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Hizo clic en el teléfono y escuchó un sonido de dial ininterrumpido. Significaba que no tenía mensajes. Llamó al buzón de voz de todos modos y reprodujo un mensaje que había guardado la semana anterior. Era la voz débil de su hija, que había dejado el mensaje la noche que ella y su madre partieron de viaje, muy lejos de él.

«Hola, papi -dijo-. Buenas noches, papi.»

Era todo lo que había dicho, pero era suficiente. Bosch guardó el mensaje para la siguiente vez que lo necesitara y después colgó el teléfono.

SEGUNDA PARTE. HIGH JINGO

20

A las 7.50 de la mañana siguiente Bosch volvía a estar en el Nickel. Estaba observando la cola para desayunar en el albergue Metropolitano y tenía la mirada fija en Robert Verloren, que se hallaba en la cocina, detrás de las mesas de vapor. Bosch había tenido suerte. A primera hora de la mañana daba la sensación de que se había producido un cambio de turno entre los sin techo. La gente que patrullaba las calles en la oscuridad estaba durmiendo la borrachera de sus fracasos nocturnos y había sido sustituida por los sin techo del primer turno, aquellos que eran lo bastante listos para ocultarse de la calle durante la noche. La intención de Bosch había sido empezar otra vez por los centros grandes, pero ya antes de llegar, y tras aparcar otra vez en Japantown, empezó a mostrar la foto de Verloren a la gente de la calle más lúcida que encontró y casi de inmediato empezó a obtener respuestas. La población diurna reconocía a Verloren. Algunos dijeron que habían visto al tipo de la foto, pero que era mucho más viejo. Finalmente, Bosch se encontró con un hombre que de manera natural dijo «Sí, es Chef», y le señaló a Bosch hacia el albergue Metropolitano.

El Metropolitano era uno de los albergues satélite más pequeños que se agolpaban en torno al Ejército de Salvación y a La Misión de Los Ángeles y su función era aliviar el flujo excesivo de gente de la calle, particularmente en los meses de invierno, cuando, el clima más benigno de Los Ángeles atraía hacia la ciudad una migración desde lugares más fríos del norte. Estos centros más pequeños carecían de medios para proporcionar tres comidas al día y por acuerdo se especializaban en un servicio. En el Metropolitano, el servicio era un desayuno que empezaba todos los días a las siete de la mañana. Cuando Bosch llegó allí, la fila de hombres y mujeres temblorosos y mal arreglados se extendía hasta más allá de la puerta del centro de comidas, y las largas filas de mesas estilo pícnic del interior estaban repletas. En la calle había corrido la voz de que el Metropolitano servía el mejor desayuno del Nickel.

Bosch se había abierto camino mostrando la placa y muy pronto localizó a Verloren en la cocina, detrás de las mesas de servir. No parecía que Verloren estuviera haciendo una labor en particular, sino que daba la sensación de estar supervisando la preparación de varias cosas, de estar al mando. Iba pulcramente vestido con una camisa cruzada blanca encima de pantalones oscuros, un delantal blanco inmaculado que le llegaba por debajo de las rodillas y un sombrero alto de chef.

El desayuno consistía en huevos revueltos con pimientos rojos y verdes, patatas y cebollas doradas en la sartén, sémola de maíz y salchichas. Tenía buen aspecto y olía apetecible para Bosch, que había salido de casa sin comer nada porque quería ponerse en marcha deprisa. A la derecha de la cola había una mesa con dos grandes termos de café para autoservicio y estantes con tazas hechas de porcelana gruesa que se habían astillado y se habían tornado amarillentas con el tiempo. Bosch cogió una taza y la llenó de café muy caliente. Dio un traguito y esperó. Cuando Verloren caminó hacia la mesa de servir utilizando la camisa de su delantal para sostener una pesada bandeja caliente de huevos, Bosch hizo su movimiento.

– Eh, Chef -llamó por encima del tintineo de cucharas de servir y voces.

Verloren miró, y Bosch notó que su interlocutor inmediatamente determinó que Bosch no era un «cliente». Como la noche anterior, Bosch se había vestido de manera informal, pero pensó que Verloren podría haber sido capaz de adivinar que era poli. Éste se alejó de la mesa de servir y se acercó, aunque sin llegar hasta donde estaba Bosch. Parecía existir una línea invisible en el suelo que representaba la demarcación entre la cocina y el espacio para comer. Verloren no la cruzó. Se quedó allí de pie, utilizando su delantal para sostener la bandeja de servir casi vacía que había cogido de la mesa de vapor.

– ¿Puedo ayudarle?

– Sí, ¿tiene un minuto? Me gustaría hablar con usted.

– No, no tengo un minuto, estoy en medio del desayuno.

– Es sobre su hija.

Bosch vio un ligero temblor en los ojos de Verloren. Cayeron durante un segundo y después volvieron a levantarse de nuevo.

– ¿Es de la policía?

Bosch asintió.

– ¿Me deja que termine? Ahora estamos sacando las últimas bandejas. No hay problema.

– ¿Quiere comer? Parece que tiene hambre.

– Eh…

Bosch se fijó en que las mesas de la sala estaban repletas. No sabía dónde iba a poder sentarse. Ese tipo de comedores tenían las mismas normas no escritas y protocolos que las prisiones. Si se añadía un alto grado de enfermedad mental entre la población de los sin techo, el resultado era que uno podía cruzar algún tipo de frontera con sólo elegir un asiento determinado.

– Venga conmigo -dijo Verloren-. Tenemos una mesa en la parte de atrás.

Bosch se volvió hacia Verloren, pero el chef del desayuno ya se estaba dirigiendo hacia la cocina. Lo siguió y éste lo condujo a través de las zonas de cocina y preparación hasta una sala trasera donde había una mesa vacía de acero inoxidable con un cenicero lleno.

– Siéntese.

Verloren sacó el cenicero y lo ocultó a su espalda. No lo hizo como si lo estuviera escondiendo, sino como el camarero o el maître que quiere que la mesa esté en perfectas condiciones para el cliente. Bosch le dio las gracias y se sentó.

– Volveré enseguida -dijo Verloren.

En menos de un minuto, Verloren trajo un plato lleno de todas las cosas que Bosch había visto en la mesa de servir. Cuando puso los cubiertos, Bosch advirtió el temblor en su mano.

– Gracias, pero estaba pensando… ¿Habrá suficiente? Para la gente de la cola.

– No vamos a decirle que no a nadie, siempre que lleguen a tiempo. ¿Qué tal el café?

– Bien, gracias. ¿Sabe?, no es que no quisiera quedarme allí con ellos, sino que no sabía dónde sentarme.

– Lo entiendo. No hace falta que dé explicaciones. Déjeme que saque esas bandejas y podremos hablar. ¿Han detenido a alguien?

Bosch lo miró. Había una expresión de esperanza, casi de súplica en los ojos de Verloren.

– Todavía no -dijo Bosch-, pero nos estamos acercando a algo.

– Volveré lo antes posible. Coma. Yo lo llamo «Revuelto de Malibú.»

Bosch miró su plato. Verloren volvió a la cocina.

Los huevos estaban buenos, y el desayuno en su conjunto. No había tostadas, pero eso habría sido pedir demasiado. La zona de separación en la que estaba sentado se hallaba entre el área de preparación de la cocina y la amplia sala: donde dos hombres iban llenando un lavaplatos industrial. Había mucho bullicio, el ruido de ambas direcciones rebotaba en las paredes de baldosas grises. Una puerta de doble batiente daba acceso al callejón de la parte de atrás. Una de las hojas estaba abierta, y el aire frío que entraba hacía soportables el vapor del lavavajillas y el calor que emanaba de la cocina.

Después de que Bosch se acabara el desayuno y terminara de bajarlo con lo que le quedaba del café, se levantó y salió al callejón para hacer una llamada telefónica lejos del ruido. Inmediatamente vio que el callejón era un campamento. Las paredes traseras de las misiones que había a un lado y de los almacenes de juguetes del otro estaban recubiertas casi de extremo a extremo con refugios de cartón y lona. Reinaba el silencio. Probablemente aquéllos eran los refugios hechos a mano de los habitantes de la noche. No era que no hubiera sitio para ellos en los albergues de las misiones, sino que esas camas comportaban unas reglas básicas a las que la gente del callejón no quería someterse.