o inquietantes incongruencias. Era una ciudad con sus propias reglas y razón de ser, una ciudad dolorida, con una herida tan profunda que las vendas que aplicaban las misiones no podían contener la hemorragia.

Mientras caminaba, Bosch se fijó en que no le pidieron ni una vez dinero o cigarrillos ni ninguna otra clase de dádiva. La ironía no se le escapó. Parecía que el lugar con la concentración más alta de gente sin hogar de la ciudad era también el lugar donde un ciudadano estaba más a salvo de sus súplicas.

La Misión de Los Ángeles y el Ejército de Salvación tenían allí grandes centros de ayuda. Bosch decidió empezar con ellos. Llevaba una foto de carné de conducir de hacía doce años de Robert Verloren y una fotografía incluso más vieja de él en el funeral de su hija. Las mostró a la gente que dirigía los centros de ayuda y a los trabajadores de la cocina que cada día servían centenares de platos de comida gratuita. Obtuvo escasa respuesta hasta que un trabajador de la cocina recordó a Verloren como un «cliente» que unos años antes se ponía en la cola del comedor popular con cierta regularidad.

– Hace bastante tiempo que no lo veo -dijo el hombre.

Después de pasar casi una hora en cada centro, Bosch empezó a recorrer la calle, entrando en las misiones más pequeñas y en albergues para vagabundos y mostrando las fotos. Varias personas reconocieron a Verloren, pero no consiguió nada nuevo, nada que lo acercara al hombre que había desaparecido completamente del radar social hacía tantos años. Continuó hasta las diez y media y decidió que volvería al día siguiente para terminar de peinar la calle. Al caminar de regreso a Japantown estaba deprimido por el mundo en el que se había sumergido y por la esperanza menguante de encontrar a Robert Verloren. Caminaba con la cabeza baja y las manos en los bolsillos, y por consiguiente no vio a los dos hombres hasta que éstos ya le habían visto a él. Salieron de los huecos de dos jugueterías situadas una a cada lado de la calle. Uno le cerró el paso. El otro se colocó a su espalda. Bosch se detuvo.

– Eh, misionero -dijo el que tenía delante.

Al brillo tenue de una farola situada a media manzana de distancia, Bosch vio el destello de un cuchillo en la mano del hombre. Se volvió ligeramente hacia el compañero que tenía detrás. Era más pequeño. Bosch no estaba seguro, pero le pareció que simplemente sostenía un trozo de hormigón. Un trozo de acera rota. Ambos hombres iban vestidos con capas de ropa, una visión común en esta parte de la ciudad. Uno era negro y el otro, blanco.

– Todas las cocinas están cerradas y aún tenemos hambre -dijo el que empuñaba el cuchillo-. ¿Tienes unos pavos para nosotros? Un préstamo.

Bosch negó con la cabeza.

– No, la verdad es que no.

– ¿La verdad es que no? ¿Estás seguro de eso, chico? Parece que tienes una buena cartera. No nos engañes.

Bosch sintió que una oscura rabia crecía en su interior. En un momento de concentración supo lo que podía e iba a hacer. Sacaría el arma y dispararía a cada uno de esos hombres. En ese mismo instante supo que saldría airoso después de una investigación departamental superficial. El brillo de la hoja del cuchillo era el seguro de Bosch, y lo sabía. Los hombres que lo rodeaban no tenían ni idea de con qué se habían encontrado. Era como estar en los túneles muchos años antes. Todo se reducía a una única opción. Nada más que matar o morir. Había algo absolutamente puro en ello, sin Zonas grises ni espacio para nada más.

De repente, el momento cambió. Bosch vio que quien empuñaba el cuchillo lo miraba intensamente, interpretando algo en sus ojos, un depredador tomando la medida del otro. El hombre del cuchillo parecía menguar en una medida casi imperceptible. Retrocedía sin retroceder físicamente.

Bosch sabía que había personas a las que consideraba intérpretes de la mente.

La verdad es que eran lectores de rostros. Su habilidad consistía en interpretar el sinfín de músculos, las expresiones de los ojos, la boca, las cejas. A partir de esa información deducían la intención. Bosch tenía un buen nivel en esa habilidad. Su ex mujer se ganaba la vida jugando al póquer porque tenía una destreza incluso mayor. El hombre del cuchillo tenía también cierta dosis de esa capacidad y seguramente le había salvado la vida en esta ocasión.