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Abel Pratt salió de su despacho con la chaqueta del traje puesta. Se fijó en Bosch, que estaba sentado ante su escritorio, escribiendo con dos dedos un informe sobre su conversación telefónica con Muriel Verloren. Los informes finalizados de las entrevistas telefónicas con Grace Tanaka y Daniel Kotchof estaban sobre la mesa.

– ¿Dónde está Kiz? -preguntó Pratt.

– Está en casa preparando la solicitud de la orden. Allí puede pensar mejor.

– Yo no puedo pensar cuando llego a casa. Sólo puedo reaccionar. Tengo gemelos.

– Buena suerte.

– Sí, la necesito. Ahora iba hacia allí. Hasta mañana, Harry.

– Vale.

Pero Pratt no se alejó. Bosch levantó la cabeza de la máquina de escribir. Pensó que tal vez había hecho algo mal. Quizá se trataba de la máquina de escribir.

– La encontré en una mesa, al otro lado -dijo Bosch-. No parecía que la estuviera usando nadie.

– No la usa nadie. Ahora la mayoría de la gente usa ordenador. Definitivamente eres un tipo de la vieja escuela, Harry.

– Supongo. Normalmente los informes los hace Kiz, pero me sobraba un rato.

– ¿Trabajas hasta tarde?

– Quiero ir al Nickel.

– ¿A la calle Cinco? ¿Qué vas a hacer allí?

– Buscar al padre de la víctima.

Pratt sacudió la cabeza de manera sombría.

– Otro de ésos. Lo hemos visto antes. Bosch asintió.

– Onda expansiva -dijo.

– Sí, onda expansiva -coincidió Pratt.

Bosch estaba pensando en ofrecerle a Pratt acompañarle, quizá conversar con él y empezar a conocerlo mejor, pero su teléfono móvil empezó a sonar. Lo sacó del cinturón y vio el nombre de Sam Weiss en la pantalla de identificación.

– Será mejor que conteste.

– De acuerdo, Harry. Ten cuidado allí.

– Gracias, jefe.

Harry abrió el teléfono.

– Detective Bosch -se identificó.

– ¿Detective?

Bosch recordó que no había dejado esa información en su mensaje a Weiss.

– Señor Weiss, mi nombre es Harry Bosch. Soy detective del Departamento de Policía de Los Ángeles. Me gustaría hacerle unas preguntas acerca de una investigación que estoy llevando a cabo.

– Tengo todo el tiempo que necesite, detective. ¿Es sobre mi pistola? La pregunta pilló a Bosch con la guardia baja.

– ¿Por qué me pregunta eso, señor?

– Bueno, porque sé que se utilizó en un asesinato que no llegó a resolverse nunca, y es la única cosa que se me ocurre por la que el departamento de policía pueda querer hablar conmigo.

– Bueno, sí, señor, se trata de la pistola. ¿Puedo hablar con usted de eso?

– Si significa que está tratando de encontrar a la persona que mató a esa chica, entonces puede preguntarme todo lo que quiera.

– Gracias. Creo que lo primero que me gustaría es que me contara cómo y cuándo supo o le dijeron que la pistola que le robaron fue utilizada en un homicidio.

– Estaba en los periódicos (el asesinato) y yo sumé dos y dos. Llamé al detective asignado a mi robo y se lo pregunté, y él me dio la respuesta que ojalá no me hubiera dado nunca.

– ¿Por qué, señor Weiss?

– Porque he tenido que vivir con eso.

– Pero usted no hizo nada mal, señor.

– Lo sé, pero eso no hace que una persona se sienta mejor. Me compré la pistola porque estaba teniendo problemas con una banda de gamberros. Quería protección. Luego la pistola que compré terminó siendo el instrumento de la muerte de esa chica. No crea que no he pensado en cambiar la historia. O sea, ¿y si no hubiera sido tan testarudo? ¿Y si hubiera recogido mis cosas y me hubiera mudado en lugar de ir a comprar esa maldita arma? ¿Entiende lo que quiero decir?

– Sí, ya veo.

– Bueno, dicho esto, ¿qué más puedo decirle, detective?

– Tengo unas pocas preguntas. Llamarle ha sido una especie de palo de ciego.

Pensé que podría ser más fácil que tratar de remontar diecisiete años de papeleo e historia departamental. Tengo el informe inicial del robo y el investigador consta como John McClellan. ¿Lo recuerda?

– Por supuesto que lo recuerdo.

– ¿Logró resolver el caso?

– No que yo sepa. Al principio John pensó que podría estar relacionado con los gamberros que me habían amenazado.

– ¿Y lo estaba?

– John me dijo que no. Pero yo nunca estuve seguro. Los ladrones destrozaron la casa. No era que estuvieran buscando algo concreto que robar. Simplemente estaban destrozando cosas, mis pertenencias. Entré y, Dios mío, sentí un montón de ira.

– ¿Por qué ha dicho ladrones? ¿La policía creía que se trataba de más de uno?

– John suponía que habían sido al menos dos o tres. Sólo estuve fuera una hora… Fui a comprar. Un solo tipo no podría haber causado tanto daño en ese tiempo.

– El informe menciona que se llevaron la pistola, una colección de monedas y algo de efectivo. ¿Algo más que echara en falta después?

– No, eso era todo. Era suficiente. Al menos, recuperé las monedas, que era lo más valioso. Era la colección de mi padre de cuando él era niño.

– ¿Cómo lo recuperó?

– John McClellan me las devolvió al cabo de un par de semanas.

– ¿Dijo de dónde las recuperaron?

– Me contó que de un prestamista de West Hollywood. Y luego, por supuesto, supimos qué ocurrió con la pistola. Pero no me la devolvieron. No la habría aceptado de todos modos.

– Entiendo, señor. ¿Alguna vez el detective McClellan le dijo quién creía que había robado en su casa? ¿Tenía alguna hipótesis?

– Pensaba que era otro grupo de gamberros, ¿sabe? No los Ochos de Chatsworth.

La mención de los Ochos de Chatsworth removió un recuerdo en Bosch, pero no lograba situarlo.

– Señor Weiss, actúe como si yo no supiera nada. ¿Quiénes eran los Ochos de Chatsworth?

– Era una banda de aquí del valle. Eran todos chicos blancos. Cabezas rapadas. Y en mil novecientos ochenta y ocho cometieron una serie de delitos aquí. Eran delitos de odio. Así los llamaban en los diarios. Era el nuevo término para llamar a los crímenes motivados por la raza o la religión.

– ¿Y usted era el objetivo de esa banda?

– Sí, empecé a recibir llamadas. El típico discurso de «mata al judío».

– Y entonces la policía le dijo que los Ochos no habían cometido el robo.

– Exacto.

– Es extraño, ¿no? No vieron ninguna conexión.

– Eso es lo que yo pensé en aquel momento, pero el detective era él, no yo.

– ¿Qué hizo que los Ochos se centraran en usted, señor Weiss? Sé que es judío, pero ¿qué hizo que lo eligieran?

– Sencillo. Uno de los mierdecillas era un chico del barrio. Billy Burkhart vivía a cuatro casas de distancia. Puse una menorá en la ventana en la fiesta de Januká, y así empezó todo.

– ¿Qué le ocurrió a Burkhart?

– Fue a la cárcel. No por lo que me hizo a mí, sino por otras cosas. Acusaron a él y a los demás de otros delitos. Quemaron una cruz a unas manzanas de mi casa. En el jardín delantero de una familia negra. No fue lo único que hicieron. Amenazas, vandalismo. También trataron de quemar un templo.

– Pero no el robo en su casa.

– Exacto. Eso es lo que me dijo la policía. Verá, no había pintadas ni indicación de motivación religiosa. El piso estaba patas arriba. Así que no clasificaron el delito como delito de odio.

Bosch vaciló, preguntándose si había algo más que preguntar. Decidió que no sabía lo suficiente para formular preguntas inteligentes.

– Muy bien, señor Weiss, le agradezco su tiempo. Y lamento haber despertado malos recuerdos.

– No se preocupe por eso, detective. Créame, no estaban dormidos.

Bosch cerró el teléfono. Trató de pensar en a quién podía llamar al respecto. No conocía a John McClellan, y las posibilidades de que siguiera en la División de Devonshire diecisiete años después eran exiguas. Entonces se le ocurrió: Jerry Edgar. Su antiguo compañero en la División de Hollywood había estado asignado previamente a la brigada de detectives de Devonshire. Estaría allí en 1988.