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La primera parada de Mackey fue en un bar de Van Nuys llamado Side Pocket, en Sepulveda Boulevard, cerca de las vías de ferrocarril. Era un local pequeño con un cartel de neón azul y ventanas de barrotes pintados de negro. Bosch tenía una idea de cómo sería por dentro y de qué tipo de hombres se encontraría. Antes de bajar del coche, se quitó la cazadora, envolvió su pistola, esposas y cargador de reserva en la prenda y la puso en el suelo, delante del asiento del pasajero. Salió, cerró la puerta y se dirigió hacia el bar, sacándose la camisa por fuera de los tejanos por el camino.

El interior del bar era tal y como esperaba: un par de mesas de billar, una barra para beber de pie y una fila de reservados de madera rayada. Aunque estaba prohibido fumar en el interior del local, el humo azul flotaba en el aire y se cernía como un fantasma bajo la luz de cada mesa. Nadie se quejaba por ello.

La mayoría de los hombres se tomaban su medicina de pie ante la barra. Casi todos tenían cadenas en las carteras y tatuajes en los antebrazos. Incluso con los cambios en su apariencia, Bosch sabía que destacaría por su no pertenencia al grupo. Vio una abertura en las sombras, donde la barra se curvaba bajo la televisión montada en la esquina. Se abrió paso hasta allí y se inclinó sobre la barra, deseando que ayudara o ocultar su apariencia.

La camarera, una mujer de aspecto cansado, llevaba un chaleco de cuero negro encima de una camiseta. No hizo caso de Bosch durante un buen rato, pero eso no le importaba. No estaba allí para beber. Observó que Mackey ponía monedas de un cuarto de dólar en una de las mesas y esperó que llegara su turno de jugar. Él tampoco había pedido nada.

Mackey pasó diez minutos revisando los tacos de billar que había en los estantes de la pared hasta que encontró uno que le gustaba al tacto. Se quedó por allí, esperando y hablando con algunos de los hombres que había de pie en torno a la mesa de billar. No parecía otra cosa que conversación casual, como si sólo los conociera de jugar unas partidas en noches anteriores.

Mientras esperaba y observaba, con una cerveza y un chupito de whisky que la camarera finalmente le había servido, Bosch al principio pensó que la gente también lo estaba observando a él, pero después se dio cuenta de que sólo estaban mirando la pantalla de televisión instalada un palmo por encima de su cabeza.

Finalmente le llegó el turno a Mackey. Resultó que jugaba bien. Enseguida se hizo con el control de la mesa y derrotó a siete contrincantes, ganándoles a todos ellos dinero o cerveza. Al cabo de media hora parecía cansado por la falta de competición y se relajó en exceso. El octavo contrincante lo batió después de que Mackey fallara una oportunidad clara con la bola ocho. Mackey aceptó bien la derrota y dejó un billete de cinco dólares en la mesa de fieltro antes de alejarse. Según las cuentas de Bosch, le quedaban veinticinco dólares y cinco cervezas para pasar la noche.

Mackey se llevó su Rolling Rock a un hueco en la barra y ésa fue la señal de Bosch para retirarse. Puso un billete de diez debajo de su vaso de chupito y se volvió, sin dar la cara a Mackey en ningún momento. Salió del bar y se dirigió a su coche. La primera cosa que hizo fue ponerse la pistola en la cadera derecha, con la empuñadura hacia delante. Arrancó el coche y salió a Sepulveda y después una manzana hacia el sur. Dio la vuelta y aparcó junto al bordillo, al lado de una boca de incendios. Disponía de un buen ángulo de visión de la puerta principal del Side Pocket y estaba en posición de seguir a Mackey hacia el norte por Sepulveda hacia Panorama City. Mackey podía haber cambiado de apartamento desde que concluyó la condicional, pero Bosch esperaba que no hubiera ido demasiado lejos.

Esta vez la espera no fue larga. Mackey aparentemente sólo bebía la cerveza que le salía gratis. Abandonó el bar diez minutos después que Bosch, se metió en el Camaro y se dirigió al sur por Sepulveda.

Bosch se había equivocado. Mackey se estaba alejando de Panorama City y del valle de San Fernando, lo cual obligaba a Bosch a dar un giro de ciento ochenta grados en un casi desierto Sepulveda Boulevard para seguirlo. El movimiento sería muy perceptible en el espejo retrovisor de Mackey, de modo que esperó, observando cómo el Camaro se hacía más pequeño en su espejo lateral.

Cuando vio que el intermitente del Camaro empezaba a destellar, pisó el acelerador y dio un violento giro de ciento ochenta grados. Casi se le fue el coche, pero logró enderezarlo y enfiló Sepulveda Boulevard. Giró a la derecha en Victory y alcanzó al Camaro en la señal de tráfico del paso elevado de la 405. No obstante, Mackey no entró en la autovía, sino que continuó hacia el oeste por Victory.

Bosch empleó diversas maniobras para intentar evitar la detección, mientras Mackey conducía hasta las colinas de Woodland. En Mariano Street, una amplia calle cercana a la autovía 101, finalmente enfiló un largo sendero de entrada y aparcó detrás de una casita. Bosch pasó junto a la casa, estacionó más abajo y regresó a pie. Oyó que se cerraba la puerta de entrada de la casa y vio que se apagaba la luz del porche.

Bosch miró a su alrededor y se dio cuenta de que era un barrio de solares bandera. Cuando se diseñó el barrio décadas antes, las propiedades se cortaron en largos trozos porque se pretendía que fueran ranchos de caballos y pequeños huertos. Con el crecimiento de la ciudad, los caballos y verduras tuvieron que dejarle sitio. Las parcelas fueron divididas, con una casa que daba a la calle y un sendero estrecho que recorría el lateral de ésta hasta la propiedad de atrás: la parcela en forma de bandera.

Esta disposición dificultaba la vigilancia. Bosch avanzó por el largo sendero, observando tanto la propiedad que daba a la calle como la casa de Mackey, en la parte de atrás. Mackey había aparcado su Camaro junto a una cochambrosa camioneta Ford 150, lo cual significaba que podría tener compañero de piso.

Cuando se acercó, Bosch se detuvo para anotar la matrícula de la F 150. Se fijó en un viejo adhesivo en el parachoques de la furgoneta que decía: «Por favor, que el último americano que salga de Los Ángeles se lleve la bandera.» Era sólo una pequeña pincelada sobre lo que Bosch sentía que era una imagen emergente.

Con el máximo sigilo posible, Bosch recorrió un caminito de piedra que bordeaba la casa. La edificación se alzaba sobre unos cimientos de sesenta centímetros, lo cual situaba las ventanas demasiado elevadas para que Bosch divisara el interior. Cuando llegó a la parte posterior de la casa oyó voces, pero al ver el brillo azul ondulante en las sombras de la habitación enseguida se dio cuenta de que era la televisión. Acababa de empezar a cruzar el patio trasero cuando de repente su teléfono empezó a sonar. Enseguida lo cogió y cortó el sonido, al tiempo que retrocedía rápidamente hasta el sendero de entrada y echaba a correr hacia la calle. Escuchó, pero no oyó ningún sonido tras él. Cuando alcanzó la calle miró a la casa, pero no vio nada que le indujera a creer que su móvil se había oído en el interior de la casa por encima de los sonidos de la televisión.

Bosch sabía que le había ido de poco. Estaba sin aliento. Caminó de nuevo hasta su coche, tratando de recuperarse de lo que había estado a punto de convertirse en un desastre. Igual que con el mal llevado interrogatorio de Daniel Kotchof, sabía que estaba mostrando signos de estar oxidado. Había olvidado poner el teléfono en modo silencioso antes de acercarse a la casa. Era un error que podía haberlo dinamitado todo y haberlo llevado a una confrontación con un objetivo de la investigación. Tres años atrás, antes de dejar el departamento, nunca le habría ocurrido. Empezó a pensar en lo que Irving le había dicho de que era un recauchutado que reventaría por las costuras.

En el interior del coche, comprobó el identificador de llamadas y vio que le había llamado Kiz Rider. Le devolvió la llamada.