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Era una ciudad llena de gente que tenía y de gente que no tenía, de estrellas de cine y extras, de los que conducían y los que eran conducidos, de depredadores y presas. Los gordos y los hambrientos sin apenas espacio entre unos y otros. Una ciudad donde, a pesar de todo, cada día había colas de gente que esperaba detrás de barreras contra coches bomba para entrar y quedarse.

Bosch sacó el fajo de billetes del bolsillo y echó cinco dólares a la cesta del viejo músico. Él y Rider cortaron después a través de la vieja Cucamonga Winery, cuyas salas en forma de tonel habían sido convertidas en galerías y puestos de artistas, y salieron a Alameda. Cruzaron la calle hacia la estación de tren, cuya torre del reloj se alzaba delante de ellos. En la pasarela de delante pasaron un reloj de sol con una inscripción tallada en su pedestal de granito.

Visión para ver

Fe para creer

Valor para actuar

La Union Station estaba diseñada para ser espejo de la ciudad a la que servía y de la forma en la que se suponía que tenía que funcionar. Era un crisol de estilos arquitectónicos, donde entre otros se mezclaban el colonial español, el estilo misión, el art déco, el californiano, el morisco o el moderno. Pero a diferencia del resto de la ciudad, donde el crisol con mucha frecuencia se desbordaba, los estilos de la estación de tren estaban mezclados con suavidad en algo único y hermoso. A Bosch le gustaba.

A través de las puertas de cristal entraron en el oscuro vestíbulo, desde donde un alto pasadizo abovedado conducía a una inmensa sala de espera. Al recorrerlo, Bosch recordó que solía caminar por ahí no sólo por los cigarrillos, sino también para renovarse un poquito. Ir a la Union Station era como hacer una visita a la iglesia, una catedral donde las líneas elegantes de diseño, funcionalidad y orgullo cívico se entrecruzaban. En la sala de espera central las voces de los viajeros se elevaban en sus altos espacios y se transformaban en un coro de suspiros lánguidos.

– Me encanta este sitio -dijo Rider-. ¿Has visto la película Blade Runner?

Bosch asintió. La había visto.

– Era la comisaría de policía, ¿no? -preguntó.

– Sí.

– ¿Has visto Confesiones verdaderas? -preguntó él.

– No, ¿era buena?

– Sí, deberías verla. Otra visión del caso de la Dalia Negra y la conspiración del departamento.

Ella gruñó.

– Gracias, pero creo que no es lo que necesito ahora mismo.

Compraron dos cafés en Union Bagel y accedieron a la sala de espera, donde había filas de asientos de cuero marrón que se alineaban como lujosos bancos de iglesia. Bosch levantó la mirada de la manera en que solía hacerla. Doce metros por encima de sus cabezas colgaban seis enormes arañas en dos filas. Rider también levantó la mirada.

Bosch señaló entonces dos asientos libres que había cerca del quiosco de periódicos. Se sentaron en el suave cuero acolchado y dejaron sus tazas en los gruesos reposa brazos de madera.

– ¿Ya estás preparado para hablar de esto? -preguntó Rider.

– Si tú lo estás -respondió-. ¿Qué había en el archivo que viste en Archivos Especiales? ¿Qué era tan siniestro?

– Para empezar, allí está Mackey.

– ¿Como sospechoso del caso Verloren?

– No, el expediente no tiene nada que ver con Verloren. Verloren ni siquiera era un «bip» en el radar en aquel expediente. Todo se refiere a una investigación que se llevó a cabo y se finiquitó antes de que Rebecca Verloren estuviera ni siquiera embarazada.

– Muy bien, entonces ¿qué tiene que ver con nosotros?

– Puede que nada y puede que todo. ¿Sabes el tipo que vive con Mackey, WilIiam Burkhart?

– Sí.

– También está ahí. Sólo que entonces se le conocía como Billy Blitzkrieg. Era su apodo en la banda, los Ochos.

– Entendido.

– En marzo de mil novecientos ochenta y ocho, Billy Blitzkrieg fue condenado a un año por vandalismo en una sinagoga de North Hollywood. Daños a la propiedad, pintadas, defecación, todo.

– El delito de odio. ¿Fue el único acusado?

Rider asintió con la cabeza.

– Tenían una huella dactilar que encontraron en un espray hallado en una alcantarilla, a una manzana de la sinagoga. Aceptó un trato porque de lo contrario habrían hecho de él un ejemplo y lo sabía.

Bosch se limitó a decir que sí con la cabeza. No quería preguntar nada que interrumpiera la narración.

– En los informes y en la prensa, Burkhart (o Blitzkrieg o como quieras llamarlo) está representado como el líder de los Ochos. Decían que hacían un llamamiento para que el ochenta y ocho fuera un año de levantamiento racial y étnico en honor de su estimado Adolf Hitler. Ya conoces la cantinela. Guerra santa racial, venganza de la basura blanca y todo eso. Todos iban con sus jerséis de los Vikingos de Minnesota, porque aparentemente los vikingos eran una raza pura. Todos se habían tatuado el número ochenta y ocho.

– Me hago a la idea.

– El caso es que tenían mucho contra Burkhart. Lo habían pillado bien con lo de la sinagoga, y tenían a los federales mascando la idea de hacer un baile de derechos civiles en su cabeza puntiaguda. Había muchos delitos, empezando a principios de año, cuando brindaron por el Año Nuevo quemando una cruz en el jardín de una familia negra en Chatsworth. Después hubo más cruces quemadas, llamadas de teléfono amenazadoras y avisos de bomba. El asalto de la sinagoga. Incluso arrasaron una guardería judía en Encina. Todo eso fue a primeros de enero. También empezaron a coger trabajadores mexicanos en las esquinas y llevarlos al desierto, donde los asaltaban o los abandonaban, o ambas cosas, normalmente ambas cosas. Usando su terminología estaban fomentando la desarmonía, porque creían que eso conduciría a la separación de las razas.

– Sí, he oído esa canción.

– Muy bien, como he dicho, estaban preparados para hacer de Burkhart el chico del póster de todo esto y, si acudían al Departamento de Justicia, podría haber terminado con una condena mínima de diez años en un penal federal.

– Así que aceptó un trato.

Rider asintió con la cabeza.

– Cumplió un año en Wayside y una condicional de cinco años, y el resto se olvidó. Y los Ochos cayeron con él. Se disolvieron y fue el final de la amenaza. Todo pasó a finales de marzo, mucho antes de Verloren.

Al pensar en ello, Bosch observó a una mujer con prisa mientras llevaba de la mano a una niña hacia el acceso a las vías de Metroline. La mujer también cargaba con una maleta pesada y su foco estaba sólo en la puerta de delante. La niña era arrastrada con la cara hacia arriba mientras miraba al techo. Estaba sonriendo a algo. Bosch levantó la mirada y miró un globo infantil enganchado en uno de los cuadrados del techo. El desastre de un niño era una sonrisa secreta para otro. El globo era naranja y blanco y tenía forma de pez, y Bosch sabía por su hija que era un personaje animado llamado Nemo. Tuvo un flash de su hija, pero lo apartó rápidamente para poder concentrarse. Miró a Rider.

– Entonces ¿qué pintaba Mackey en todo esto? -preguntó.

– Era carne de cañón -respondió Rider-. Uno de los peces pequeños. Lo consideraban el recluta perfecto. Un fracasado del instituto sin expectativas en la vida. Estaba en condicional por robo, y su historial juvenil estaba plagado de robos de coches, atracos y drogas. Así que era justo el tipo que estaban buscando. Un perdedor que podían moldear como un guerrero blanco. Pero una vez que lo metieron en el grupo se dieron cuenta de que era (en palabras de Burkhart) más inútil que un negro en el agua. Aparentemente era tan estúpido que tuvieron que sacarlo del grupo de grafiteros porque ni siquiera sabía escribir su vocabulario racista básico. De hecho, su apodo en el grupo era Dujío, porque fue así como escribió «judío» con espray en el muro de una sinagoga.