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Verloren asintió, más para sí mismo que para Bosch. Estaba reforzando su fe en sus acciones como padre que busca justicia para su hija.

– ¿Y entonces qué ocurrió? -le incitó Bosch.

– Entonces recibí la visita de dos policías.

– ¿No eran Green y García?

– No, no eran ellos. Otros policías. Vinieron a mi restaurante.

– ¿Cuáles eran sus nombres?

Verloren negó con la cabeza.

– Nunca me dijeron sus nombres. Sólo me enseñaron sus placas. Creo que eran detectives. Me dijeron que estaba equivocado con aquello con lo que estaba presionando a Green. Me dijeron que me retirara, porque estaba echando leña al fuego. Así fue como lo dijeron. Como si se tratara de mí y no de mi hija.

Negó con la cabeza, con la rabia todavía a flor de piel después de tantos años. Bosch formuló una pregunta obvia, obvia porque sabía muy bien cómo funcionaba el departamento entonces.

– ¿Le amenazaron?

Verloren soltó una risotada.

– Sí, me amenazaron -dijo con calma-. Me dijeron que sabían que mi hija había estado embarazada, pero que no habían podido encontrar la clínica a la que había ido a abortar. Así que no había tejido que pudieran utilizar para identificar al padre. No había forma de decir quién fue o no fue. Dijeron que les bastaría con hacer algunas preguntas sobre mí y ella, como con mi cliente en la comisión de la policía, y que los rumores empezarían a extenderse. Dijeron que sólo harían falta unas pocas preguntas en los lugares adecuados para que la gente empezara a pensar que había sido yo.

Bosch no le interrumpió. Sentía que su propia rabia le cerraba la garganta. Verloren continuó.

– Dijeron que para mí sería difícil mantener mi negocio si todo el mundo pensaba que había… que había hecho eso a mi hija…

Ahora cayeron más lágrimas por su rostro oscuro. No hizo nada para contenerlas.

– Y yo hice lo que querían. Me retiré y lo dejé estar. Dejé de echar leña al fuego. Me dije a mí mismo que no importaba, que no nos devolvería a Becky. Así que no volví a llamar al detective Green… y ellos nunca resolvieron el caso. Al cabo de un tiempo empecé a beber para olvidar lo que había perdido y lo que había hecho, para olvidar que había puesto mi orgullo y mi reputación y mi negocio por delante de mi hija. Y muy pronto, antes de darme cuenta, llegué a ese agujero negro del que le estaba hablando. Caí en su interior y todavía estoy escalando para salir.

Al cabo de un momento se volvió y miró a Bosch.

– ¿Qué tal es la historia, detective?

– Lo siento, señor Verloren. Lamento que ocurriera eso. Todo eso.

– ¿Era la historia que quería oír, detective?

– Sólo quería saber la verdad. Lo crea o no, va a ayudarme. Me ayudará a hablar por ella. ¿Puede describirme a los dos hombres que acudieron a usted?

Verloren negó con la cabeza.

– Ha pasado mucho tiempo. Probablemente no los reconocería si los tuviera delante. Sólo recuerdo que los dos eran blancos. Uno de ellos se parecía a Don Limpio porque tenía la cabeza afeitada y estaba de pie con los brazos cruzados como el del dibujo de la botella.

Bosch sintió que la rabia le tensaba los músculos de los hombros. Sabía quién era Don Limpio.

– ¿Qué parte de todo esto conoce su esposa? -preguntó con voz calmada. Verloren negó con la cabeza.

– Muriel no sabía nada de esto. Se lo oculté. Era mi carga.

Verloren se secó las mejillas. Daba la impresión de que había obtenido cierto alivio al contar finalmente la historia.

Bosch buscó en el bolsillo de atrás y sacó la vieja fotografía de Roland Mackey. La puso en la mesa delante de Verloren.

– ¿Reconoce a este chico?

Verloren lo miró un buen rato antes de sacudir la cabeza para decir que no.

– ¿Debería? ¿Quién es?

– Se llama Roland Mackey. Tenía un par de años más que su hija en el ochenta y ocho. No fue a la escuela de Hillside, pero vivía en Chatsworth.

Bosch esperó respuesta, pero no la obtuvo. Verloren sólo miró la foto que había sobre la mesa.

– Es una foto policial. ¿Qué hizo?

– Robó un coche. Pero tiene antecedentes por asociarse con extremistas del poder blanco. Dentro y fuera de la cárcel. ¿El nombre significa algo para usted?

– No. ¿Debería?

– No lo sé. Sólo estoy preguntando. ¿Puede recordar si su hija alguna vez mencionó su nombre o quizás a alguien llamado Ro?

Verloren negó con la cabeza.

– Lo que intentamos es averiguar si podían haberse cruzado en alguna parte. El valle de San Fernando es un sitio muy grande. Podrían…

– ¿A qué escuela fue?

– Fue a Chatsworth High, pero no terminó. Luego se sacó el graduado escolar.

– Rebecca fue a Chatsworth High para sacarse el carné de conducir el año anterior a su muerte.

– ¿En el ochenta y siete?

Verloren asintió.

– Lo comprobaré.

No obstante, a Bosch no le parecía una buena pista. Mackey lo había dejado antes del verano de 1987 y no había vuelto para sacarse el graduado escolar hasta 1988. Aun así, merecía una mirada concienzuda.

– ¿Y las películas? ¿A Becky le gustaba ir al cine y al centro comercial?

Verloren se encogió de hombros.

– Era una chica de dieciséis años. Por supuesto que le gustaban las películas. La mayoría de sus amigas tenían coche. En cuanto cumplían dieciséis y tenían movilidad iban a todas partes.

– ¿Qué centros comerciales? ¿Qué cines?

– Iban al Northridge Mall, porque estaba cerca, claro. También les gustaba el drive-in de Winnetka. Así podían quedarse sentadas en el coche y hablar durante la peli. Una de las chicas tenía un descapotable y les gustaba ir en él.

Bosch se centró en el drive-in. Lo había olvidado cuando había hablado de cines antes con Rider, pero Roland Mackey había sido detenido en una ocasión por robar en ese mismo drive-in de Winnetka. Eso lo convertía en una posibilidad clave como punto de intersección.

– ¿Con qué frecuencia iban al drive-in Rebecca y sus amigas?

– Creo que les gustaba ir los viernes por la noche, cuando estrenaban las películas.

– ¿Se encontraban con chicos allí?

– Supongo que sí. Verá, todo esto es a posteriori. No había nada raro ni antinatural en que nuestra hija fuera al cine con sus amigas y se encontraran allí con chicos y qué sé yo qué más. Sólo después de que se cumpla el peor escenario la gente piensa: «¿Por qué no sabías con quién estaba?» Pensábamos que todo iba bien. La enviamos a la mejor escuela que encontramos. Sus amigas eran de buenas familias. No podíamos verla todos los minutos del día. Los viernes por la noche (cielos, casi todas las noches) yo trabajaba hasta tarde en el restaurante.

– Entiendo. No le estoy juzgando como padre, señor Verloren. No veo nada malo en ello, ¿de acuerdo? Sólo estoy lanzando una red. Estoy recopilando la máxima información posible porque uno nunca sabe lo que puede ser importante.

– Sí, bueno, esa red se enganchó y se desgarró en las rocas hace mucho tiempo.

– Quizá no.

– ¿Cree que fue este Mackey el que lo hizo?

– Está relacionado de algún modo, es lo único que sabemos a ciencia cierta. Muy pronto sabremos más, se lo prometo.

Verloren se volvió y miró directamente a los ojos de Bosch por primera vez durante la entrevista.

– Cuando llegue ese punto, responderá por ella, ¿verdad, detective?

Bosch asintió lentamente. Creía que sabía lo que Verloren le estaba preguntando.

– Sí, señor, lo haré.