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Kiz Rider estaba sentada ante su escritorio con los brazos cruzados, como si llevara toda la mañana esperando a Bosch. Tenía una expresión sombría en el rostro y Bosch sabía que había pasado algo.

– ¿Conseguiste el archivo de la UOP? -preguntó.

– Pude mirarlo. No me autorizaron a llevármelo.

Bosch se sentó en su silla, enfrente de ella.

– ¿Buen material? -preguntó.

– Depende de cómo lo mires.

– Bueno, yo también tengo material.

Miró a su alrededor. La puerta de Abel Pratt estaba abierta y Bosch lo vio doblado sobre la pequeña nevera que tenía en su despacho. Pratt podía oírles desde allí. No era que Bosch no se fiara de Pratt. Lo hacía, pero no quería ponerlo en posición de oír algo que no querría oír o que no estaba preparado para oír. Lo mismo que Rider cuando habían estado hablando por teléfono antes.

Miró a su compañera.

– ¿Quieres dar un paseo?

– Sí.

Se levantaron y salieron. Cuando Bosch pasó junto a la puerta de su jefe se inclinó hacia el interior. Pratt estaba hablando por teléfono. Bosch captó su atención e hizo mímica de beber de una taza y luego señaló a Pratt. Negando con la cabeza, Pratt levantó una tarrina de yogur como para indicar que tenía lo que necesitaba. Bosch vio pedacitos de verde en la pasta. Trató de pensar en una fruta verde y sólo se le ocurrió el kiwi. Se alejó pensando que la única posibilidad de que el yogur tuviera peor sabor era ponerle kiwi.

Bajaron en ascensor hasta el vestíbulo y salieron al lugar donde estaba la fuente monumento en honor a los caídos en acto de servicio.

– Bueno, ¿adónde quieres ir? -preguntó Kiz.

– Depende de cuánto haya que hablar.

– Probablemente mucho.

– La última vez que trabajé en el Parker Center era fumador. Cuando necesitaba caminar y pensar iba a la Union Station y compraba cigarrillos en el quiosco. Me gustaba el lugar. Hay sillas cómodas en el vestíbulo principal. O al menos las había.

– Me parece bien.

Se encaminaron en esa dirección, tomando Los Ángeles Street hacia el norte. El primer edificio que pasaron era el de la Administración Federal, y Bosch se fijó en que las barreras de hormigón erigidas en 2001 para mantener a potenciales coches bomba lejos del edificio seguían en su lugar. La amenaza del peligro no parecía molestar a la gente que hacía cola desde la puerta del edificio. Estaban esperando para llegar a las oficinas de inmigración, cada uno de ellos aferrado a sus documentos y preparándose para presentar una solicitud de ciudadanía. Esperaban bajo los mosaicos de la fachada principal que representaban a gente vestida de ángeles, con los ojos hacia arriba, esperando en el cielo.

– ¿Por qué no empiezas, Harry? -dijo Rider-. Háblame de Robert Verloren.

Bosch caminó un poco más antes de empezar.

– Me ha caído bien -dijo Bosch-. Está saliendo del pozo. Prepara más de un centenar de desayunos cada día. Me dio un plato y estaba muy bueno.

– Y seguro que es mucho más barato que el Pacific Dining Car. ¿Qué te ha contado para que estés tan furioso?

– ¿De qué estás hablando?

– Tú me interpretas y yo te interpreto. Sé que te ha contado algo que te ha cabreado.

Bosch asintió. Sin duda no parecía que habían pasado tres años desde la última vez que trabajaron juntos.

– Irving. O al menos yo creo que era Irving.

– Dime.

Bosch le explicó la historia que Verloren le había relatado hacía menos de una hora. Terminó con la descripción del padre de Becky, por limitada que fuera, de los dos hombres con placas que fueron a su restaurante y lo amenazaron para que se olvidara del enfoque racial.

– A mí también me suena a Irving -dijo Rider.

– Y uno de sus perritos falderos. Quizá fuera McClellan.

– Puede ser. Entonces ¿crees que Verloren tiene razón? Ha estado mucho en el Nickel.

– Eso creo. Asegura que lleva tres años sobrio esta vez. Aunque claro, después de darle vueltas y más vueltas a algo durante diecisiete años, las percepciones no tardan en convertirse en hechos. Aun así, me parece que todo lo que dice encaja con cómo está hilvanado el caso. Creo que lo desviaron, Kiz. Iba en una dirección y lo desviaron en la contraria. Quizá sabían lo que se avecinaba, que la ciudad iba a arder. Rodney King no fue la gasolina, sólo fue la cerilla. El ambiente se había ido enrareciendo, y quizá los mandamases vieron este caso y dijeron que por el bien público teníamos que ir en la otra dirección. Sacrificaron la justicia por Rebecca Verloren.

Estaban cruzando la autovía 101 por el paso elevado de Los Ángeles Street. Ocho carriles de tráfico lento humeaban debajo de ellos. El sol brillante se reflejaba en los parabrisas y en los edificios y el hormigón. Bosch se puso las Ray-Ban. El tráfico era denso, y Rider tuvo que levantar la voz.

– No es propio de ti, Harry.

– ¿El qué?

– Buscar una buena razón para que ellos hubieran hecho algo mal. Normalmente buscas el ángulo siniestro.

– ¿Me estás diciendo que has encontrado el ángulo siniestro en ese archivo de la UOP?

Rider asintió con tristeza.

– Eso creo -dijo ella.

– ¿Y te dejaron entrar allí y conseguirlo?

– Subí a ver al jefe a primera hora de la mañana. Le llevé un café de Starbucks; odia el de la cafetería. Eso me valió la entrada. Luego le expliqué lo que teníamos y lo que quería hacer, y el resumen es que confía en mí. Así que, más o menos, me dejó echar un vistazo por Archivos Especiales.

– La Unidad de Orden Público se creó y se desmanteló mucho antes de que él estuviera aquí. ¿Lo sabía?

– Estoy seguro de que después de aceptar el puesto le informaron. Quizás incluso antes de que lo aceptara.

– ¿Le hablaste específicamente de Mackey y de los Ochos de Chatsworth?

– No específicamente. Sólo le dije que el caso que nos asignaron estaba relacionado con una antigua investigación de la UOP y que necesitaba acceder a Archivos Especiales para consultar un expediente. Envió a Hohman conmigo. Entramos, encontramos el archivo y tuve que mirarlo mientras Hohman estaba sentado conmigo al otro lado de la mesa. ¿Sabes qué, Harry? Hay un montón de expedientes en Archivos Especiales.

– Donde están enterrados todos los cadáveres…

Bosch quería decir algo más, pero no estaba seguro de cómo decirlo. Rider lo miró y lo interpretó.

– ¿Qué, Harry?

Al principio no dijo nada, pero ella esperó.

– Kiz, dijiste que el hombre de la sexta confía en ti. ¿Tú confías en él?

Ella lo miró a los ojos antes de responder.

– Como confío en ti, Harry. ¿De acuerdo?

Bosch la miró.

– Con eso me basta.

Rider hizo amago de ir a girar por Arcadia, pero Bosch le señaló hacia el pueblo viejo, el lugar donde se había fundado la Ciudad de Los Ángeles. Quería ir por el camino largo y atravesado.

– No he estado aquí desde hace tiempo. Echemos un vistazo.

Atravesaron el patio circular donde los padres fundadores bendecían a los animales cada Pascua y después pasaron el Instituto Cultural Mexicano. Siguieron la galería comercial en forma de curva formada por quioscos de recuerdos y puestos de churros. Sonaba música grabada de mariachis procedente de altavoces que no se veían, pero como contrapunto se oía el sonido en directo de una guitarra.

Encontraron al músico sentado delante de la casa más antigua de la ciudad, la de Francisco Ávila. Se detuvieron y escucharon mientras el guitarrista entrado en años interpretaba una melodía mexicana que Bosch creía haber escuchado con anterioridad, pero que no podía identificar.

Bosch examinó la estructura de adobe que había detrás del músico y se preguntó si don Francisco Ávila tenía alguna idea de lo que estaba ayudando a poner en movimiento cuando reclamó el lugar en 1818. Desde ese lugar una ciudad crecería a lo alto y a lo ancho. Una ciudad tan grande como cualquier otra. Y tan peligrosa. Una ciudad de destino, una ciudad de invención y reinvención. Un lugar donde el sueño parecía tan sencillo de alcanzar como la señal que pusieron en una colina, pero también un lugar donde la realidad era siempre algo diferente. La carretera a esa señal en la colina tenía una verja cerrada delante.